Fotografía de Abelardo Morell en homenaje a Fox Talbot
I
DIGO, MIENTO, FOTOGRAFÍO
PREFACIO
Tomar nota de algo es un requisito profundo y, a la vez, un mero trámite mnemotécnico.
El camarero del bar de la esquina, harto de tomar nota de todas las cuentas de teléfono del marcapasos del local, ha adquirido la retención fotográfica de las cifras de dígitos rojos y luminosos del cajetín de la compañía telefónica (esta escena ya es rara, por la evolución de los servicios públicos y privados de telefonía, lo que ejemplifica lo rápidamente que cambian los hábitos al ritmo de la evolución tecnológica de nuestra especie, un eco de la evolución biológica fuera de las fronteras de nuestro cuerpo).
En su invisible partitura de trabajo, el camarero ha omitido una nota. Se está evitando una molestia con un pequeño esfuerzo de su memoria visual.
Puede dar línea a tres clientes consecutivos y atender peticiones de pinchos de tortilla y carajillos sin olvidar la deuda de teléfono de bigote-caña, chaval-trinaranjus y morena-sol-y-sombra.
Tomar nota de por dónde va una línea de nuestro pensamiento nos lleva a surcar el campo de trabajo, el papel, de renglones equidistantes.
Buscamos un esquema ordenado de pensamientos en un esquema visual de representación escrita de dicho pensamiento, y establecemos un estándard pautado que se convierte en una necesidad, conduciéndonos irremisiblemente a que torcer las líneas esté mal visto o, cuando menos, resulte más visible.
La negatividad de la imagen de un reglón torcido “genera”, a la vez que “nace de”, nuestra búsqueda de soportes para la exposición de nuestras ideas, deseos y demandas, lo más asequibles posible. Y nos atenemos a los deseos y demandas mayoritarios, porque dan dinero de muchos, o porque influyen en muchos que dan dinero; o bien atendemos a los deseos de las minorías, que dan mucho dinero de algunos, que por esta razón influyen en las ideas, deseos, ofertas y demandas de los demás, los mayoritarios. Todo ésto se refleja, sin duda, en la disposición de los renglones en los distintos formatos de escritura , en los cuales ha influído la disposición de las piezas de la maquinaria (en toda su extensión) de imprimir.
En el parvulario nos hicieron escribir en pautas horizontales, paralelas, en parejas separadas por dos distancias desiguales. Ni siquiera teníamos opción de dar uso a la separación más ancha, o nos tachaban de desmesurados. Debíamos aprovechar el papel, y no sólo por cuestiones ecológicas, achicando los caracteres entre dos líneas muy cercanas, pero que nunca se encontraban, limitándolos por arriba y por abajo. Así, algún día, escribiríamos con letras de altura proporcionada, semejante. Después nos acostrumbramos también a reticular nuestro pensamiento superponiendo dos comprimidas pautas perpendiculares. Base por altura: bidimensionalidad. Letras equidistantes. Cientos de invisibles diagonales a cuarentaicinco gandos. Papel cuadriculado.
Yo no prescindo de los renglones, aunque me los salte con los ojos vendados, porque recuerdo donde estaban, y sé que sólo a ciegas no tropezaré con ellos puesto que, como Dios, son, pero no están.
Un acontecimiento singular es tanto más decisivo, no por sus causas y consecuencias, sino por su propia singularidad. A menudo, la banalidad de las existencias sólo se justifica a través de la reiteración de pequeños actos singulares, únicamente con el propósito de “llenar” el tiempo que ocupa nuestro espacio vital, de marcas equidistantes, que nos ayudan a medir nuestra dimensionalidad espacio- temporal. Los seres vivos dejan marcas y señales para los demás seres vivos, sean o no de su especie. El hombre, además, pertenece al grupo de los que deja señales para sí mismo, y sustituye el motivo de la señal por la propia señal, pues de este modo, en el momento en que encuentre un nuevo motivo de interés, podrá completar su significado sólo con la presencia o ausencia no de antiguos motivos de fenómenos conocidos, sino de sus señales, hasta que instaura una nueva señal cuyo motivo sea la presencia o ausencia de otras señales [...]que significan la presencia o ausencia de las primeras señales y sus primeros motivos. Los principales acontecimientos que rigen la existencia de un determinado grupo social son, en su mayoría, muy similares o idénticos para todos los individuos que los integran con una significativa dependencia de sus roles sociales. Es por esto que, a menudo, en cualquier sociedad cuyos esquemas de desarrollo sean lo sufucientemente simples, la reiteración de actos, equidistantes en relevancia y duración temporal, constituyen una melodía social interna en la que cualquier “salida de tono” será fácilmente señalada aunque su tono no sea fácilmente aprehensible.
Es frecuente, por ejemplo, que, en numerosos reductos sociales, el Nombre, impuesto o heredado, de una persona, lejano ya de su significado original, vuelve a buscar sus señas de identidad a través de la adjetivación servida en forma de un singular y personal apellido: el mote.
¿Quién es ése? Es la eterna pregunta del senil y locamente lúcido padre que recorta fotografías ajenas en “El Tragaluz” de Buero Vallejo.
Se repite la pregunta ¿Y quién es ése? pues mira.....
- .... ése es un hombre.
- Ya. Como yo.
- Sí. Pero éste es pescador.
- Entiendo. También yo y mis colegas lo somos.
- Bueno. Pero es que éste sale a pescar a diario.
- De acuerdo. Muchos pescadores lo hacen. Casi todos.
- Su padre era pescador.
- Como la mayoría...
- ¡Se llamaba Juan!
- Conozco muchos Juanes.
- Él se llama José.
- Conozco muchos Pepes.
- Sí. Pero éste viene por esta taberna.
- Todos lo hacemos a diario.
- Ya. Pero Pepe, aquel día, pagó la ronda con una cola de atún.
- ¡Ah! ¿Éste es el “rabo bonito”?
La singularidad, la personalidad adquirida por un acontecimiento en el límite de lo trivial, por una acción o por el objeto directo (sujeto paciente de la forma pasiva de dicha acción) se convierte en el sustantivo del protagonista de la acción. En la Galicia portuaria es prácticamente imposible, muy a menudo, eludir el mote sea adquirido o heredado. El pescador “rabo bonito” de mi ficticia escena de taberna podría fácilmente haber adquirido su sobrenombre, su alias (imagen especular, no de su nombre, sino de los elementos de una acción pasada) de cualquier antepasado suyo que hubiese pagado una ronda con un rabo de bonito, y, seguramente, alguno de sus hijos heredaría el apodo. Una operación lingüística aportará irremisiblemente, por un proceso social, un rasgo distintivo a la imagen mental de un individuo concreto adquirida por un colectivo que la diversifica.
Si reflexionamos sobre la transcripción/traducción/representación que hace operar nuestra máquina cognitiva, advertimos cómo en la transcripción/traducción/representación de la realidad que nos circunda nuestras múltiples formas de lenguaje generan estructuras mentales, entre cuyos componentes podemos establecer correspondencias léxicas y por ende temáticas, o bien temáticas ergo léxicas.
El hombre experimenta la realidad a través de los datos, profusos aunque limitados, que le ofrecen sus sentidos, y dota de significados múltiples a los datos resultantes de la combinación de aquellos otros datos primitivos recombinados. Los datos visuales se contrastan con los datos táctiles, auditivos etc. Intentemos explicarlo mediante un ejemplo no excesivmente peregrino:
La significación que otorgamos a las gamas de colores fríos a menudo la convertimos en sinónimo de tonos bajos, tanto desde el punto de vista acústico como desde el visual. En la lejanía, la atmósfera filtra los tonos cromáticos altos de modo que sólo percibimos tonalidades bajas, frías. Los sonidos agudos, por su corta longitud de onda, precisan de mayor intensidad que los sonidos graves para incrementar su radio de audición. Los sonidos graves son presagio de algo que se acerca desde lontananza, a menudo desconocido e indescifrable como un rumor a caballo de la incertidumbre; algo lejano, azulado. Amenazador si viene, nostálgico si se aleja. En inglés “ blue”, azul, denomina también a la tristeza, la nostalgia. En el proceso de representación se da más de un proceso de transcripción.
Toda producción artística se sirve de un lenguaje intrínseco que guarda relación con los mecanismos de interpretación del entorno propio del ser humano. A éste, la comprobación de su entorno, la comprensión de su mundo le atrae de un modo necesario, y su observación es “anotada” en forma de recreación a través de todos los medios posibles, entre los que se incluyen las distintas formas de arte.
Este proceso de recreación procura al ser humano la seguridad, o cuando menos la aparente tranquilidad, de tener un control accesible de los fenómenos que le rodean, así como de mantener su natural estado de alerta para afrontar cualquier tipo de acontecimiento registrado por sus sentidos. Tal vez de ahí, de una forma primitiva, nazca su necesidad de recrear su entorno o “(re)crear” entornos nuevos, posibles o imposibles, que le ayuden a tener alguna certeza del suyo propio.
¿Cuál es el motivo primordial de esta necesidad de recreación? Los estudios antropológicos y quinéticos apuntan a principios comunicativos. Las formas más primitivas de lenguaje son descriptivas (como la mímica), y, por tanto, figurativas. Así pues, el embrión del hombre de hoy es un ser descriptivo por imperativos sociales que se basan en necesidades de supervivencia.
La principal diferencia entre el hombre de Neanderthal y el de Cro-Magnon es el abandono de una inteligencia básicamente memorística por otra deductiva. Las recientes investigaciones se centran sobremanera en las actividades y capacidad intelectual de las distintas especies de homínidos que coexistieron y/o se fueron sucediendo en la conquista de los distintos hábitats, cambiantes con la evolución climática y geológica, o por la presión ejercida por otras especies para la conquista de nuevos territorios.
El cerebro del humano, concebido como un almacén de información, tiene que buscar el modo de darle cabida sin seguir aumentando su volumen. Reputadas (y, para algunos sectores críticos, refutadas) teorías antropológicas señalan que aquel ser primitivo dependía, dada su relativa inferioridad física, de tal forma, de la “orden” genética “hay-que-acumular-información” que las generaciones aumentaban la capacidad craneal a una velocidad que la capacidad pélvica de las hembras era incapaz de asumir, con lo cual sólo aquellos que habían desarrollado la parte frontal (deductiva) del cerebro sobrevivían (un Neanderthal poseía no sólo los recuerdos de sus propias experiencias sino, incluso, las de sus antepasados, almacenadas en la zona occipital de sus arcaicas “computadoras” cada vez más intolerablemente grandes). Sabían que el fenómeno “H” era, por ejemplo, negativo, porque era consecuencia del fenómeno “G”, y éste del “F”, y así sucesivamente hasta el “A”, que era dañino (soy consciente de lo abrupto de mi explicación); así pues, los recuerdos antiguos, las “causas originales de las cosas”, son los primeros en 'desaparecer', quedando implícitos en sus consecuentes, asimilándose al conocimiento instintivo de las cosas.
El nuevo ser humano tendrá que agilizar su capacidad de deducción empírica usando como base inmediata de sus razonamientos conocimientos de origen desconocido, a no ser que otro semejante le trasmista esa información a través de actos comunicativos.
Vemos, pues, que es imposible afirmar que exista un momento concreto en el que el hombre empiece a hacer uso de su forma particular de lenguaje, puesto que éste es fruto de todas las posibles formas de comunicación del reino animal, organizadas en un sistema de pensamiento deductivo paulatinamente más y más complejo.
El lenguaje oral se desarrolla simultáneamente al perfeccionamiento de las demás capacidades comunicacionales del hombre ya sean quinéticas o plásticas, y aprovecha una capacidad laríngea desarrollada a partir de una nueva disposición anatómica favorecida por el bipedismo. Lo importante, en todo caso, es que el hombre tal vez se defina como tal desde el momento en que es capaz de señalar algo a un semejante sin que este 'algo' esté presente, esto es, desde el momento en que el hombre es capaz de representar la realidad para poder, cómodamente, prescindir de ella como de sus recuerdos vívidos, en aras de una más rápida capacidad colectiva de resolución de problemas. No sólo es capaz, al fin, de deducir que donde hay humo hay fuego, sino que incluso la imagen del humo no avistado aún por él puede serle confirmada por un semejante, del mismo modo que éste puede comunicarle que tal o cual fruto no es comestible aún ignorando el motivo. Los motivos, causas o acontecimientos ejemplares no experimentados si no a través de la comunicación, dan lugar al mito, que es inherente a toda forma de representación. Y, con el mito, nace la tentación de la mentira. Pero de esto me ocuparé más adelante.
A lo largo de este apéndice a "El Animal Invisible", intentaré plantear cuestiones básicas de nuestra cultura visual antes de entrar en el universo más particular de las imágenes zoológicas, un pequeño repaso, a través de ejemplos ajenos, en su mayoría, que esbocen aunque sea tímidamente, los conceptos lingüísticos, antropológicos, semióticos o artísticos que merecen ser repasados y reagrupados para servir a mi discurso.
El estilo de éste es un tanto helicoidal, girando en torno a un eje central que tal vez no llegue a ser tocado, pero buscando que en cada vuelta contemplemos algún detalle nuevo, que nos remita a la significación de las imágenes animales en la cultura occidental contemporánea, desde la perspectiva de las manifestaciones divulgativas que parten de (o pasan por) nuestro país.
Sé que a menudo pareceré haber entrado en terrenos ajenos al tema central (que no es sino una excusa más para reflexionar sobre el mundo de la producción de imágenes), que no llego a aproximarme del todo a ningún hallazgo intelectual aprehensible, pero confío en que los lectores sepan seguirme pacientemente, o que pierdan la paciencia y prescindan de leer algo que se les antoja obvio y se decidan a leer en primer lugar la tercera parte, de la que las dos primeros no son sino apéndices que sirven de acceso.
En "Digo, miento, fotografío", expongo ciertas cuestiones alrededor de los conceptos de arte y lenguaje. Mi propia selección responde a una búsqueda particular, indudablemente presentida, pues sería arrogante decir premeditada, pero en todo caso encaminada a iluminar (con una luz inevitablemente filtrada en algún tono) rincones significativos de la teoría y práctica de la imagen.
En "El Árbol de Plástico", me planteo problemas más concretos del arte figurativo como alias del mundo real, de los ardides del arte realista para definirse como tal, delatándose delator de nuestras particulares dotes para percibir el mundo.
En ambos apéndices contextualizo las preguntas más concretas que me suscitan las imágenes zoológicas, tema central de "El Animal Invisible", donde me dejo llevar por las reflexiones acerca de la imagen de teóricos y especialistas de otros campos del saber, quienes recurren a la imagen como recurso, pero que sólo puntualmente se refieren a ella con el mismo rigor que al contenido que ilustra. De igual modo, también ciertos teóricos del arte y la cultura visual, cuando ocasionalmente se refieren a representaciones de animales, profundizan tanto en la imagen del animal que se olvidan del animal de la imagen. Nuestra relación con las distintas especies animales y la imagen que de ellos tenemos, pasan por la mirada de ilustradores, fotógrafos, infógrafos, cineastas y realizadores de vídeo, bajo el paradigma fotográfico.
Antes de pasar a analizar los aspectos lingüísticos de la fotografía, dado que voy a hacerlo como base para su definición artística, debo aclarar mi posición con respecto al fenómeno del arte en relación a los fenómenos lingüísticos.
Debemos, primeramente, acotar la dificultosa definición del lenguaje que, como Hjelmslev se pregunta, tal vez poseemos o tal vez somos.
“ El desarrollo del lenguaje está tan indisolublemente ligado al de la personalidad, al de la nación, al de la humanidad, al de la vida misma, que sentiríamos la tentación de preguntarnos si es sólo un simple reflejo de todo ello o si, por el contrario, es todas esas cosas; la fuente misma de la que nacen”.
He de decir que comparto aquella vieja sensación que llevaba a los antiguos cabalistas hebreos a la búsqueda entre (que no en) la transcripción, traducción, reproducción (y visión) del nombre de un objeto de la realidad (si existe) de ese objeto. Si vemos en ese objeto al hombre, ser dotado de lenguaje, ser expresante, ¿ no vemos acaso al verbo hercho carne?. ¿Es el hombre lenguaje?. ¿O es el lenguaje hombre?. Juegos verbales aparte, aunque el lenguaje no sea exclusivamente un medio de comunicación, podemos y debemos ajustarlo al esquema general de toda transmisión de información: mensaje, referente, contexto y código entre un emisor y un receptor.
En este sentido, el arte constituye la indagación en el “no lenguaje”, es decir, el lenguaje provisto de estos rasgos pero carente de alguna de sus funciones concretas, o en la creación de un segundo plano del referente y el código.
El arte es lenguaje sobre lenguaje, o, cuando menos, lenguaje sobre signos reconocibles reorganizados. El lenguaje oral, asumido como modelo de las demás formas posibles de lenguaje, se caracteriza como un sistema (totalidad estructurada). Es sólo comprensible en su totalidad, prescindiendo de los valores de representación real de verbo y sustantivo, en la medida en que sus elementos tienen un valor, por así decirlo, que les viene dado por ser lo que los otros no son: se definen por oposición.
Así pues, toda emisión lingüística está articulada, definiendo el sistema en el que se inscribe como un medio de comunicación cuyas unidades constituyen tal sistema y cuyas emisiones, articuladas, pueden descomponerse en unidades menores.
A través del socorrido y siempre recurrente discurso de Kandisky podemos, no sin esfuerzo, ajustar las formas de arte a tan restringida definición, que, como observamos de forma bastante efectiva en la obra de Doris A. Dondis ("Sintaxis de la imagen"), establece no pocas correspondencias razonables con la representación visual.
No obstante, todavía nos queda el aspecto extracomunicacional de toda forma de lenguaje: la autoexpresión. El lenguaje, como apunta Chomsky, más allá de la concepción estructuralista, permite un discurso interno que al parecer no puede darse al margen de una lengua concreta (Chomsky, N.: "Lingüística cartesiana", Gredos, Madrid 1969; p. 71). Vicente Benet ("Cuestión de lenguas. Parafrasia y noxistencia", 1x1,nº 35, Abril-Mayo 1993) toma nota del siguiente párrafo del poeta francés Stéphane Mallarmé Cinceló:
“ las lenguas, imperfectas en su ser varias, falta la suprema: pues pensar es escribir sin accesorios, ni cuchicheo sino tácita la inmortal palabra, la diversidad, sobre la tierra, de los idiomas impide que nadie profiera las palabras que, de otro modo, se hallarían, por una acuñación única, ella misma materialmente la verdad”.
La cita de Mallarmé no sólo ilustra la reflexión Chomskyana sobre el “algo más” del lenguaje transferido a su expresión artística, sino que nos lleva de nuevo a la revisión del concepto cabalístico de una realidad sólo aprehensible a través de su transcripción / representación / traducción. ¿Qué es lo incomunicable en las formas de comunicación? ¿Qué aspecto del lenguaje, fácilmente aprehensible, nos ilustra esas carencias de las que el arte visual se nutre? ¿En que medida la fotografía participa o no de tal aspecto, si existe, teniendo en cuenta su relevante papel en la comunicación y transformación del lenguaje humano de este siglo?
1-Rasgos suprasegmentales. La imagen Noxistente.
Abelardo Morell: A mirror and its shadow
"Las fotografías recalcan la verdad de lo concreto"
(Robert Betchtle, pintor realista)
Nos enfrentamos, pues, al problema siguiente: queremos saber si la relación existente entre palabra y objeto es equiparable a la del mismo objeto y su fotografía, y, de ser así, si lo es también la interrelación de elementos lingüísticos para exponer un tema, con respecto a los elementos fotográficos (sintagmáticos, por así decirlo) de una fotografía del mismo tema.
El devenir del pensamiento humano hasta la actualidad nos muestra que la filosofía halla la palabra intraducible como verdad, o al menos constituye todavía el problema crucial de cualquier teoría del conocimiento.
Sin embargo, existe otro enfoque posible del estudio de la palabra que parte de la premisa de su “cosificación”, esto es: “el verbo como la cosa misma, desnuda y sin remisión” (Benet, V.J.: "Cuestión de lenguas") o, en palabras de Freud “ el verso (...) filosóficamente remunera el defecto de las lenguas, completamente superior”. La poesía.
El mismo Freud expone argumentos científicos en los que la palabra se ve aislada de su componente estructural lingüístico: “ La histeria puede crear una afasia total, motriz y sensitiva, para un idioma determinado, sin atacar en absoluto la facultad de comprender y articular otro distinto”. A este respecto, señala Benet, cita Brener el caso de Anna O., paciente de accesos histéricos en los que Freud había observado dicha afasia. En ciertos momentos críticos, la paciente, ignorándolo, hablaba inglés, según Brener (y con terminología extraída de Jackobson) por un trastorno de la continuidad.
El hecho de que una lengua se pueda constituir en el orden de una universalidad (que se corresponde, con un determinado “weltanschauung”) situaría a la lengua materna de un individuo en una categoría de tipo envolvente, encerrando en sí misma la condición previa, como dice Benet, del equívoco, del fallo.
A este respecto nos dice Lacan:
“ no hay lengua existente para la que se plantee la cuestión de su insuficiencia para cubrir el campo del significado, siendo además un efecto de su existencia de lengua que responda a todas las necesidades”.
La afirmación de Lacan implica la definición de la existencia frente a la noxistencia, es decir, aquello que no es lengua, o, mejor diría yo, aquello que no es considerable como lengua en base a su ininteligibilidad, ya que Lacan se remite al eterno concepto de aquello que no es lengua identificado en el “bar-bar” emitido por el bárbaro.
Sin embargo ¿qué ocurre aquí, precisamente, en los fenómenos fronterizos entre lengua y lenguaje? Cuando escuchamos un discurso en un idioma que desconocemos no podemos asegurar que se trate siquiera de un idioma que no podemos entender, pues podría tratarse de una sucesión de sonidos sin sentido, sin embargo, con cierto esfuerzo podemos apreciar la diferencia entre ambos fenómenos. Somos capaces de reconocer la repetición de sonidos y su ubicación temporal y rítmica, intuir verbos o sustantivos, y apreciar el tono del mensaje.
-Lenguaje y mímesis. Noxistencia lingüística. Concepto de Idiolecto
Los que hayan tenido la suerte de asistir a una actuación de Fátima Miranda habrán podido comprobar, en forma destilada, la capacidad expresiva de los rasgos tradicionalmente llamados suprasegmentales sosteniendo un segmento arbitrario.
Fátima Miranda, a través de su peculiar investigación vocal, nos introduce en la melodía del discurso de la clásica “Maruja” identificándonos con sus emociones y, casi casi, opiniones (no explícitas, pero sí expresas). Del mismo modo, la intérprete consigue mantener nuestra atención en la discusión que mantienen un padre y una hija japoneses que, en realidad, no dicen una palabra, del mismo modo que intentaríamos saber qué ocurre en una película japonesa sin subtítulos (de hecho, Miranda juega con un fenómeno cotidiano: la pérdida de carga comunicacional de un mensaje dota a la dimensión expresiva del discurso de la acentuación de sus propios significantes). Bajo mi punto de vista, los llamados rasgos suprasegmentales del lenguaje podrían ser considerados como algo mucho menos ajeno al segmento lingüístico. Éste es concebido como la abstracción de una serie de sonidos articulados preñados de un significado que la entonación, por ejemplo, modificaría.
Tal vez una cierta profundización en el estudio de la comunicación animal, particularmente la de otros primates no humanos, nos harían concebir los rasgos 'suprasegmentales' como todo lo contrario, como la forma básica de ese segmento especificado y modelado por especializaciones fonéticas y estructuras mentales.
En muchas ocasiones decimos de los animales con los que más empatizamos que sólo les falta hablar, porque a menudo el tono de su voz se expresa aunque no articule algo humanamente concreto. En Fátima Miranda y su particular experimentación encontramos falsos segmentos de sonidos estructurados, pero la materia que sostiene dicho segmento es tonal, tímbrica, rítmica.
La lengua, como vemos, es lenguaje, pero ¿(no) todo el lenguaje es lengua?. Sabemos que los rasgos suprasegmentales, especialmente el acento y el tono, se ajustan de forma distinta en los distintos esquemas estructurales de cada lengua, de cada idioma, pero creo que es innegable que también deciden la disposición estructural de dichos elementos.
Cualquier televidente gallego es consciente de la artificialidad tonal del doblaje de telefilmes de TVG. La línea tonal ascendente seguida de una brusca caída, característica de las formas interrogativas de la lengua gallega, es sustituída por una estructura tonal procedente de un estándard que ni siquiera procede del castellano, sino de un, por así decirlo, convenio de entonación desarrollado por los dobladores (en gran parte catalanoparlantes), convenio que, de forma tácita, pero efectiva, es fruto de una evolución tonal del habla televisiva de los informativos desarrollada en otras lenguas, y de sus demás formas de origen dramático. La cuestión suscitada es la siguiente: ¿es representativo de un objeto el tono con que se pronuncia su sustantivo? ¿Es válido establecer correspondencias entre los tonos auditivos y los visuales en las distintas formas de representación, incluído el lenguaje “propiamente dicho”? ¿Qué sistema constituyen estas correspondencias?
En el campo de lo visual (interrelacionado, entiéndase, con todos los campos sensitivos del hombre) la mancha o punto de perspectiva se ofrecen como objeto escópico; en el campo de la voz, es la diversidad de lenguas lo que se constituye como objeto invocante (Benet: íbidem).
Es éste, de hecho, el punto de partida de los estudios lingüísticos de Saussure al buscar en Lituania los orígenes del Indoeuropeo como germen de la diversidad actual de lenguas.
En su análisis hay un concepto, no acuñado por sus alumnos, que deberíamos tener en cuenta al respecto de nuestro comentario y es el concepto de MATEMA del lenguaje, construído tomando como problema inicial la diversidad lingüística.
Saussure traslada la diferencia real de las lenguas a la diferencia científica del significante. Dicho de otro modo: Una vez propuesto el uso de los cuantificadores ¿qué significado podemos dar a la función?
Únicamente, como señala Benet, la lengua materna pura: el IDIOLECTO. Una lengua pura en su función de contacto, o fática. La lengua noxistente.
Más allá de las teorías de Jackobson o Malinowsky, la noxistencia de la lengua es patente en Joyce, cuyo inglés sólo existe (ya) en su obra. Joyce habita las lenguas en el NOTODO.
François Regnault señala el siguiente ejemplo en la elección de la disposición sintagmática de los elementos nominales : “ decimos:
mi de Israel
Dios
vuestro de Dioses
Señor
el de los señores”
pero no mi / nuestro Eterno, el Eterno de Israel, el Eterno de los Dioses”. Es significativa la coincidencia en este punto de la doctrina sobre Dios con el problema de las lenguas diversas.
No quiero entrar en el (psico) análisis lacaniano de Benet, pues sólo me sirve como punto de partida, y correría el riesgo de caer en el cajón de sastre de la semiótica, a caballo entre consideraciones perceptivas, psicológicas y lingüísticas. Sin embargo me gustaría destacar un párrafo de Benet harto significativo para mi explicación:
“ Por la vía de la homofonía el objeto voz era reintroducido en la escritura, que así adquiría un valor semejante al que el síntoma tiene para el neurótico: el de acoger en el significante lo real del goce. Con su transitar entre las lenguas la voz, las voces morían a una existencia humana”.
La 'textura' del sonido, como la óptica y la táctil, es de difícil traducción, pero en todos los casos da lugar a convenciones por todos comprendidas, como ocurre al interpretar las pupilas huecas de las estatuas, los platillos sinfónicos que quieren sonar a mar, o los ritmos sonoros que reproducen los andares del caballo. Gombrich o Umberto Eco analizan los recursos de Durero para connotar dureza a la piel de su famoso rinoceronte. La semiótica nos remite a cuestiones culturales, antropológicas, biológicas.
Creo que si hay algún punto de intersección metodológicamente puntuable entre las formas de comunicación de toda índole, y de forma especial entre el lenguaje oral y las formas de representación visual, tendremos que hallarlo, o intuirlo, en, valga la expresión, “matemas idiolécticos”, esto es: señales suprasegmentales que condicionan la estructura de un sintagma. No es descabellado profundizar en estos aspectos a propósito de la capacidad de representación de sintagmas y formas oracionales en la pintura, la literatura, la escultura y la fotografía.
Rondamos la vieja cuestión acerca de qué es el arte, pregunta con ciertos tintes hamletianos, que encierra una cierta noción de elevación o sublimación de la actividad artesanal o industrial, la 'canonización' de una actividad u oficio representacional.
Como no quiero entrar en la polémica de si determinadas manifestaciones de esta índole son o no artísticas (polémica que todavía es vigente acerca de la fotografía) las trataré sólo como formas de representación de la realidad (con respecto al concepto de realismo), puesto que una de las principales críticas (en tanto que fenómeno comunicacional) a la fotografía es lo que Roger Scruton denomina incapacidad representacional de la fotografía.
Las formas de representación visual han sido revisadas en su dimensión lingüística, especialmente en el siglo XX, en el que el arte toma conciencia de sus dotes dialécticas por influencia de las teorías estructuralistas y, más recientemente, de la gramática generativa. Es particularmente significativo que el principal catalizador de este proceso intelectual en las formas de representación visual, artísticas o no, haya sido la fotografía, que al introducir una estética de realidad fragmentada (o, lo que es lo mismo, una estética de la desaparición -ver V. Adorno: "Estética de la desaparición"-) libera los preceptos de las vanguardias artísticas a través de dos vías principales: por un lado el abandono de lo figurativo y por otro la revisión dialéctica de lo figurativo (la figuración de la figuración).
2-Un poco de Historia
“..... todo acontecimiento significante es sustituto (del significado tanto como de la forma ideal del significante). Al ser esta estructura representativa la significación misma, yo no puede emprender un discurso “efectivo” sin estar originariamente comprometido en una representatividad indefinida”.
Jaques Derrida: “ La voz y el fenómeno"
Antes de profundizar en la dimensión lingüística del fenómeno fotográfico es necesario reflexionar un poco sobre la historia de la fotografía y su evolución sémica.
En este sentido creo conveniente adoptar un punto de vista ya orientado por otros en los cursos de doctorado de la Facultad de Bellas Artes de Barcelona, es decir: más que dibujar una historia de la fotografía, analizar el devenir de la fotografía a lo largo de la historia que la ha visto nacer.
Para ello, y ya que quisiera acercarme a su dimensión lingüística, utilizaré como pauta los renglones de la historia de la ciencia del lenguaje, desde Aristarco hasta Chomsky, interrelacionándolos, en la medida de lo posible, con el desarrollo de las otras artes y ciencias, porque creo imprescindible considerar los fenómenos sociales y culturales que condicionan la aparición de la fotografía en la vida del hombre.
a)El problemático asunto del origen de la fotografía.
Teóricos como Peter Galassi contemplan un problema historiográfico con respecto a la fotografía, en el momento en que se pretende buscar un origen o punto de partida que se resume en una abrupta y contundente interrogante: ¿Cuál es el origen histórico de la fotografía?, pregunta que encierra otras tantas, difíciles de ser contestadas con precisión:
1.- ¿Qué es fotografía?
2.- ¿Dónde /Cuándo aparece la fotografía?
3.- ¿Qué papel juega la fotografía en la historia?
a- ¿Qué papel(es) juega en la sociedad?
b- ¿qué relación mantiene con las demás actividades del hombre?
c- ¿Cuántos tipos de fotografía, si los hay, podemos establecer?
El origen histórico “oficial” de la Fotografía se establece convencionalmente en una fracción del tiempo que nos sitúa entre las primeras experiencias con material fotosensible a principios del S.XIX y los definidos progresos de Daguerre y Fox-Talbot hacia la mitad de su tercera década.
La búsqueda de un nuevo enfoque analítico de la historia de la fotografía, ejemplificada en Peter Galassi, se basa en la observación que muestra cómo la fotografía debe sus principios a la conjunción o simultaneidad de una serie de hallazgos técnicos (Talbot, Niepce, Daguerre...). Dichos principios, tanto ópticos como químicos, en que se basa la fotografía fueron combinados en un momento en que hacía ya mucho tiempo que ambos principios eran conocidos. ¿Cuál es la razón, por tanto, de que se produzca su aparición en tal momento y no otro? ¿O habría, tal vez, que ampliar el concepto de la fotografía para extender a su vez su presencia histórica?. Si ahondásemos, de hecho, en las diferencias entre los procedimientos de todos los inventores coetáneos, la observación nos señalaría, en base a sus objetivos, una diferenciación básicamente lingüística.
b)La ciencia al servicio del arte y viceversa. La imagen y el ser.
Galassi, coincidiendo con Schwartz, cita a Gernsheim a este respecto y nos reitera que el conocimiento de estos principios estaba descubierto y anotado (documentado) científica y popularmente.
El porqué la fotografía no se inventó antes es el mayor misterio de su historia, desde que nos vemos obligados a admitir que su historicidad precisa sería, en realidad, extemporánea.
Por quienes, como Galassi, han apuntado tal idea, el problema estriba en basar tal principio en un precepto científico, que en realidad puede ser ampliado y que se contagia en otros historiadores del arte cuyas referencias son eminentemente técnicas (a una cierta "ingenuidad" de Schwartz o Galassi, podríamos enfrentar el planteamiento de Lanyon en "Vanishing Cabinet").
Contestan, por tanto, sólo a una parte de las cuestión. Y no debemos olvidar que ya Gideon proclama que el trabajo del historiador no parte de los hechos del pasado sino de un compromiso con el presente.
Ahora bien: si consideramos la “Crítica del Juicio” de Kant como el primer enfoque filosófico del arte, podemos atisbar en sus recientes revisiones desde el campo de la semiótica que la apreciación de la diferenciación entre los seres vivos implica cuestiones fundamentales que atañen a la definición de 'ser', problema sin resolver que precisa de un enfoque que pasa necesariamente por el lenguaje como causa y efecto simultáneo de la elaboración de ideas, por lo que la representación de las cosas, a través de imágenes, pasa por estructuras mentales íntimamente relacionadas con aquellas que constituyen el espacio psíquico del lenguaje humano.
Mientras doy las últimas revisiones a "El animal invisible", compruebo que la asimilación de la imagen de los animales por nuestra cultura, a través de criterios científicos y descripciones gráficas de fracciones anatómicas con significados precisos, es el campo que sirve a Umberto Eco ("Kant y el ornitorrinco", Lumen, Barcelona 1999) para revisar cuestiones pendientes en su "Tratado de semiótica general".
El punto de partida de Eco nos recuerda la necesidad de una revisión de la crítica Kantiana, que un tanto inconscientemente ya había orientado mi particular orientación repasando a Foucault ("Las palabras y las cosas") o las pinceladas del propio Eco en su novela "La isla del día de antes", y, en general, de las lecturas que me han llevado a redactar el presente escrito.
Sea como fuere, la teoría del significado y el pragmaticismo de Peirce están detrás del problema de la creencia en lo que las distintas formas de representación del mundo, incluído el discurso del método científico, nos dan de los objetos de la realidad a través de signos más o menos ajustados a una verdad "in fieri", en el sentido de que considera verdaderas aquellas ideas cuyos efectos concebibles resultan fortalecidos por un éxito en la práctica, éxito que jamás es definitivo y absoluto.
En el terreno de la semiótica, Peirce elaboró una teoría de los signos que reformula la teoría estoica del significado, en la que todo el pensamiento es un signo y participa esencialmente de la naturaleza propia del lenguaje, por lo que no es posible pensar sin signos. En relación con el propio objeto, Peirce establece la siguiente categorización de signos:
1-'icono'- (ej.: una imagen especular, un dibujo o un diagrama) Signos cuyo carácter los haría significantes aún cuandosu objeto no tuviese existencia.
2-'índice'- (ej.: una señal, un gemido, un escala graduada...) Signos que perderían su carácter como tales signos si se suprime su objeto, pero que lo mantienen mientras exista un interpretador.
3-'símbolo'- (dimensión sígnica de un relato, un libro, un sustantivo...) Signos cuyo carácter depende de la existencia de un interpretador.
¿En qué categoría podemos incluir las fotografías de animales? Son iconos, pero precisan de la existencia de su objeto, a diferencia de los dibujos y pinturas; reclaman un referente real, pero participan de la voluntad del interpretador, que puede ser manipulada por el contexto de la imagen y convertirla en signo del animal que reza el pie de foto, por ejemplo. La descripción o representación de cualquier objeto (de forma especialmente significativa si el objeto es un animal) implica un proceso mental que pasa por las estructuras lingüísticas, clasificatorias, taxonomizadoras del mundo que nos rodea.
c)La imagen zoológica y la fotografía. Problemas de interpretación. Fricciones entre conocimiento científico y experiencia estética. Sobre la dimensión artística de la fotografía.
La llegada de la fotografía a la ilustración de la literatura zoológica creo que refleja muy bien el hecho de que las imágenes se ajustan a ideas previas, a imágenes mentales y contenidos semánticos anteriores a la visualización de la imagen concreta.
La fotografía sustituye al dibujo y al grabado en la tarea de divulgar el aspecto físico de los animales, con el don de la credibilidad que le otorga su carácter de impronta directa de la luz reflejada por el objeto real, sin mediación de los prejuicios o errores de apreciación del artista, pero la fotografía también buscará atisbos quiméricos en muchas imágenes zoológicas, con lo que su carácter en cierto modo accidental se doblega a los imperativos de su propio código de identificación y calificación de formas, lo cual nos vuelve a remitir al lenguaje y sus estructuras mentales, clasificatorias de objetos y fenómenos del mundo natural.
Los primeros fotógrafos, ¿eran creadores de una nueva forma de representación visual, de un nuevo arte, o sencillamente eran ejecutores de una nueva posibilidad científica, tecnológica?. La discusión alrededor de la dimensión artística de la fotografía todavía es vigente y resulta significativo saber que aquellos pioneros nacieron a la sombra de la pintura (o tal vez a la luz) o, por decirlo de otro modo, se crearon a sí mismos a imagen y semejanza de los dioses de la pintura, razón decisiva para que sus acólitos los expulsasen del paraíso del arte.
Este fenómeno, compartido por otras formas de expresión visual y escrita, es actual y vigente. Podríamos citar ejemplos periféricos como un posible análisis de la dimensión literaria, y por tanto artística, del suceso periodístico. El suceso narra acontecimientos acontecidos a personas anónimas, o cuyos nombres no aportan mayor información. Son hechos cuya trascendencia dista de entrar en el terreno de la información estrictamente periodística, basada en hechos que afectan a la comunidad. Los acontecimietos descritos en el suceso periodístico sólo afectan a sus protagonistas, pero encierran problemáticas universales, como la literatura o el teatro. La estructura del escrito se ajusta a los cánones periodísticos más clásicos, pero su lectura sólo remite a lo legendario, no lo informativo. Se trata de la constatación de los posibles requiebros de la existencia humana en la que entran en juego valores universales, expresados a través de lo particular, despojado del posible alejamiento de la realidad propio de la ficción, ya que forzosamente se trata de acontecimientos reales de los que se resaltan aspectos particularmente llamativos.
La fotografía no hace sino remarcar el carácter documental de la imagen, frente a la pintura o el dibujo, análogamente a cómo el suceso periodístico se desmarca de la literatura de ficción: sirviéndose de los mismos recursos pero con el poder que le otorga su carácter de impronta del mundo real. Esta condición de reflejo automático motiva la crítica a la fotografía como forma de arte si consideramos éste como representación del mundo, no simple reproducción especular, tal y como lo expone, por ejemplo, Roger Scruton ("La experiencia estética", Breviarios, Fondo de Cultura Económica, 2a ed., México 1987).
Antoine Birts, en “El daguerrotipo”, establece una correspondencia entre los términos que designan a pintores y fotógrafos con los sustantivos de albañiles y arquitectos, respectivamente, planteamiento reversible a ojos de otros críticos. Sea como fuere (cito a P. Galassi): “La fotografía no es un bastardo dejado por la ciencia en el umbral del Arte sino un hijo legítimo de la tradición artística occidental”.
2.1-El idiolecto fotográfico
a)El lenguaje como soporte del pensamiento icónico. Relaciones posibles entre las teorías del lenguaje y los estilos artísticos. El arte griego y su imagen del hombre en relación a las nociones analogistas o anomalistas del lenguaje.
Las formas gráficas producidas por la acción de la luz se denominan bajo el término “fotografía”. El dibujo de la luz, uno de tantos sintagmas traducibles de la asociación etimológica griega, lleva implícitos tanto la acción como el objeto resultante de la acción. Si un griego de la época clásica pudiese abstraer tal asociación de ideas sólo podría concebir el efecto de dibujo por claroscuro que aprehendemos de las sombras propias o arrojadas, o, lo que es lo mismo, del espacio que la luz pinta o dibuja alrededor de los objetos.
La sombra proyectada de un objeto no sólo es signo de la presencia de dicho objeto en la trayectoria de la luz, sino de su forma; sin embargo, no sería posible establecer una correspondencia entre las formas de los objetos y sus proyecciones reconocibles si no es a través de un proceso lingüístico, ya que el propio objeto registrado en nuestro conocimiento recibe de algún modo una representación lingüística o nominal.
Sólo a través de criterios de semejanza pueden establecerse las diferencias que originan la definición de las cosas. No es casual que, en los orígenes de la cultura occidental, las reflexiones más primitivas sobre el lenguaje se basen en criterios de semejanza tanto a nivel lingüístico como a nivel gnoseológico.
En los tiempos en que la cultura tenía sus sedes principales en Pérgamo (Crisipo, Crates) y en Alejandría (Aristarco) y el germen helenístico de lo que ahora pensamos y hablamos acerca de lo que pensamos y hablamos (Ss I-II a. C) concebía dos posicionamientos con respecto a la construcción del lenguaje humano: por un lado existía un criterio anomalista defendido por los llamados naturalistas con una noción de la realidad circundante caótica, basada en el desorden. (Es aconsejable hojear la breve historia de la lingüística de Jesús Tusón para visualizar un esquema claro e inmediato de lo que pasaremos a comentar. Quiero hacer notar que me refiero a 'construcción' por 'estructura' para evitar ambigüedades relacionadas con la bipolarización entre estructuralismo y formalismo).
Los 'anomalistas' observaban los fenómenos de la naturaleza, asimilando a ellos el lenguaje humano, a través de las diferencias de sus elementos, en contraste con las similitudes, que buscaba la otra tendencia, basada en la regularidad, una tendencia analogista que redundaría en el convencionalismo Aristotélico (vuelvo a remitirme a la obra de Tusón para los habituados a considerar como no convencionalista el pensamiento Aristotélico -ver "Política" I ap 1- 1253 a, de Aristóteles- ya que es netamente convencionalista en cuestiones lingüísticas).
En Pérgamo, Crisipo y Crates fueron las cabezas visibles de anomalistas y estoicos. Los primeros ejercían su investigación en el entorno de los desajustes de un lenguaje ideal perfecto que originan nuestro lenguaje característico, a saber: la sinonimia y la polisemia, algo así como los efectos de reverberación y semejanza múltiple llevados al terreno del pensamiento lingüístico.
El fenómeno de la semejanza, paradójicamente, constituía para Crisipo una señal anómala en base a que la semejanza produce confusión, y la confusión va ligada al desorden en razón consecutiva antes que causal.
Por otra parte, los estoicos analogistas, eludiendo las relaciones entre objetos y sustantivos, iban mas allá y contemplaban el sistema lingüístico como una realidad paralela con sus propias semejanzas, profundizando en los problemas del significado y orientándose hacia una gramática a través de la clasificación de las partes de la oración.
El criterio analogista conlleva un tipo de pensamiento que profundiza en la relación siguiente:
OBSERVACIÓN
NATURALEZA EXPRESIÓN ( LENGUAJE)
COSAS NOMBRES
causas —enunciado de las causas
fenómenos
efectos —enunciado de los efectos
causas
causas del enunciado de efectos
efecto de los enunciados
El pensamiento griego, no lo olvidemos, posee un ideal ya mítico de perfección armónica, y este ideal se transmite a través de las principales formas de representación, y especialmente en la escultura desde poco antes del S.I a.C. La justificación anomalista del arte griego, por así decirlo, vendría dada por una elusión del desorden natural.
El “Kurós” hierático no sólo adolece de un perfeccionamiento técnico precario (su orden anatómico no es natural, si pudiésemos concebir 'natural' como perteneciente a la intersección entre 'naturalismo' y 'realismo') sino que se erige como un resumen de perfección que proviene de la idea del imposible del hombre perfecto (sólo posible como mito o como Dios) y, así, el arte no hace más que reflejar la disputa lingüística de su tiempo sin establecer una respuesta a si el alma, y, por ende el pensamiento y su falcultad lingüística, se ajusta al caos o al orden, aunque asumimos a través de ciertas fuentes que no tiene porqué ser así.
(véase por ejemplo "Arte y experiencia en la Grecia clásica" de J.J. Pollot: " Estas dos fuerzas fundamentales del pensamiento y la expresión griegos -ansiedad provocada por la irracionalidad aparente de la experiencia, y la tendencia a aplacar esta ansiedad mediante el hallazgo de un orden que explicase la experiencia- tuvieron un profundo efecto en el arte griego y constituyen la raíz de sus dos principios estéticos esenciales". Pollot se refiere al análisis de las formas en sus partes componentes y la representación de lo específico a la luz de lo genérico. "Una estatua geométrica de un caballo es un intento de llegar a la 'caballeidad' que se esconde tras cada caballo concreto. Este principio ayuda a explicar por qué la tipología de la arquitectura griega y la gama de temas de la escultura y la pintura griegas son tan deliberadamente limitadas")
Para el anomalista, “Kurós” es un ideal, para el analogista se trata de un fiel reflejo simbólico del sustantivo de un lenguaje visual, entrando en las fronteras del signo.
El Alenjandría, Aristarco, a quien podemos considerar como el primer gran filólogo, se interesa, a través de los textos homéricos, por los fenómenos de regularidad y paradigma dentro del discurso, erigiéndose como el primer gramático normativo.
En el siglo I a. C. Dionisio de Tracia reorganiza estas ideas. En el auténtico origen de la gramática occidental juega un importante papel la definición del alfabeto griego y la distinción de las clases. Es evidente que la cultura griega de estos momentos es bien capaz de reflejar de forma gráfica la interacción de los elementos que componen las cosas porque es asumida su dimensión temática. Asimismo ocurre con el posicionamiento del hombre frente a las cosas, puesto que las cosas que lo rodean y su capacidad de acción sobre ellas le darán una distinta calidad como sujeto (agente o paciente) de dichas acciones, lo cual otorga al sujeto, todavía poco analizado pero ya muy definido, un don de eventualidad; es el catalizador de una acción posible.
Aislar la idea del SUJETO es asimilar la idea de un sujeto potencial (entiéndase un sujeto activo que representa la potencialidad de la acción), ese sujeto, ya reflejado en el arte ático, quinientos años antes, en forma de “Kurós”, ofrece una forma perfecta para la añadidura de esa acción potencial más inmediatizada en la pose, cada vez más definidamente morfológica (por más conscientemente sintáctica) de Apolo, desde “Critios” hasta su revisión en Policleto. El mismo Aristóteles, imbuído de las resultas de la discusión entre naturalistas y convencionalistas, posicionándose desde la regularidad analógica de éstos, considera al arte como una forma de producir aquello que la naturaleza no produce.
Robins hace referencia a la controversia relacionada con la impotencia que el orden y la regularidad proporcional tenía en la lengua griega, y hasta qué punto las irregularidades (“anomalías”) formaban parte de la misma.
Las reflexiones sobre naturaleza o convención crearon, de hecho, corrientes concéntricas, ya desde un punto de vista teórico (sobre Naturaleza y Lenguaje) o desde una tendencia práctica (sobre las lenguas concretas). La primera reflexión verdaderamente importante está estrechamente relacionada con el hecho de que el “Kurós” más reconocible no precisa movimiento y se define en sus propias dimensiones.
En la mentalidad griega, la copia de la realidad es concebida con una composición de elementos todavía no analizados en profundidad, reconocible, no tanto en su semejanza a cualquier joven atleta como a sí mismo. Recuérdese que, pese a nuestra imagen del arte clásico de blanca sobriedad marmórea -que representa o recrea sin limitarse a reproducir- las esculturas griegas eran policromadas, invocando la presencia física de los personajes representados, intentando, en lo posible, imitar todos los rasgos visuales de dicha presencia, color incluído, estando mucho más cercanas a las figuras de cera del s.XIX o a la escultura hiperrealista de nuestros días (por ejemplo, las obras más conocidas de John de Andrea).
Está claro, por lo tanto, que la cultura clásica buscaba de algún modo un ajuste perfecto entre objeto representado y representacón, o, al menos, que pudiesen compartir el mismo sustantivo: eso no es una piedra, es Hermes -salta a la vista-. Subyace la pregunta: ¿engendran las cosas a las palabras o lo hace la comunidad de hablantes a través de un pacto?
La defensa naturalista recurre a los aspectos referentes a la etimología y el simbolismo fonético. Los convencionalistas, en realidad, buscan la naturaleza en su forma lingüística, en la naturaleza del lenguaje, usando como campo de trabajo el lenguaje escrito, en sus diversas manifestaciones. Así, en el libro II de las historias de Herodoto, es observada la diferencia de leyes en Egipto, que, en esta época, aunque asume en escultura el hieratismo nominal de “Kurós” en ciertas representaciones faraónicas, al partir de una herencia escrita pictiográfica goza de una mayor diferenciación de ejecución en base al tema, puesto que el hieratismo desaparece en las figuras policromadas de escribientes, por ejemplo, en las que la obra busca fingir la realidad además de recordarla. Herodoto se expresaba sólo a través de dos sistemas (temáticos) lingüísticos, pero ambos, como sus formas de representación visual correspondientes, eran generados por un desarrollo social y cultural concreto y diferenciado.
Sin embargo, debemos destacar que el interés convencionalista por el discurso escrito está ligado a su reconocimiento como forma elevada de Arte, una forma de dar a la naturaleza, a su imagen y semejanza, aquello que no tiene pero que es posible construir con palabras.
Es lamentable no disponer de documentación musical de la cultura helenística, puesto que la música griega lo regía todo. En la música y en las matemáticas, cara interna del espejo de la realidad, toda forma de expresión es , a su vez, reflejada. Al menos, cabría puntualizar, nos parece escasa la documentación musical de una cultura de semejante trascendencia para la nuestra (podríamos mencionar textos de Nietzsche sobre música arcaica griega, a propósito del ritmo, o las primeras publicaciones de textos musicales por Vincencio Galilei -padre de Galileo- en Florencia en 1581, concretamente un himno al sol, cuyo manuscrito data del s.II, pero que evidentemente podría ser muy anterior -para los curiosos, existe una edición de dicha obra en una grabación de Cristodoulos Adalaris editada por ORATA LTD/ORANGUM 2013, y el texto de Nietzsche lo hallarán en "La cultura de los griegos" -Obras completas, v.5,Aguilar,Buenos Aires 1967 6º ed.-).
En el "Cratilo", Platón, aunque sitúa a Sócrates como moderador de Hermógenes (convencionalista) y Cratilo (naturalista), se manifiesta pro naturalista llevando ambas posturas a la irreductibilidad.
Sin embargo, en el mismo diálogo mencionado, Platón no elude el establecimiento de la distinción nombre/verbo como elementos básicos. Es curioso observar cómo las características potenciales de acción (eminentemente nominales) se adecúan más a las formas escultóricas que a la pictóricas (ornamentales) cuyo recurso lineal, fácilmente adecuable al movimiento es eminentemente verbal o de acción cinética, efectiva.
El arte griego sería, por así decirlo, un arte nominal. La arquitectura y la escultura buscan la definición de lo que el hombre es o aspira a ser. La perfección buscada no es otra cosa que un resumen de una serie de cualidades imprescindibles para ser un hombre digno de ser admirado. Esta admiración, depositada en los dioses, origina el sustantivo del hombre perfecto (Apolo) y de la mujer perfecta (Venus) en sus múltiples formas escultóricas y no es casual que sólo cuando el pensamiento griego logra discernir las partes nominales de las verbales consigan los artistas dotar de un carácter activo demostrado en una acción pasada que genera una actitud presente.
El “Kurós” que evoluciona hacia los hombres apolíneos, cuatrocientos años antes de Cristo, pasa de estructura sintagmática nominal (“Kurós” —— hombre) a la estructura verbal más irreductible (Apolo —— Doríforo, Diadumeno, Discóforo, Idolino...—— El hombre es) -evidentemente, aunque el significado exacto de "Kurós" es 'atleta', lo empleo como sinónimo lógico de hombre, dentro de su campo semántico-.
Esto supone la maduración intelectual de que la obra de arte, si quiere ser signo de un refente real, también ha de serlo de su presente referencial. El problema de la pose consiste en encontrar la belleza del cuerpo y del alma por medio de su detención en el tiempo, generando un presente absoluto para una tercera persona absoluta.
El Doríforo de Policleto no es “leído” como “ hombre” (o cualquiera de sus sinónimos) ya que su asimetría móvil, su equilibrio de proporciones desplazadas, va más allá de la definición del alma, sino de su existencia en el espacio y en el tiempo presente.
Recordemos a Husserl, para quien la tercera “persona” de presente de indicativo del verbo “ser” es el núcleo irreductible y puro de la expresión (ver Jaques Derrida: "La voz y el fenómeno"). El sentido del verbo “ser” mantiene con la palabra (unidad de la phoné y el sentido) una relación completamente singular. No es una “simple palabra”, porque se puede traducir en diferentes lenguas. No es una generalidad conceptual. “Ser” es la primera o la última palabra en resistir a la desconstrucción de un lenguaje de palabras. Inquiere Jaques Derrida al respecto:
”¿porqué la verbalidad se confunde con la determinación del ser en general como presencia? Y, ¿porqué el privilegio del presente de indicativo? ¿ Porqué la época de la “phoné” es la época del ser en forma de la presencia, es decir, de la idealidad?.”
La presencia del desnudo griego se traduce en su continua vigencia como fuente de expresión, pero su auténtica innovación consiste en la detención del tiempo en un movimiento anatómico que nos explica, como un resumen, la secuencia de movimientos que lo preceden y lo siguen, y es ese momento lo que el escultor quiere atrapar y nombrar.
Sin embargo, la apariencia de realidad que dicho tratamiento escultórico exige, lleva al artista a una observación anatómica y funcional mucho más minuciosa, del mismo modo que los pensadores indagan en las partes móviles del lenguaje, esto es: su aspecto articulado.
Aunque ya Aristóteles había añadido a los elementos básicos nombre/verbo la clase general “conjunción”, no obedecía sin embargo a criterios propiamente gramaticales. Los Estoicos definirán seis partes en la oración: nombre común, nombre propio, verbo, preposición (conjunción), pronombre (artículo) y adverbio.
Dicha clasificación se debe a criterios semánticos. Zenón de Citio, Crisipo, Diógenes de Babilonia son, al fin y al cabo, herederos de Platón y Aristóteles, pero profundizan al establecer el triángulo semántico palabra-significado-cosa.
En la representación visual la obra de arte aspira a ser un resumen del triángulo semántico dotado de ambigüedad, puesto que su significado se corresponde con la palabra y la cosa propia. Por eso la primera gramática propiamente dicha, el “Techné grammatike” de Dionisio de Tracia, se basa en un conocimiento práctico de las manifestaciones artísticas del lenguaje en la obra de poetas y prosistas, lo que supone un estudio general de la literatura (y por tanto del arte).
Vemos, por tanto, cómo las artes son, incluso en los orígenes de nuestra cultura, formas de expresión a la vez que medios de investigación del lenguaje idioléctico.
b) Del idiolecto icónico al idiolecto fotográfico.
Habría que desarrollar en profundidad un estudio comparativo de la evolución de los estudios lingüísticos y los avances de los estilos artísticos, para esclarecer esa búsqueda de las formas artísticas que parece desembocar en la práctica de la fotografía, cuya aparición histórica se debe a una necesidad social. O lo que es lo mismo: la búsqueda de los antecedentes históricos de la representación fotográfica. El hecho de buscar una prehistoria de la fotografía supone:
1.- La fotografía es una forma de (re)presentación (¿o reproducción?) visual a la que el hombre ha accedido a través de otros medios plásticos; o, dicho de otro modo, la fotografía en su acepción más común es aquella imagen que se realiza por medio de una cámara fotográfica.
2.- La fotografía aparece donde y cuando, por primera vez, un hombre quiere reproducir cualquier fracción de la realidad tal y como la luz se la presenta, o, lo que es casi lo mismo, reproducir la luz tal y como las cosas se la presentan.
3.- El papel histórico de la fotografía (refiriéndonos exclusivamente al hecho consumado de la fotografía como utilización gráfica de materiales fotosensibles), aunque habría que estudiarlo desde distintas vertientes (social, artística, antropológico) se nos presenta principalmente como catalizador de una revolución en la comunicación social y en las formas artísticas propuestas por la vanguardia.
Estos planteamientos no llevarían a aceptar que el arte anterior a la aparición “oficial” de la fotografía ya tendía a la actividad propia de la fotografía: la observación de la realidad a través de la acotación del espacio y del tiempo.
Leornardo, Caravaggio o Velázquez, eran fotógrafos sin cámara. Si la hubiesen tenido, la habrían utilizado, pero sus respectivos momentos históricos, además de no permitírselo científicamente, sencillamente no se lo exigían.
La aparición de la fotografía altera las pretensiones de las artes plásticas como reacción irreflexiva a la paradoja que plantea como forma de representación y como arte figurativo.
La invención de la fotografía plantea de forma brutal el problema de la hegemonía de la palabra como forma de expresión y comunicación.
Podríamos encontrar, incluso, cierta similitud con la aparición, en la sociedad occidental, de la Imprenta.
Si bien es cierto que Güttenberg aporta el revolucionario sistema de tipos móviles, no es menos cierto que en China la imprenta era algo muy antiguo que, sin embargo, por razones socioculturales no dio el paso que faltaba para acelerar el proceso de comunicación cultural.
El pensamiento occidental puede verse el ombligo con una inmediatez inimaginable en tiempos de los libros manuscritos. El tesoro cultural extiende sus dominios y se hace más asequible. Las palabras llegan más lejos y a más sitios en menos tiempo y las réplicas se aceleran.
La importancia del medio de comunicación de masas que posee la imprenta cobrará su mayor significación histórica en la Revolución Francesa como vehículo del cambio social.
La Fotografía, por su parte, ilustra el cambio económico y social que conlleva la Revolución Industrial.
Los elementos que constituyen la imprenta ya existían, pero su concurrencia sólo podía darse en un entorno social que lo solicitaba, y éste no estaba en China.
Algo semejante podríamos decir de la fotografía, y muy especialmente en relación a las diferentes formas de representación.
3-Fotografía y representación
Quiero abordar en este apartado los aspectos “fotográficos” de las formas de representación y reproducción a lo largo de la historia, así como la dimensión representacional de la fotografía.
Para ello me he permitido hacer una recensión de un texto crítico que cuestiona severamente la capacidad de representación de la fotografía. Me refiero, en “La experiencia estética, Ensayos sobre la filosofía del arte y la cultura”, a "El ojo de la cámara” de Roger Scruton (ver bibliografía), para quien toda forma de arte ha de representar la realidad, cometido que considera imposible para la fotografía, fiel impronta de lo que el objetivo ha captado.
Scruton utiliza su argumento para negar la capacidad representacional del cine, constituido por un soporte fotográfico que no representa nada, sino que refleja, esto es: presenta, una representación dramática previa a la acción de fotografiar dicha representación. Para Scruton es imposible hacer Arte a través del medio fotográfico, que todo lo más es un vehículo de reproducción.
El símil que emplea es el de un espejo que siempre refleja lo mismo, y, aunque no comparto la tesis expuesta, esta definición me parece, además de hermosa, harto significativa.
El problema, para Scruton, es que la fotografía carece de un código que se corresponda con la realidad para que ésta sea recompuesta en el soporte fotosensible (ya que éste se limita a captar las señales de un código) y por tanto supone un acto estrictamente mecánico que convierte su producto en algo meramente accidental.
En el capítulo IX del citado libro (Fotografía y Representación) alude Scruton al tema de la polidisciplinaridad del arte y la creación visual, a través de la revisión de las críticas acerca de la independencia del cine como forma de arte. Sin embargo, al igual que los críticos a los que alude, se limita a establecer las posibles conexiones con su inmediato antecedente en el aspecto exclusivamente dramático: el teatro. Creo que aunque la dimensión dramática del cine no debe confundirse con su innegable aportación teatral, del mismo modo ambos participan de las técnicas literarias sin ser literatura.
En el caso del cine, además, y sobre todo en las últimas décadas, tendríamos que citar la importante interacción de medios como el teatro, la música, la fotografía, la pintura, el cómic, la literatura y lo que llamaré “las otras formas de realismo” sobre las que me explicaré y haré especial hincapié más adelante.
En cuanto a la interacción de las artes citadas, baste reflexionar sobre la indagación y renovación musical de maestros que han consagrado buena parte de su obra a la gran pantalla, la música por y para el cine, perfectamente aislable tanto como recurso cinematográfico cuanto que fenómeno musical aislado. Estamos hablando de talentos como Leonard Bernstein, Elmer Bernstein, Jerry Goldsmith, John Williams, Ennio Morricone, Lalo Schiffrin, Nino Rota y un larguísimo etcétera que yo resumiría en Bernard Herrman.
Los estilos pictóricos interrelacionados con característicos planteamientos fotográficos han repercutido considerablemente en aspectos plásticos exigidos por las intenciones dramáticas ergo estéticas de la obra, o no se podría concebir negarle un estilo cinematográfico propio a Vincente Minelli (¿Qué decir de la interacción entre las "audiovisiones de Tim Burton y la música de Danny Elffman en "Pee-Wee´s big adventure, donde la partitura llega a mezclar la herencia de Bernard Hermann y la de Nino Rota? -concretamente "La strada" y "Psycho"-).
El planteamiento de Scruton es intencionadamente abrupto:
“Una película es una fotografía de una representación dramática. Se sigue que si hay algo que pueda llamarse obra maestra cinematográfica ello se debe -como en el caso de 'Fresas silvestres' y 'La règle du jeu'- ante todo, a que se trata de una obra maestra dramática”.
No puedo compartir semejante criterio por dos razones primordiales:
1.- Toda forma de manifestación artística posee, sea de forma potencial o efectiva, una irreductible dimensión dramática, provenga o no de las convenciones propias del lenguaje teatral (la dimensión dramática de Rubens, o de Caravaggio, es difícil de poner en duda, y la plástica a la que recurren como recurso dramático innumerables producciones teatrales puede tener inspiración teatral, pictórica o a saber - literaria, musical,coreográfica...).
2.- La dimensión dramática de una obra de arte no tiene como fin ni como rasgo característico justificar, ni mucho menos calificar o cuantificar, la calidad de aquella.
El problema crítico que plantea la fotografía nace de su enfrentamiento con la forma de reprodución (evitaré el término 'representación mientras lo considere justificable por la duda planteada por Scruton) que la precede: la pintura.
Es evidente que si admitimos, como hemos apuntado en páginas anteriores, que la fotografía no es sino el medio (o forma de expresión) perseguido por la pintura a lo largo de su historia, una tesis como la de Roger Scruton negaría incluso la dimensión representacional de la pintura.
Sin embargo, Scruton atribuye a pintura y fotografía la única propiedad “mediante la cual la pintura representa el mundo, la propiedad de compartir en cierto sentido, la apariencia de su objeto [....], se ha pensado [...] que debido a que la fotografía comparte más efectivamente la apariencia de su objeto que la pintura, constituye un mejor modo de representación".
Incluso podría pensarse que la fotografía ha reemplazado a la pintura como medio de representación visual. Lo que el autor menciona en estas líneas es la terrible polémica que la aparición de la fotografía supuso acerca de la función socio-cultural de la pintura y su propio objetivo: captar la experiencia de las cosas y observarlas. La irrupción histórica de la invención efectiva de la fotografía desencadena una serie de reacciones que, a lomos de las vanguardias artísticas, ponían en tela de jucio la pureza de la pintura cuyo propósito fuera copiar las apariencias.
La difícilmente superada marca alcanzada pro el medio fotográfico provoca una búsqueda de la pintura “pura” en aquella más cercana en su esencia en cuanto arte: la pintura abstracta. Este repentino complejo histórico que sufre la pintura todavía hoy no ha sido superado y es el principal factor que excomulga a los fotógrafos de la comunidad de culto al mundo simbólico del arte al que siempre perteneció la pintura.
Llegados a este punto, debemos aclarar que el mismo Scruton elude la palabra “representacion” (paradoja metodológica, por otra parte) para referirse más concretamente a la búsqueda de un rasgo común a pintura y fotografía.
El empeño, pese a todo, en utilizar el término, convierte la redacción de Scruton en un discurso confuso que llega a extremos que, tras agotar la capacidad discursiva del traductor, tambalea la nuestra propia:
“Para entender lo que quiero decir al afirmar que la fotografía no es un arte representativo, es importante separar tanto como sea posible a la pintura de la fotografía, no constituye uno al que la fotografía pintura y fotografía reales, sino a éstas en su forma ideal, ideal que representa las diferencias esenciales entre ellas. La fotografía real es el resultado del intento de los fotógrafos por contaminar el ideal de su arte con los propósitos y métodos de la pintura”.
Tendríamos que cuestionarle a Roger Scruton, en primer lugar, su negativa a un objetivo común de las artes o, lo que en realidad es similar, a una multiplicidad de objetivos de cada una de las formas artísticas posibles. En segundo lugar habría que aclarar una pequeña confusión, yo creo, entre método y técnica.
Es cierto que es característica una tendencia pictioralista dentro de la fotografía de principios de siglo que nos mostraba paisajes, desnudos y otras escenas que se ajustaban a la estética pictórica precedente, contando con la ventaja del dominio de la luz de una forma inmediata, siempre y cuando tal circunstancia fuese aceptada como una ventaja.
Lo que es evidente es que este dominio de la luz y del detalle era un objetivo del arte pictórico patente en los prerrafaelitas que dotaban a sus afectadas composiciones de un verismo efectista que en muchos casos, harían parecer a muchas fotografías una visión impresionista de la escena.
Sin embargo, la preocupación por tanscribir a las dos dimensiones el efecto tridimensional de la luz y la sombra es muy antiguo y constituye un cúmulo de intentos (a menudo exitosos) de grafiar o dibujar la luz, es decir: de fotografiar. Si añadimos la preocupación por los fenómenos ópticos que transmiten la sensación de profundidad espacial, nos encontramos también ante el componente óptico de la fotografía.
Cuando Caravaggio pinta “La conversión de San Pablo” o “Los Peregrinos de Emaús” es evidente su preocupación por presentar una representación de ambas escenas resumiéndolas en ambos casos a un momento significativo (y no hay otra intención en cualquier bodegón de Zurbarán). Para Scruton, un fotógrafo no representa a través de la fotografía en sí, sino a través de la representación que fotografía, cuyos detalles aparecen irremisiblemente en el soporte fotosensible, sin que pueda omitir ni añadir nada (si desechamos el trabajo fotográfico en el cuarto oscuro), pero la identificación de lo representado con su representación no sólo depende de los códigos visuales asimilados por el espectador, sino del código universal de nuestra representación óptica de la luz. Caravaggio acentúa la sensación de realidad con la ubicación de ciertos objetos cuya única función es ésa a través de un único vehículo: la luz del momento.
La luz permanente, y artificial, de los candelabros traducida tal y como se ve. Así, un frutero parece caerse de la mesa al estar sobresaliendo de su borde, en la escena de Emaús. Caravaggio ¿se limita a presentar (y reproducir) una representación dramática? Seguramente. Pero la representación sólo es visible a través de la plasmación que ofrece el lienzo.
Si aceptamos que un fotógrafo en su estudio no representa, sino que se limita a reproducir lo que ve, aceptamos que en el momento en que se ejecuta la fotografía podemos ver la representación, y no es así; sólo podemos percibir un montaje, un vehículo para aquella, como también es un vehículo la cámara y el soporte fotográfico.
Cuando Nadar ejecuta un retrato no se limita a capturar la imagen en claroscuro del retratado sino que busca una imagen que lo represente, que recoja datos del personaje más allá de lo meramente óptico. La imagen que representa al retratado está en la fotografía y no en la imagen que aquel ofrece en el momento de realizarla, puesto que su tridimensionalidad ofrece posibilidades infinitas de puntos de vista situados en otras tantas esferas concéntricas, en tanto que Nadar sólo escoge una de esas posibilidades.
Lo mismo hace Caravaggio en 'La conversión de San Pablo'. La escena sólo es reconocible en el lienzo, pero éste también nos indica que se han dispuesto un caballo y dos modelos en el espacio para producir esa sensación. Si pudiésemos contemplar la escenografía compuesta por el pintor no veríamos el momento bíblico representado y éste, en el lienzo, es verosímil a través de elementos tratados de forma NATURALISTA pero no realista, puesto que el personaje de Saulo representa la caída a través de la expresión corporal, porque el artista está utilizando una “exposición” tan larga que si quiere presentar, o representar, la realidad de los hechos a través del efecto de la luz, no le queda más remedio que congelar el momento de forma simbólica.
Cuando la pintura minimaliza su investigación de la luz, en el movimiento impresionista, intenta liberarse de sus limitaciones técnicas con respecto a la captación del instante, del tiempo, que, por aquel entonces, la fotografía comenzaba a ostentar, a mostrar, a enseñar. Su enseñanza. La representación no reside en ningún momento de las fases de su elaboración, sino en la intención que el resultado final trasluce.
A este respecto, Scruton basa su discurso en una intencionada ambigüedad en lo que se refiere a la diferenciación entre “intencion” “causa/casualidad” a partir de una confución léxica y semántica:
“...el cuadro establece una relación intencional con su asunto debido a un acto representativo, el acto de artista, y al caracterizar la relación entre la pintura y el asunto estamos describiendo la intención del artista [....] la creación de una apariencia que, en cierto modo, lleva al espectador a reconocer su asunto”.
Debemos pensar que conocemos lo que se nos ha presentado y reconocemos lo representado (creo que no me limito a un simple juego de palabras) y en la fotografía reconocemos lo representado aunque sólo si se nos había presentado precisamente de algún modo.
Para Scruton “la fotografía es un reflejo de algo. Pero aquí la relación es causal y no intencional [...] que el sujeto es, grosso modo, tal como aparece en la fotografía”.
Sólo diré que cualquier fotógrafo sabe que entraña no pocas dificultades huir de una fotografía que no desvirtúe de algún modo la imagen presente del objeto, tanto como su imagen mental, producto del resumen de sus imágenes posibles (o, más bien, de las ya fotografiadas por la memoria).
Aceptar que el sujeto es, “grosso modo”, como aparece en su fotografía es erróneo, si no se especifica la cuestión del punto de vista. El sujeto, visto desde el punto de vista (y con la misma iluminación) que el objetivo de la cámara (siempre y cuando hablemos de una 28 a 50 mm aproximadamente) puede ser identificado o no con la imagen resultante, pero ello no quiere decir que no exista un proceso de selección previo al disparo, al parpadeo, similar al de una sola pincelada con el pincel que la produce.
En la experiencia de la pintura, Scruton distingue tres “ objetos” de interés:
1.- Objeto intencional.
2.- Objeto representado.
3.- Objeto material.
Sin embargo, el ejemplo al que recurre ( el cuadro de un guerrero en el que yo veo un dios) identifica, en el objeto 1, al dios definido por mi experiencia; en el objeto representado, el guerrero definido por la intencionalidad del pintor, y el objeto material, en el cuadro.
Yo no puedo evitar el vislumbrar una posible apología a los "temas" contenidos en una obra literaria, las cuales generan tres obras:
1.- La del lector.
2.- La del autor (hipotética, a partir de la del lector, subjetiva)
3.- La obra (en términos absolutos-hipotética, o, cuando menos,abstracta).
O dicho de otro modo
a) La lectura de un lector en un tiempo /un lugar /un estrato social, unas circunstancias particulares.
b) La lectura de “ la obra” a través de una suplantación histórica.
c) La obra no leída. La obra en estado potencial.
La obra potencialmente implica el resumen de todas las lecturas posibles y ésto me vuelve a recordar el problema de la verdad cabalística de la palabra no pronunciada. La propia literatura, en diversas manifestaciones, ha demostrado su capacidad de entregar al lector una lectura múltiple pero no caleidoscópica. La forma intencionada de manejar el lenguaje escrito, buceando en sus propias reglas, produce casos de redacción tan significativos como en Benjamin, Tolkien o Meyrink.
La verdad cabalística se esconde tras la multiplicidad de representaciones/traducciones de una verdad/palabra, análogamente a todas las fotografías excluídas por un sólo guiño de la cámara.
La trama de “El Golem”, de Gustav Meyrink, es una excusa para profundizar en el problema de la realidad oculta tras la palabra y la imagen mental que origina. La vanidad de la palabra se llena de múltiples posibilidades mentales, figurativas o no, y , en este sentido, se le puede considerar un pionero de la “fotografía” del pensamiento a través de la exclusión de los aspectos puramente léxicos de la palabra, de su “apariencia pura”.
Para Scruton, la “apariencia pura” del cuadro, separada “del sentido intencional del cual está imbuída”, se tornaría inequívoca. Sin embargo, afirma que no nos es posible hacerlo debido a dos razones:
1.-Nunca podemos separar nuestra experiencia de la actividad humana de nuestra comprensión de la intención.
2.-En el caso de un cuadro, estamos tratando con un objeto que constituye manifiestamente la expresión de un pensamiento.
A este razonamiento podríamos objetar que el pensamiento figurativo, entendido como resumen de todas las figuraciones admite tres posibilidades ( no observadas por Scruton), a saber:
genérico*
pensamiento figurativo : estructurado
formal puro
Scruton, desde una óptica Kantiana, considera errónea la consideración de la percepción como inferencia: “únicamente podemos obtener un conocimiento de la existencia si algunas veces tenemos un conocimiento de las cualidades “inferidas”. El punto resulta también aplicable a la intención: no vemos los gestos y movimientos de algún otro y después inferimos a partir de ellos la existencia de las intenciones; por el contrario, [....] no podemos escoger ver lo que sea como manifestación de una intencion”. (Me permito subrayar lo que considero la clave del razonamiento de Scruton). “ Nuestra capacidad para ver la intención depende de nuestra capacidad para interpretar una actividad como característicamente humana y, en el caso del arte representativo, está implicada nuestra comprensión de las dimensiones y convenciones del medio”. Lo que origina lo convencional en su sentido estricto es el hecho, que Scruton menciona a través de E.H. Gombrich, de que “El arte pone de manifiesto el “saber común” de una cultura”: Comprender el arte supondría separar aquello que se debe al medio de lo que se debe al hombre.
Caravaggio: "San Jerónimo". Es este uno de tantos ejemplos en el que el tratamiento barroquizante de la luz no sólo esclaviza al artista al detalle, sino que produce una congelación del movimiento, en una actitud, deteniendo el tiempo en un instante 'genérico', lo que nos remite a la representación de la que ha tenido que partir el pintor para ejecutar su forma pictórica. Al igual que en una fotografía, la aparición de los mínimos detalles (en relación a la capacidad óptica del ser humano y su apreciación de la iluminación de la textura de los cuerpos) de los elementos del cuadro nos hacen ser conscientes del artificioso montaje, aún cuando éstos, como es el caso de pintores como Caravaggio o Velázquez, hagan lo posible por ser ejecutados de la forma más escueta posible.
Mafa Alborés: "Estudio de contraluz", técnica mixta (acrílico, acuarela, gouache, pastel, tintas) sobre papel.
La Fotografía no debe ser concebida como reflejo de la realidad, pues posee unas convenciones prestadas a menudo por la observación de la pintura, a menudo engañosa combinación con la reiteración de efectos ópticos exclusivos de la fotografía. ¿La reproducción de una representación o la representación de una reproducción? La pintura fotorrealista se basa en la observación del detalle no como aparece en la realidad, sino como se presenta en las fotografías.
Las imágenes de esta página, son fotocopias de fotografías de reproducciones en acrílico de fotografías. El resultado final ¿qué representa? ¿A los retratados? ¿Sus actitudes? ¿Sus acciones? La elección de momentos muy concretos, acentuando la instantaneidad, nos acercan a la asimilación de lo que vemos como producto de una cámara fotográfica. En la imagen superior, sitúo a Germán Coppini en un espacio predominante del plano. Su actitud facial y la gama cromática son realistas sólo a través del conocimiento del medio fotográfico, que propicia la artificialidad de la luz. En verdad las aceptamos como tal sólo porque las limitaciones de las películas fotográficas dan resultados semejantes muy amenudo, pero la ejecución de un movimiento como este equivale a tocar un instrumento con un “tempo“ difícil.
M. Alborés : "El animal invisible-1" (acrílico sobre papel)
La reproducción pictórica de la fotografía produce una acentuación del absurdo encerrado en el caligrama fotográfico. La escultura, o el modelado, la pintura y la fotografía pueden crear un juego representativo que parece remitirnos a la apariencia habitual de las cosas, pero en realidad no hacen sino copiar sus respectivas convenciones sémicas, aceptadas gradualmente como paradigma de verosimilitud. La pintura hiperrealista, en ese sentido, genera entre otros, un estilo fotorrealista que explota la hipersignificación de las convenciones fotográficas.
M. Alborés : "John Wayne oculto tras un árbol" (fotografía de la serie 'museo de cera')
Durante mi actividad como ayudante de decoración para el museo de cera, el entorno de trabajo me hablaba de los límites de la desinformación visual.
Cuando el museo se comprometió con el zoo de Barcelona para la recreación de un bosque en una instalación zoológica, Guanarteme Cruz y yo hicimos múltiples pruebas con distintos materiales para imitar la textura de la madera. Víctor Alarcón, director artístico del proyecto, había prometido a los conservadores del zoo una calidad de textura capaz mostrar detalles mínimos, como la incisión del nido de cierta avispa parasitaria que habita en los árboles. Alarmados por la innegable habilidad comercial de Alarcón, sus colaboradores más inmediatos en aquel momento observamos al detalle la textura óptica y táctil de las cortezas de árbol, para que las gentes del zoo viesen que no se trataba de fanfarronería de decorador (las figuras de cera, al fin y al cabo, son la mejor tarjeta de presentación del museo). Una de las pruebas que realizamos en polyéster (a partir de un molde de silicona de una corteza real), una vez coloreado y matizado con pigmentos naturales en polvo, parecía tan real que decidí fotografiarlo junto a una cabeza de cera, concretamente una de las copias del retrato de John Wayne ehhibido por el museo. La vista acusa inmediatamente la artificiosa textura del busto de cera en contraste con la naturalidad de la falsa madera, porque su textura es una impronta exacta del original.
recorte de "La Vanguardia", 2/10/97
Escultura de cera que representa a Diana de Gales en una muestra del museo Tussaud en Melbourne, la primera realizada por el museo fuera del reino unido.
Cuando todas las formas de representación habían eludido el figurativismo objetivo, del que se había adueñado la fotografía, la imitación de sus convenciones mecánicas será, sin embargo, un recurso para su crítica en la pintura de los años setenta en Norteamérica.
La ejecución escultórica a partir de cuidadosos moldes del natural critica, a su vez, a la escultura como forma de representación, acusando su connotación de 'huella', de impronta del volumen, cuya escala alternativa y detallista, la textura (ayudada por el color de las superficies), engaña al ojo con criterios de objetividad nacidos a partir del medio fotográfico. La fotografía de uno de los múltiples puntos de vista de esta obra de John de Andrea presentaría, para Scruton, sólo una parte de un caleidoscopio de reflejos de un reflejo tridimensional.
M. Alborés : "Ésto no es" (acrílico y técnica mixta sobre papel)
La pintura puede establecer juegos a través de la apariencia fotográfica, recuperando para la imagen relista convenciones que le habían sido robadas por el collage
La foto de una antigua escultura de piedra puede ser confundida con la foto de una reproducción en escayola pigmentada de dicha escultura. ¿hasta qué punto no son perfectamente intercambiables?
(foto de Mafa Alborés: serie "Museo de Cera")
Scruton argumenta como diferenciación entre pintura y fotografía el problema de la apariencia, que en la fotografía considera inevitablemente idéntica a la de su asunto, anulando toda posibilidad de representación.
Creo que su argumento tiene una validez considerable, pero no contempla todo el proceso correctamente. No obstante, considero más oportuno señalar las ideas que su discurso me sugiere antes de explicitar mi propia argumentación.
En primer lugar, y volviendo al tema de la incidencia de la fotografía en la transformación del arte moderno, es precisamente el problema de la apariencia el detonante para la polémica sobre la “ artisticidad” de la fotografía.
La imagen fotográfica capta de forma inmediata, aunque se produzca de forma casual, la apariencia convencionalmente exacta de su asunto. Cuando digo “convencionalmente exacta” quiero expresar “convencionalmente aceptada como exacta”, puesto que tal exactitud es tan limitada como la del dibujo y la pintura.
Si bien es cierto que multitud de detalles son omitidos por la pintura ( sea por incapacidad, pereza o criterio personal del artista) no es menos cierto que sin una educación visual son difícilmente asimilables los elementos primordiales de captación de una imagen. Los códigos de representación han evolucionado desde nuestra prehistoria hasta hacernos comprender como vemos y qué vemos.
La divertida visión antropológica de Nigel Barley ("El antropólogo inocente") nos muestra cómo un nativo dowayo no ve nada en una fotografía, no sólo porque no ha visto ninguna, sino porque su cultura visual se basa en imágenes de acusada estilización simbólica, de conspicua iconicidad.
Los claroscuros del papel no le muestran nada, y un esfuerzo visual inútil para reconocer un leopardo fotografiado, lo es también para distinguir su propia imagen y la de su esposa, pues las luces y las sombras no tienen sentido en un pequeño trazo de papel, aunque sea posible que incluso un individuo de tales condiciones “aprenda el truco” y su primer éxito sea reconocer una gallina a los pies de su esposa, cuya imagen, en cambio, no ha advertido .
La cultura occidental no habría asimilado la fotografía, a un nivel meramente óptico, si no hubiese asimilado las imágenes que las demás artes plásticas le habían suministrado a lo largo de su historia.
De lo que no me cabe duda es que un dowayo habría confundido una escultura realista con una persona, entre la maleza, pero confundir no es lo mismo que reconocer.
3-1-La imagen zoológica como paradigma icónico.
Cuando los hombres de las cavernas pintaban las paredes de sus viviendas alcanzaban altísimas cotas de sensibilidad en la anotación de sus observaciones sobre la naturaleza que, sin duda, les resultaron muy útiles para el reconocimiento de aquella.
La perfección en la ejecución de los animales es posible que se debiese a motivos didácticos, ya que el aprendiz de cazador debía reconocer la pieza de caza después de haberla visto (REPRESENTADA por un cazador experimentado) presentándose en forma gráfica sobre la piedra. La apariencia que ofrecía la imagen visual de un bisonte pintado sobre la roca era, posiblemente, más completa que un limitado vocabulario descriptivo, lo cual hacía innecesario un estudio detallado del cuerpo humano, cuya figura, era una mera referencia estratégica. El interés para un hombre primitivo de la representación de una escena de caza residía probablemente en su preubicación como herramienta de matanza. Su propio cuerpo representado no le ofrecía una fuente de curiosidad, pero sí cualquier visualización de su fuente de alimento: el gran animal cargado de energía vital envidiable y temible a la vez; en definitiva admirable y digna de ser representada para su observación.
A este respecto apunta Kenneth Clarck que la energía es el primero de los temas del arte,
".... en la pintura prehistórica están relacionados todos con animales [...] los hombres son insignificantes comparados con los formidables toros”[...]“ Estos artistas primitivos consideraban el cuerpo humano, ese rábano bifurcado, esa estrella de mar indefensa, un vehículo pobre para la expresión de la energía, en comparación con el toro de músculos pronunciados y los antílope aerodinámicos".
Pero ¿No sería más bien una reafirmación de la propia energía con fines didácticos, una extremada sinceridad gráfica? Al fin y al cabo, la potencial víctima era el musculoso toro. ¿No es más evidente una clase magistral sobre la caza del toro en la que éste, centro de interés, ha de ser reproducido lo más fidedignamente posible? ¿Dónde está el límite de reproducción y representación en éste y en cualquier caso? Al fin y al cabo, cualquier cazador podía ver su cuerpo y el de sus semejantes, sin embargo ¿Cuántas oportunidades tenía de contemplar de cerca un gran ungulado que no estuviese ya desollado?
En cambio, una imagen presenta claramente los puntos anatómicos de interés para el cazador. Incluso podemos observar que no es casual la presentación del animal de perfil.
¿Por dónde, si no, ha de ser atacado el animal? ¿Por dónde, además, ha podido ser visto? De espaldas es peligroso, por lo imprevisible, o cuando menos, inútil. De frente, temerario. El toro de perfil muestra su flanco vulnerable. Acostumbrarse a su presencia significa contemplar atentamente su imagen y, si es preciso, magnificar sus proporciones frente a las humanas.
El artista primitivo representaba con signos convencionales dotados de dirección (señalada por las flechas y las lanzas) los datos ya asumidos aún pictográficamente (las figuras humanas), pero no podía evitar el “recrearse en la recreación” del centro de interés, hasta el extremo de, mucho antes del perfeccionamiento de la representación dinámica, preocuparse por la representación de la relación espacio / tiempo (el movimiento) en una sucesión detallada de patas en el cuerpo de un minucioso jabalí, y esto ocurría hace quizá treinta mil años, en una caverna de la España septentrional, posiblemente la primera “instantánea” conocida. Si además meditamos sobre el aspecto característico del animal, no es difícil imaginar cuán difícil es ver a un huidizo (y por ende fácilmente agresivo) jabalí en reposo, frente a la más normal imagen erguida y apacible de un bisonte en la llanura, cuyo gran tamaño permite verlo desde una distancia prudencial.
En cambio, en otras representaciones, el salto del antílope con las patas extendidas, menos fugaz a la vista, era ya aceptado como imagen de dicho animal en movimiento. Sin embargo, la posibilidad de ver escenas de la existencia, que han de condicionar el comportamiento ( y que por tanto influyen en la voluntad) del espectador conlleva la posibilidad de aprovecharse del engaño ya no meramente visual, sino estrictamente gráfico. ¿Qué permanencia tiene este hecho en la representación gráfica posterior? ¿Qué ocurre cuando la apariencia no es comprobada, o no necesita serlo, como semejante?
Animalidad y parecido
Animalidad perceptiva y diferenciación de animalidades.
Si volvemos al discurso de Scruton, nos encontramos ante el Kantiano razonamiento que afirma que “el cuadro ideal no tiene por qué presentar una apariencia idéntica a la de su asunto [....], no es necesario que el artista se esfuerce por presentar una copia exacta de la apariencia del mismo”. Esta afirmación me lleva a detenerme aquí y preguntarme: ¿qué es una apariencia exacta? ¿no es acaso la apariencia una copia de una fracción espaciotemporal de la esencia? Y más si pensamos en un ejemplo como el que escoge Scruton: un retrato (concretamente el del Duque de Wellington). ¿No es factible, acaso, una descripción exacta de un “momento” peculiar y desconocido del objeto (alias sujeto, alias asunto)?.
Cuando un observador no encuentra parecido entre el retrato y su retrato lo achacará antes a una incapacidad del pintor que a su habilidad para captar un momento excepcional del retrato. Si ignora que el retrato representa a fulano y no lo reconoce, su sorpresa al enterarse, le llevará a comentarle a fulano que no encuentra parecido alguno, dudando de la capacidad del artista, pero si se entera del renombre o la calidad reconocida de éste tal vez comente: “ese día no estaba inspirado” o, por el contrario “bueno, sí, algo sí que tiene” y “lo que tiene” suele ser un aire de no se qué.
Si este mismo caso se diese con una fotografía, nuestra engañosa creencia de que ésta refleja la realidad tal y como es llevaría, lejos de dudar de la capacidad del fotógrafo, ni nada semejante, a comentar, lisa y llanamente: “qué raro saliste aquí”. Y, es curioso, en muchos casos he visto cómo el elogio al fotógrafo provenía de su capacidad para presentar un aspecto inédito del sujeto fotografiado, aunque ésto no sea más que un mérito propio de las posibilidades de la técnica.
Me viene a la memoria uno de los “cuentos sin plumas” de Woody Allen, en el que el protagonista sufre una crisis de sentimientos hacia su pareja, sencillamente porque "desde cierto ángulo de luz" le recuerda a una tía suya.
El problema del parecido y el reconocimiento de caras es más complejo de lo que pueda parecer, y de hecho, parece ser que tenemos un área cerebral específica para reconocer rostros (los autistas no la tienen igualmente activa, y han de reconocer los rostros como inspeccionarían cualquier otra categoría de objeto).
Parece ser que, del mismo modo que usamos pautas de reconocimiento, también las asociamos o superponemos a rostros de distintas personas, y se da más de una categoría, por lo que a menudo encontramos parecidos entre personas que ni siquiera poseen rasgos físicos visualmente semejantes. Las fotografías son reconocibles como imágenes análogas a la realidad por estar inmersos en una cultura plagada de imágenes, desde representaciones esquemáticas o simbólicas hasta muy complejas. Sin esta información previa, no es tan sencillo como nos parece reconocer la imagen registrada por una fotografía, y ésta se vuelve cómplice de los engaños de la percepción, que la acepta como huella indiscutible de la realidad (aunque creo que este criterio está cambiando radicalmente en nuestra era de reconocidas manipulaciones digitales al alcance de la mano de cualquiera).
Veamos, si no, una serie de fotografías de diferentes personajes más o menos conocidos por todos que podemos asociar a rostros emparentados por diferentes relaciones psicoperceptivas. El viejo juego de los parecidos razonables entraña ciertas paradojas curiosas desde la aparición de la fotografía, porque permite constatar el parecido entre personas de diferentes épocas históricas a diferentes edades, o incluso el escaso parecido entre fotografías de una misma persona.
Se ha hablado, desde reflexiones más o menos sesudas (Walter Benjamin, Roland Barthes, Peter Galassi...) de el poder de la fotografía para reforzar nuestra memoria, reactivarla o congelarla. Incluso de un cierto poder esotérico de devolver la imagen de los ya muertos como si de su espíritu se tratase, aunque, en realidad, lo que más fuertemente se constata gracias a la fotografía es cuán rápido asumimos las novedades tecnológicas y las perspectivas que nos ofrecen y qué lentamente en cambio asimilamos o somos conscientes de los cambios que se producen en nosotros, incluyendo, paradójicamente, los debidos a las nuevas perspectivas perceptivas que nos ofrecen la tecnologías sensoriales, especialmente las auditivas y las visuales.
Tanto es así, que, a la vez que nos sorprendemos de los cambios físicos que nos afectan a corto plazo, nos admira la permanencia de los rasgos reconocibles, característicos, a pesar del paso del tiempo, tal vez amparándose en las diferentes técnicas que disimulan dicha transformación o tal vez por constatar la poderosa persistencia de los arquetipos y de los rostros que prefabricamos al conocer a alguien a quien seguimos viendo con asiduidad. Atañe no sólo al reconocimiento visual de objetos sino al de caras, al parecer realizado, como hemos apuntado, en un área específica de nuestro cerebro relacionada con la capacidad de empatizar.
La existencia de la fotografía ayuda a reforzar estos planteamientos al poder apreciar las sutilezas cambiantes de un mismo rostro en distintos momentos o desde diferentes ángulos.
Esto está muy relacionado con los diferentes recursos empleados por los actores, por ejemplo, para enviar mensajes a nuestra percepción y que acepte el parecido con un personaje sin necesidad de recurrir al maquillaje sino a actitudes corporales o expresiones (a veces incluso reestructuraciones musculares) faciales características de ese personaje (damos por hecho que estaríamos de un personaje reconocido, y por tanto ante una imitación) pero la fotografía demuestra desde que existe no sólo su asombroso parecido con la realidad sino, casi inevitablemente, lo poco que la realidad se parece a sí misma.
Y si hemos llegado a este punto desde la imagen animal como paradigma icónico es porque nuestra animalidad condiciona nuestro modo de percibir las cosas, especialmente nuestra propia animalidad, o si lo prefieren, espiritualidad.
Según nos resume el profesor Manzanero, de la Facultad de Psicología de la Universidad Complutense de Madrid, se combinan diferentes análisis y codificaciones perceptivas en el reconocimiento de caras:
Así pues, el proceso de percibir una cara, esto es, de interpretar las sensaciones procedentes del estímulo complejo que es una cara, es probablemente uno de los más complicados de entre todas las capacidades perceptivas. En primer lugar porque las caras no solo están compuestas de diferentes rasgos que guardan una configuración concreta, sino que además son dinámicas. El dinamismo de una cara procede de su evolución a lo largo del tiempo, con la edad, y de cada expresión emocional a corto plazo. La cara es una de las estructuras anatómicas que más músculos posee y los elementos que componen una cara (pelo, frente, cejas, ojos, nariz, boca, mentón...) pueden adoptar formas y disposiciones diferentes.
Por otro lado, todas las caras (o casi) están compuestas por los mismos rasgos y en disposiciones similares, de modo que la diferencia entre una cara y otra es cuestión solo de matiz, pudiendo encontrarse una variabilidad inmensa que va desde caras muy diferentes a otras bastante semejantes.
Así pues podemos hablar de una variabilidad intrasujeto, relativa a la dinamicidad de la cara de una misma persona, y una variabilidad intersujetos, procedente de las diferencias entre unas personas y otras. Sin embargo, podríamos ser capaces de identificar a una persona de sesenta años en una fotografía tomada cuando tenía treinta años o incluso diez. La apariencia de esa persona es muy diferente en cada edad, pero conserva una identidad que somos capaces de reconocer. Igualmente somos capaces de reconocer a esa persona aun cuando adopte distintas expresiones faciales.
Las primitivas o unidades básicas serían los componentes más simples del objeto y se percibirían de forma automática. Líneas rectas, curvas, orientaciones, etc. serían esas primitivas para las que sabemos existen estructuras neuronales específicas. Aunque también se ha demostrado que existen estructuras neuronales específicas para el procesamiento de formas complejas en el cortex inferotemporal (Tanaka, 1993). Incluso se han encontrado neuronas que responden específicamente a información facial (Gross, 1992, 1994; Rolls, 1992; Rolls y Tovee, 1995; Wachsmuth, Oram y Perrett, 1994). Estudios con resonancia magnética funcional (RMf) han localizado tres áreas implicadas en el procesamiento de caras: el área facial fusiforme, el área facial occipital y el surco temporal superior (Clark, Keil, Maisog, Courtney, Ungerleider y Haxby, 1996; Kanwisher, McDermott y Chun, 1997; Puce, Allison, Asgari, Gore y McCarthy, 1996; Rossion, Caldara, Seghier, Schuller, Lazeyras y Mayer, 2003). Una lesión en estas áreas provocaría un déficit en el procesamiento de caras que se denomina prosopagnosia, del que hablaremos más adelante.
Las principales teorías sobre el procesamiento de caras proponen que éstas no se percibirían como una colección de rasgos individuales, sino como un todo integrado, donde los distintos rasgos se relacionan entre ellos, creando la impresión particular de una persona. Algunos datos parecen avalar esta teoría. Homa, Haver y Schwartz (1976) mostraron que el procesamiento de una cara se ve facilitado en comparación con el procesamiento de un objeto. Aunque, Tanaka y Farah (1993) encontraron que esta facilitación solo se producía en el procesamiento de caras con estructura normal frente a caras con rasgos descolocados. En la misma dirección, Moscovitch, Winocur y Behrman (1997) hallaron que cuando se presentaba una fotografía fragmentada a personas cuya percepción de caras era débil no podían identificar que era una cara. Así, parecen ser actividades distintas el procesamiento de los rasgos faciales y la identificación de una persona (Benton y Allen, 1972). Los estudios de casos clínicos de pacientes aquejados de prosopagnosia mostrarían la disociación entre los dos tipos de procesamiento.
Por otro lado, pedir a un testigo que describa a una persona implícitamente supone que detalle sus rasgos faciales, tarea que sería posible si en la codificación se hubiera seguido la estrategia a). Sin embargo, sabemos que la capacidad para describir una cara es bastante escasa. Las investigaciones que se han realizado para estudiar si las caras se procesan considerando sus rasgos físicos (por ejemplo, Woodhead, Baddeley y Simmonds, 1983) concluyen que no parece que inducir a los sujetos a analizar las caras en sus características constituyentes sea una manera efectiva para mejorar el reconocimiento de caras.
Por otro lado, diversas investigaciones han encontrado que no todos los rasgos de una cara se procesan de igual forma. Luria y Strauss (1978) encontraron que la nariz, los ojos y la boca atraen la mayor parte de nuestra atención. Mientras que Manzanero y López (2009) encuentran que la boca y los ojos se reconocen mejor que la nariz. Por su parte, Laughery, Alexander y Lane (1979) afirman que pocas personas dan importancia a las orejas en su descripción.
Por otro lado, el sistema visual humano está preparado para procesar frecuencias bajas, medias y altas por diferentes canales (Campbell y Robson, 1968; Graham y Nachmias, 1971; Wilson y Bergen, 1979). Como se puede observar en la figura, las frecuencias bajas permitirían percibir la configuración global de una cara, mientras que los detalles permanecerían desdibujados. Las frecuencias altas permitirían distinguir el detalle de los rasgos. Algunos experimentos han tratado de evaluar qué frecuencias permitirían identificar una cara, aplicando filtros para las frecuencias altas o las bajas, de modo que se pudiera aportar algo más de información sobre si efectivamente las caras se procesan de forma holística o por rasgos. Si fuera correcta la teoría del procesamiento holístico, las caras de frecuencias bajas se distinguirían mejor que las caras en frecuencias altas. Harmon (1973) encontró que efectivamente las imágenes de caras degradadas mediante la eliminación de las frecuencias altas se reconocían sin demasiado problema, por lo que las frecuencias altas solo aportarían información redundante.
(me he permitido insertar fotografías en el artículo original de A.L. Manzanero a modo de pequeño experimento de retentiva visual de caras y reconocimiento facial: la yuxtaposición de personajes parecidos, aunque sólo sea por una especie de aparente parentesco físico o psicológico ayuda a diferenciarlos, pero también a apreciar los posibles parecidos; si alternamos la presencia de sus imágenes, acabamos por saturar nuestros sitemas y buscar parecidos donde no los veíamos o diferenciar radicalmente a quienes se nos antojaban fruto de confusión)
Uno de los lemas lanzados hace años por el grupo poético Rompente, encabezado por el polifacético Antón Reixa, tenía forma de enigmático e irónico acertijo: “si se lle saca unha foto a un cadávere e sae movida ¿Quén ten a culpa? ¿ O fotógrafo ou o cadávere? “ Creo que la respuesta es evidente; el fotógrafo ve, el cadáver no. Hablar del punto de vista de un cadáver, además, es científicamente imposible, a no ser desde el campo de la óptica de sus ojos muertos.
Pero si hago una fotografía y afirmo que en ella veo lo mismo que vi cuando accioné el obturador, es muy fácil que los que me rodean observen la foto y digan: “Es verdad. Es la misma lámpara, la misma silla, la misma ventana con la misma luz”.
Y es más: si retiro el cadáver que había dentro del arcón y lo siento en la silla, puedo rodear su cabeza desde atrás, con mis brazos, y situar la misma cámara ante sus ojos. Puedo disparar. Y, después, a la vista de la copia, comentar:
“Es la misma lámpara, el mismo espejo, la misma luz, la misma mesa. Es lo mismo que el cadáver veía cuando disparé la foto”.
En caso de que un escéptico me comentase, sonriendo, “es mentira, un cadáver no ve nada”, yo, seguramente, abandonaría taciturno la reunión preguntándome qué es lo que ve un cadáver.
Un verbo transitivo y un sujeto imposible. Sintácticamente funciona y, contemplando la foto, pienso que puedo decirme: “Un cadáver ve ésto”, o lo que es equivalente, al menos, si no es lo mismo, (que lo dudo): “Esta foto es lo que ve un cadáver”. Y “Esta otra es lo que yo veo”.
Al menos una, de estas dos últimas oraciones, es mentira.
4-Representación y mentira.
4.1-Verdad y mentira en el contenido sémico de las imágenes.
No. No pretendo profundizar aquí en el estudio de la mentira. Lo debo dar por hecho en múltiples trabajos de estudiosos muchísimo más cualificados que yo; tanto que podrían mentir a cualquiera.
Lo que sí creo evidente es que, en nuestra vida social, el radio de acción de la mentira está en función de nuestra capacidad de representación y de comunicación, en la medida en que la mentira es uno de los dones de cualquier modalidad de representación. Nuestro primer pensamiento al referirnos a la palabra “MENTIRA” se refiere a la mentira verbal, especialmente la emitida en forma oral. Sin embargo eso es sólo el ACTO de la mentira, mentir. Pero el concepto de MENTIRA es más extenso.
El importante papel que la mentira asume en nuestra existencia es, en su mayor parte, ignorado, precisamente, por la propia naturaleza de los servicios prestados por su ejercicio. No sólo los mentidos han de ignorarla, sino que, para poder ejercerla al máximo nos sentimos obligados a probarla en nosostros mismos con lo primero que se nos ocurre: la mentira, precisamente: su naturaleza y sus mecanismos. No es preciso entrar en matices para comprobar que la idea general que sobre la mentira nos hemos formado, incompleta, es inexacta.
A menudo, para observar y estudiar la realidad de la mentira será
preciso correr o: como dice J.M. Sutter “levantar el velo de nuestra conciencia” ("Le mesonge chez l'enfant, Presses Universitaires de France/Luís Miracle, Bcn 6a ed. 1969).
Lo cual significa acceder a nuestro subconsciente. La psicología y el psicoanálisis han demostrado que semejante dificultad no es insuperable. No obstante, volvamos sobre nuestros pasos y limitémonos a definir y delimitar el alcance de la mentira.
“Mentir es mantener una idea en desacuerdo con la verdad, para inducir a error al prójimo”. Esta definición, tan criticable y completa como cualquier otra, asume un marcado carácter intencional de la mentira (sea ésta intencionada o no) que se puede ampliar en muchos sentidos. Y es que la definición y descripción de la mentira constituye, ante todo, un problema semántico. El acto de mentir, en el sentido de Inducir a error, se reduce a mentir a uno los indicios, las esperanzas.
Lo que me mueve a observar la posibilidad de este fenómeno es reafirmar la capacidad de representación de la fotografía, puesto que, si hacemos que algo represente lo que no es, incurrimos en mentira. Luego, en caso de que una fotografía pueda mentir a alguien, es claro que REPRESENTA algo que está en conformidad con lo que ese alguien percibe, pero no con lo que ese algo ES.
A menudo, especialmente cuando se trata de niños, lo que a primera vista pudiera parecer mentira no es tal, sino el resultado de una percepción incompleta o apreciación defectuosa.
Muchas culturas han llegado incluso a considerar la mentira una virtud, y creo, en muchas ocasiones, que la nuestra se incluye en este grupo.
La palabra es el campo más exaltado de la mentira, pero, evidentemente, nuestras palabras reemplazan o son reemplazadas por gestos, por escritos; o por silencios: es la mentira por omisión. Ya hemos mencionado que, a menudo, es a nosotros mismos a quien tratamos de engañar. Yo diría que casi siempre lo conseguimos, pero es una opinión personal y no creo en ciertas opiniones personales. En cualquier caso ¿ no se supone que es a los demás, a los otros, a quien dirigimos nuestra segunda intención? Lo que es cierto, y todos comprobamos antes o después ( o incluso ahora mismo), es que engañamos mucho mejor cuando nosotros mismos creemos nuestras fabulaciones.
Ahora bien, si argumentamos que hay quien se automiente en soledad por una más tranquila convivencia con la propia conciencia, no debemos olvidar que esta “conciencia” no es individual y personal.
A semejanza de la conciencia moral infantil, “queda en introyección pura y simple del juicio de la sociedad: es el “otro”, presente en nuestro interior, quien debe ser engañado” (Sutter, íbidem).
La mentira es, por naturaleza, un acto social. Su engaño intencionado la distingue del verdadero error.
La cuestión que me planteo es la siguiente. Si, como Roger Scruton, aceptamos que, dentro de los fenómenos de la realidad, podemos afirmar que la fotografía es uno de tantos, semejante a la reflexión especular o la opacidad de los cuerpos, es evidente que la fotografía no miente.
Sin embargo, la fotografía, más que una reacción fotoquímica, la entendemos en infinidad de ocasiones como elemento decisivo de diversos actos sociales, porque la dimensión social de la fotografía es algo más que los errores que condujeron a su invención.
En este punto me pregunto si es cierta la idea, más o menos generalizada, de que la ironía, y la ficción artística, se sitúan fuera de los dominios de la mentira, sencillamente porque aceptamos que ambas tienen por fin hacernos conocer la verdad de otra forma y mucho mejor de lo que pudiera conseguirse con una afirmación directa y objetiva. El problema consiste en encontrar la afirmación de esta índole más significativa, si existe, y añadir, si existen, las que le siguen en orden de objetividad para buscar entre todas ellas una fotografía, una de esas ironías que, a principios de nuestro siglo, desviaron la trayectoria del arte y la comunicación.
4.1-Fotografía y Mentira.
La intención de engañar es tan esencial en la mentira que es posible mentir diciendo la verdad a un interlocutor que debe atenerse a las apariencias. Tropezamos con la ambigüedad de la noción de lo verdadero, problema inmenso lejos de haber sido resuelto.
Nuestra aprehensión de la realidad es muy imperfecta y nuestros medios de expresión disponibles no nos permiten traducir fielmente su imagen de por sí inexacta. El aprovechamiento, para ello, del fenómeno fotográfico, nos da una idea del alto grado de credibilidad, y no en todos los casos, de la fotografía, pero nada más.
Porque nuestra imperfecta percepción nos permite elegir entre múltiples aproximaciones y, de tantas maneras de no decir exactamente la verdad, que nos está vedada ¿dónde empieza la mentira? ¿debemos buscarla única y exclusivamente en las relaciones sociales? ¿Acaso no está presente en la propia construcción del lenguaje? Al fin y al cabo, siguiendo los dictados de la lógica lingüística y, observando su expresión hablada y escrita, encontramos expresiones contradictorias aceptadas por los componentes de una misma comunidad lingüística.
Tal vez podríamos analizar las imágenes fotográficas a nivel de comunidades y encontrar particularidades en su aspecto o en su utilización y, seguramente, habría acusadas diferencias en las imágenes documentales utilizadas para un mismo fin.
La realidad es la misma. ¿Mienten las fotografías? Bajo mi criterio, la respuesta es sí. Lo que intentaré explicar más adelante es el hecho diferenciador, en el caso de la fotografía, como en toda forma de representación (artística o no ): el autor de la obra no es necesariamente el autor de la mentira, si es que sólo se produce una.
Decir la verdad es emplear el sistema de correspondencias socialmente admitidas entre la realidad y ciertas formas de expresión; mentir es apartarse de ellas deliberadamente. Si excluimos la fotografía de este campo, paradójicamente, la dotamos de un poder excesivamente tentador para ser despreciado.
Si pensamos que el sistema de correspondencias formado por los
mensajes que recibimos y los que emitimos y por los referentes reales que los originan no se halla, como vemos, sólidamente establecido más que para cosas muy simples, muy concretas ¿ porqué insistimos en simplificar la historia de algo tan “engañoso” como la fotografía y concretar su aparición a finales del siglo XIX?
La fotografía demuestra su intrínseco engaño a través de la publicidad. Rápidamente alguien me objetará que la publicidad es engañosa y la fotografía sólo es uno de tantos vehículos que utiliza para construir su lenguaje. La presencia más común de la fotografía en publicidad suele ir acompañada de texto.
Este texto, supuestamente, o certeramente, en relación con la fotografía con la que se interacciona prolonga tiránicamente un sentido de su amplia significación buscando un tono y una voz interior convincente a través de su forma tipográfica, forma visual concebida para y por la imagen fotográfica que (la) acompaña. El caligrama se convierte en una paradoja más encubierta (¿o acaso más evidente?) por la presentación de “lo que yo veo tal y como es”, por que lo que yo creo una porción de la realidad que yo veo ha sido cuidadosamente escogida y/o realizada para inmediatizar su diálogo conmigo. Por lo tanto, como en todo caligrama (la forma más sencillamente expresiva del lenguaje reproducido), sigue aprovechándose del antiguo hábito del lenguaje que hace preguntarnos ¿Qué es ese dibujo? ¿Qué es esa foto?
La lingüística moderna le ha cambiado al “artículo” su denominación por la más funcionalista “determinante”. El viejo artículo determinado sería hoy un determinante, y el indeterminado (sonrían conmigo) un determinante indeterminado.
Creemos que la pregunta primordial es: ¿Qué es la fotografía? ¿Qué es una fotografía? Pero cierta reflexión sobre la paradoja planteada por cualquier pictograma nos hará empezar a comprender que, aunque asumimos saberlo, somos incapaces siquiera de contestar con profundidad sobre esa fotografía sin referirnos a cosas que realmente no están en el soporte fotográfico, ni en el momento de la escena fotográfica.
El viejo hábito conlleva el uso del presente del verbo ser, la frontera entre la nominal y lo verbal, una abstracción tan antigua que nos lleva a las pinturas rupestres que, entonces y ahora, nos dicen “esto es un bisonte”. Como diría Foucault, un viejo hábito cuyo fundamento se haya en que toda la función de un dibujo “tan esquemático”, tan escolar como éste, radica en hacerse reconocer, en dejar aparecer sin equívocos ni vacilaciones lo que representa.
Por más que sea el el rastro del paso, en una hoja o en un cuadro [1], de un poco de mina de plomo o de un fino polvo de tiza [2], no reenvía como una flecha o un dedo índice apuntado a determinada pipa que estaría más lejos, o en otro lugar; es una pipa [3]. Cuando Magritte nos dice “Esto no es una pipa”, a través de su enigmático caligrama, de inmediato reaccionamos ante la convivencia de verdad y mentira contenidas en la imagen. ¿Recibo el mensaje de un pictograma fotográfico como una combinación de fotografía y texto o recibo lo que ambos representan por separado?
El hombre de Marlboro representa todo un mundo de ensueño que seduce a quienes lo comparte, y no sólo para que compren una determinada marca de cigarrillos, sino para que fumen “así” en su ensueño. Pero también representa todo un elogio al dominante carácter patriarcal, machista y colonizador, de la sociedad americana a la que la agencia Philip Morris pertenece. Para ofrecer esa imagen seductora del mundo relacionado con el mero hecho de fumar un cigarrillo, enmarca al prototipo del triunfador americano en un entorno paisajístico fotografiado de un modo muy concreto, heredero del cine “western”, que bebe, a su vez, de la fuente de los pioneros de la fotografía americana, quienes lo primero que captaron (en forma de colección promovida desde organismos oficiales) fue precisamente la tierra, lo único que el Estado ofrecía a los hijos y nietos de los pioneros del modo más ampuloso y seductor posible, para decir al pueblo a través de aquellas imágenes “Este es tu país”. Ese paisaje fotografiado es fotografiado para invitar a fumar una marca de cigarrillos “para señoritas” cuyo fracaso comercial llevó a Philip Morris a adueñarse, en todos los sentidos, de la marca de tabaco, para convertirla en una recopilación de imágenes tópicas de uno de los sueños americanos.
Se me ocurre, para expresarme con más claridad, sugerir una sucesión de fotografías de Michael Evans, Joe Benson, Szarkowski, Adams, Allan Sekula, Douglas Crimp, etc. componiendo un audivisual al ritmo de “The Magnificent Seven” de Elmer Bernstein. Tal vez nos provocaría una sonrisa. Si lo hiciésemos, acto seguido, con una colección de postales de la Andalucía de los años sesenta, la risa estaría al borde de su aparición, pero sobre la risa hablaré más adelante.
Quedémonos tan sólo, con el hecho consumado (y consumido) de las astronómicas ventas de Marlboro en todo el mundo a través de una fotografía que sigue diciendo: “Esto es tu país” y por tanto “el de la foto podrías ser tú o tu hombre”, colonizando a quien fuma cigarrillos "para señoritas" cuyo fabricante era incapaz de vender a ese sector preconcebido. Si una imagen vende tanto es porque representa algo importante.
5-La realidad inscrita.
Volvamos a Magritte. Su frase “esto no es una pipa” constituye una de sus primeras reflexiones sobre “el cuadro dentro del cuadro”, de los que son significativos “los paseos de Euclides” y la serie de obras que llevan por titulo “la venganza”. Cuadros que muestran cuadros, cuadros que se pueden permitir un pictograma en el que el texto que acompaña a la imagen sugerida por “esto no es una pipa”, que, paradójicamente, es una pipa, o el conjunto complementario del conjunto de las pipas imaginablemente posibles.
Esa operación es un “caligrama secretamente constituído por Magritte y luego deshecho con cuidado. Cada elemento de la figura, su posición recíproca y su realización se derivan de esa operación anulada una vez realizada”.
Sin embargo, “Los paseos de Euclides” y “La venganza”, en cuanto que frases, han sido omitidos; son títulos, elementos elípticos de un hipotético caligrama.
“Esto no es una pipa” es la representación escrita de un pensamiento, así como el dibujo representa una pipa pensada. Pero la milenaria tradición del caligrama desempeña el triple papel siguiente:
COMPENSAR el alfabeto
REPETIR sin recurrir a la retórica
ATRAPAR las cosas en una doble grafía
Hacer decir al texto lo que representa el dibujo y viceversa. Es, por tanto, tautología.
“El caligrama se sirve de esa propiedad de las letras de valer a la vez como elemento lineales que podemos disponer en el espacio y como signos que hemos de desplegar según la cadena única de la substancia sonora. [...] En su calidad de signo, la letra permite fijar las palabras; como línea, permite representar la cosa. De este modo, el caligrama pretende borrar lúdicamente las más viejas oposiciones de nuestra civilización alfabética: mostrar y nombrar; figurar y decir; reprodicir y articular; imitar y significar; mirar y leer”
(Foucault: "Ceci n'est pas une pipe", Fata Morgana, Montpelier 1973)
Magritte lo aprovecha al máximo en la elección de los elementos. La representación esquemática de una pipa es muy sencilla, y la palabra que representa (tanto en francés como en castellano) tiene una articulación sencilla y clara, tanto acústica como gráficamente. Ante un dibujo que nos lleva a decir inmediatamente “ésto es una pipa”, la presentación simultánea de su negación en forma gráfica se desgañita en mudos gritos, acusando la razón, nuestra binaria razón.
Representamos las cosas porque éstas representan algo para nosostros que, explícito o no, constituye la esencia que subjetivamente intuimos de las cosas. Pero la verdadera esencia de éstas, es ajena a nuestra representación. Representamos, en realidad, la representación de las cosas. La pipa de Magritte representa a todas las pipas posibles y puede ser identificada con su nombre, pero, esencialmente, no es una pipa. La evolución de la expresión de esta idea ha evolucionado, hasta nuestros días, desde muchísimo antes que Magritte naciera. Pero su revelación equivale a escuchar una palabra como algo que ya habíamos oído, de tanto repetirla hasta la saciedad; algo que habíamos ignorado hasta el momento pero que siempre había estado sonando como la música de las eferas.
J. Kosuth: "Una y tres sillas", 1965.
Ahora bien. ¿Qué ocurre si sustituímos el dibujo por una fotografía? ¿Cómo funciona un caligrama fotográfico? Joseph Kosuth plantea el problema en su obra “Una y tres sillas” (“One and three chairs”, 1965). Ya hemos aludido a la novela “El Golem”, de Gustav Meyrink, en la cual la utilización del lenguaje dentro del lenguaje, mirando detrás de las palabras nos sumerge en un mundo en el que se nos pone alerta, de modo cabalístico, del hecho de que los objetos, al entrar en contacto con su imagen, entran en contacto con su nombre.
Este mismo principio rige la realidad de Magritte, en tres escalones; si liberamos la representación Magrittiana de su contexto surrealista, Kosuth expone una confrontación lingúístico conceptual, según P. Sager ("Nuevas formas de realismo"), entre el objeto real-silla, la silla- definición léxica y la silla-reproducción fotográfica.
Yo querría ir un poco más lejos que Peter Sager en esta apreciación. Es evidente, dado el título de la obra, que el propio Kosuth estaría de acuerdo con Sager; sin embargo hay algo, ya presente en las tautologías visuales de Magritte, que creo que debemos tener en cuenta; y es que del propio “objeto-real” emana la negación de sí mismo al contemplar la obra. Es oportuno recordar que ya René Magritte nos acusa el alto grado de realidad que otorgamos a los objetos cotidianos, que , al ser reconocidos en una representación de
los mismos, nos hacen exclamar inmediatamente: “esto es un lápiz”, “esto es un cuchillo”, “esto es una pipa”.
Sin embargo, tanto las pipas de Magritte como las sillas de Joseph Kosuth nacen de dos objetos cuya presencia real no existe más que por la utilización del verbo ser en una extensión de sí mismo, ya que el conjunto de objetos que el hombre construye artificialmente para su utilización han sido nominalizados, previamente a la experimentación de su existencia material, a partir de su función práctica. Las sillas, las pipas, no existen en el mundo real, al que difícilmente tenemos acceso cognoscitivo amplio, puesto que su única existencia es lingüística. Primero el hombre ha de abstraer la idea del acto físico de sentarse, después podrá definir los “lugares aptos para sentarse” (mera acotación de “lugar”, que a su vez es una mera acotación del espacio).
Aunque nos imaginemos la más antigua articulación lingüística, es fácil pensar que, cuando el hombre comenzó a desarrollar su capacidad para construir herramientas, ya había utilizado objetos aptos para usos concretos.
Hablábamos, al principio, de cómo, en los albores de la historia de nuestra cultura, los primeros pensadores “inventan” la lingüística definiendo sustantivo y verbo, esto es: distinguiéndolos.
Cabe pensar que, análogamente, el hombre hubiese tardado mucho en distinguir que, entre todo aquello que él comenzaba a nombrar, desde el origen lingüístico de todas las cosas, adquiría distintas funciones lingüísticas al venir definidos por objetos o bien por acciones. El “Génesis” es una inmejorable representación lingüística del origen lingüístico del universo. Lo que primeramente nombra (clasifica) el hombre son los objetos que ve en la naturaleza. Estos, en relación a él (sujeto de sus acciones en relación a dichos objetos) son traducidos en formas nominales que presentan un orden nominal en el universo del cerebro humano, instrumento de representación del universo.
Cuando el hombre empieza a escoger cómo y dónde sentarse, empieza a escoger la aptitud de las cosas para ser el complemento de dicha acción. La forma de las cosas y la sustancia de que están hechas asesoran o no su nominalización desde un origen verbal relacionado con el espacio. Al principio de todo ésto, no había sillas. Había tierra, rocas y árboles, agua y hierba, hasta que el hombre vió la silla de Kosuth implícita en una piedra, o en un tronco. Después, al comenzar a adaptar estos objetos a una función inventó otros objetos. Y una piedra fue un mazo, y un palo fue un mango, y un cáñamo una atadura, hasta que un día los tres juntos formaron el primer mazo con mango de la historia.
La silla no es un objeto real. Es un objeto lingüístico producto de abstraer las condiciones de alto, largo y ancho que un objeto precisa para ser una silla. Tampoco existen las pipas si no en la realidad lingüística, si no sabemos sus nombres. Si ignoramos su función, una pipa puede ser un (pequeño) mazo, una (pequeña) vasija, un (mal) cuchillo, o un trozo de madera.
Existiría otra cosa, pero no una pipa. Sólo cuando con satistacción pronunciemos la palabra pipa saboreando el humo sabremos lo que es una pipa y cómo se usa: bastará sujetarla con los dientes y comprobar que nada más fácil que limitarse a decir “pipa”. Si no puedo fumar de la pipa pintada en el lienzo es que, evidentemente, no es una pipa. Puedo sentarme en una de las tres sillas de Kosuth, pero al ser colocada como parte integrante de una representación de “silla”, demuestra que sólo lo es asimilando su nombre y su imagen. Sin embargo se trata de una de tantas sillas, una de tantas definiciones de silla y una de tantas imágenes posibles de esa silla en concreto. Joseph Kosuth no define “silla”, la conjura.
Porque el neoyorquino Kosuth es un antirrealista y lo expresa a través de formas hiperrealistas. Acude al fotorrealismo como uno de los elementos, porque la paradoja de realidad y representación que plantea la fotografía ya había sido revisada por Magritte de forma implícita en la pintura y análogamente (Pero centrándose en el fenómeno fotográfico frente al pictórico) Howard Kanovitz revisa el tema en obras como “Projected Streed Scene”, análisis crítico de la percepción fotográfica y de la utilización del material fotosensible como representación de las leyes que rigen el aspecto visual de la realidad y su codificación lingüística.
Kanovitz analiza principalmente el problema de la presencia del modo que Peter Sager describe con minuciosidad: “La superficie de una pared, idéntica a un cuadro, de una escena de interior pintada, es confrontada, en cuanto resultado de la representación de la pintura fotorrealista, con dos moldes fotográficos pintados que demuestran su propia óptica realista en su luz y perspectiva: La diapositiva o proyección cinematográfica proyectada directamente en la pared de una escena callejera animada en forma de instantánea, y, a su lado, pintada a pistola o a pincel del mismo modo liso, una serie de seis fotos sujetas con clavos con cinco situaciones diferentes del mismo interior [...] Kanovitz ilustra sistemas ópticos y sus diferencias, critica estáticamente el espacio visual. Muy alejado de la unidimensionalidad del realismo tradicional, relativiza mediante el perspectivismo fotorrealista la autenticidad de la reproducción de la realidad fotografiada y pintada. Dibbets no actúa de forma diferente con sus rectificaciones de la perspectiva hechas por él mismo en el medio fotográfico [...]"
Sager alude al artista conceptual holandés que, en palabras de K. Homnef, "analiza el tiempo a base de unidades de movimiento: él convierte en espacio sistemas temporales". Sus nítidas series fotográficas de interiores guardan un paralelismo parcial con ciertas obras de Kanovitz, pero, a diferencia de éste, documenta con reproducciones un proceso acaecido en un espacio real, aunque es verdad que abandona y transforma la vista de la perspectiva central de la realidad óptica. Sin embargo, Kanovitz, “permanece en el ámbito de la representación espacial y la praxis euclídico-ilusionista”.
Mientras no hago hincapié en el ilusionismo euclidiano de Magritte aprovecharé para retroceder un poco hacia el punto en que hablábamos de Gombrich y del papel que juega la convención en nuestra comprensión del arte visual. Siguiendo su premisa, la convención más destacable en Kanovitz (como en Don Eddy, Franz Gertschz, Chuck Close, y un largo etcétera que nos llevaría a las fotodescomposiciones temporales de David Hockney) es la que se refiere a nuestra aceptación de la fotografía como realidad a raíz de la semejanza con la realidad que el aspecto técnico de la fotografía ha perseguido siempre, y sigue persistiendo.
No obstante, la historia del arte occidental nos demuestra que esta meta también ha sido perseguida por las demás artes visuales, y, de un modo muy significativo, a partir del Renacimiento y su investigación de los aspectos ópticos de pintura, dibujo y escultura. Se profundiza en el tratamiento del espacio resuelto a través de la traducción cromática de la luz, el dibujo y la composición se ajustan a principios geométricos y ópticos traducidos en leyes de perspectiva; análogamente, la escultura estudia fenómenos paralelos en las tres dimensiones. Su más indiscutible representante, Miguel Ángel, ajusta las proporciones de su colosal David para ser óptimamente contemplado desde el primer contrapicado, consciente de serlo, de la historia, y su serie de esclavos insinuados en la roca constituye la más adelantada crítica de la percepción fraccionada que se haya ejecutado nunca.
La tradición del estudio del arte a través de fragmentos es una de las circunstancias que constituyen los cimientos de nuestra cultura visual, capaz de reconocer la realidad y sus leyes, en un simple fragmento.
Estos condicionantes llegan hasta tal punto de seducción intelectual que olvidamos que Miguel Ángel, en los fragmentos clásicos, no identificaba la realidad sino una calidad de realidad. Su David fue apoyado, para su ejecución, en la observación de la realidad, pero, de forma muy especial en el torso, contiene la recreación de un trozo de la forma de representación visual más realista del momento: la escultura griega, concretamente el fragmento de Mileto o del joven de Critios que Kenneth Clark señala en “El desnudo”: si hubiese quedado sólo este fragmento, nos habríamos asombrado ante el rigor con que Miguel Ángel había aceptado su fracaso al ser observadas en fracciones puesto que tal unidad es una meta a menudo difícil de alcanzar.
Es significativo que sea en los “desnudos vestidos” (que buscan su realce plástico en la añadidura de detalles, vestigios del volumen y el movimiento, que acusan o sugieren el efecto de una instantánea) donde Clark haga una observación como la siguiente:
“... esta tradición del “desnudo vestido” produjo una Afrodita famosa. Ha llegado hasta nosotros en varias réplicas[...] de las cuales las que son fragmentarias resultan bellas y torpes las completas”.
El mismo efecto producían a los artistas del Renacimiento, época en la que “no podían hacerse cimientos, no podía cavarse un terreno, sin que apareciesen a la luz fragmentos de un mundo ideal. Era como si cada día los sueños de la noche anterior fuesen a encontrar una confirmación concreta pero casual”. Conocemos la “Galatea” de Rafael a través de una composición de fragmentos más o menos acertados de las reproducciones que de ella se han hecho, pero, además, el mismo Rafael había estudiado para su ejecución los fragmentos supervivientes de las decoraciones pintadas que podían verse entonces en la Domus Aurea de Nerón, y había adoptado sus leves sombras y su rubia tonalidad. La historia del arte es una cadena de revisiones fraccionadas de revisiones fraccionadas, en busca de una visión original.
La inmediata aceptación en nuestro siglo de la fotografía no como una revisión de la realidad sino como una visión directa provoca una atropellada reacción por parte del arte para considerarla no una forma sino un recurso.
5.1-La realidad fragmentada y restituída. La realidad reinscrita.
Antes del Renacimiento el Arte se había limitado a explotar la comprensión de sus convenciones. Ahora, en cambio, el Arte observaba la comprensión de las convenciones de la realidad en busca de espejismos tan perfectos y llenos de movimiento como los ejemplos del arte griego, que constituía una reflexión sobre las interacciones de los elementos orgánicos en el tiempo, en el instante (la presencia que lleva implícito el presente de indicativo de “ser”). Esas “fracciones temporales” que los renacentistas admiraban, aún sin comprender, eran más evidentes en las leyes que parecían emanar de sus pedazos. Las fotografías reafirman y desintegran a la vez este efecto de la percepción. Creemos ciegamente en su integridad como unidades pero evidencian que son un trozo de realidad. Nuestra tradición se alimenta de retales. El arte antiguo nos ha llegado en estado fragmentario, y nosostros hemos adaptado virtuosamente nuestro gusto a esa necesidad que ha hecho que el Laocoonte, una obra que constituyó fuente de elogios desde el Renacimiento, haya dejado de producir efecto en los últimos ochenta años. El mismo Kenneth Clark cita como causas de este hecho la “complicada integridad” de esta obra y su retórica. “Hemos llegado a considerar el fragmento más vívido, mas concentrado y más auténtico”.
Razón importante de ello es que, a medida que el mito que origina una representación se oculta tras una apariencia cada vez más realista y detallada, las partes ausentes se convierten en mitos de soluciones formales, generando la luz mítica que ilumina los fragmentos supervivientes. El “fuera de campo” no es concebible en una pieza de arte clásico si no se fragmenta; el 'fuera de campo' de la fotografía incluiría la escena real que reconocemos en el plano. La mitificación de la realidad que provoca la fotografía es brutal por su naturaleza fraccional.
Si volvemos al ejemplo del Laocoonte, podemos recordar que, en la misma época en que los artistas renacentistas investigaban la representación en pedazos de copias romanas de obras griegas, este conjunto escultórico era ya mítico a través de la descripción literaria de Plinio (“obra de arte preferida por encima de toda otra en pintura y escultura”) hasta el punto de intentar dibujar cómo había sido, en un afán de reproducir una reproducción de la realidad y de un mito. Ahora la obra ausente constituía el mito.
Su hallazgo constituyó un tremendo impacto para el arte del Renacimiento porque constituía la materialización de un mito y además estaba prácticamente entera.
“Sucedió el miercoles 14 de enero de 1506, en un viñedo próximo a San Pietro i Vincoli, y a las pocas horas estaba Miguel Ángel en el lugar [...]... había encontrado pocas fuentes autorizadas en el arte clásico, que era su única norma cuando se trataba del desnudo . Y entonces, de una cámara subterránea, maravillosamente intacta, apareció la autoridad que necesitaba. [...] Incluso a esta distancia del tiempo hay algo milagroso en todo el acontecimiento, porque después de siglos de excavación, el Laocoonte sigue siendo una escultura antigua excepcional, y una de las pocas que anticipan las necesidades de Miguel Ángel”.
(K. Clarck : "El desnudo")
No debemos olvidar que el otro descubrimientos antiguo que conmocionó al genio italiano fue el “torso de Belvedere”. De hecho, la influencia del arte antiguo en Buonarroti viene en muy gran medida de “los fragmentos estropeados, los gigantes caídos, medio enterrados”, “frutos del accidente y de la sorpresa en beneficio de la exaltación del “pathos” en sus cuadros". Si bien una de sus fuentes la encontramos en las estampas japonesas (la cultura japonesa conlleva incluso la ritualización del instante) no cabe duda que lo que transmitió a Degás la revelación de la instantaneidad fue, sin duda, la fotografía.
Claudio Bravo: "Eva" (lápiz sobre papel)
Portada y contraportada del disco "The Refrescos", producida por Polygram Ibérica S.A.
Diseño de Bernardo J. Vázquez y M. Alborés.
Dirección artística, diseño gráfico y modelos tridimensionales de M. Alborés.
Fotografía de Antonio López.
La escultura, el modelado, junto con la pintura y la fotografía pueden crear un juego representacional como el que explota este diseño de portada discográfica. Los miembros del grupo musical, por imperativos del diseño de promoción establecido por Polygram, debían aparecer representados en la carpeta, criterio que los músicos no compartían. La solución final muestra en portada una foto que aparenta un collage que oculta los rostros de los protagonistas, pero no sus ojos, tras sendas hojas de periódico. En la contraportada decidí presentar a los músicos fotografiados, pero éstos preferían caricaturas. Decidimos reproducirlas en volumen y fotografiarlas, con lo que el juego establecido con la portada adquiría mayor interés. Finalmente, incluímos un cómic con las caricaturas dibujadas en la funda interior.
Klaus Kammerichs: "Tour de France", 1971 (detalle).
Klaus Kammerichs: "Tour de France", 1971.
René Magritte : "Los paseos de Euclides"
M. Alborés : "No hay nadie" (fotografía de la serie 'museo de cera')
6-La ventana y la naturaleza. El paisaje.
Según Roger Scruton , “ante una fotografía, uno menciona las particularidades del asunto: ante un cuadro, únicamente el aspecto observable captado en el cuadro”. Sin embargo, podemos objetar a Scruton el hecho de que hace referencia a una visión única posible de ambos.
Por añadidura, parece ignorar la responsabilidad del fotógrafo sobre el asunto, cuya materialización a menudo es obra suya, sin ejercer estrictamente de escenógrafo. Scruton no considera fotografía, siquiera, a aquella que reproduce una representación (foto “creativa”- moda, publicidad, fotomontaje, efectos de estudio y laboratorio, decorados, falsos fondos...). Estoy de acuerdo en que el producto técnico de la fotografía no es estrictamente una representación, pero la elección del asunto, común a pintor y fotógrafo, constituye un innegable de autoría que implica una representación en la estructura profunda del artista, y cualquier fotógrafo efectúa dicha operación análogamente a cualquier artista plástico, sólo que el material que utiliza es diferente. El objetivo sustituye al ojo. La luz de los objetos substituye a la pintura. Ésta representa la luz ( y el color) señalando un contraste de valores. Las sales de plata señalan la luz representando el contraste de valores que observamos en la realidad, sustituyendo al pincel. El carácter variable de dicha valoración implícito en las combinaciones de diafragmas, focales y velocidades de exposición, dotan a cada fotografía de un carácter de búsqueda que consigue resultados tan acertados o casuales como en la pintura.
En ambos casos es fácil hacer sonar la flauta. La “melodía” resultante sólo podrá ser apreciada en base a su coincidencia con la convención “musical” del espectador. La paradoja que plantea la representación fotográfica es que confundimos sus convenciones con las de la realidad visual y ésto es muy limitadamente cierto por diversas razones. En primer lugar, nos aferramos a uno de los sentidos más engañosos que poseemos. La palabra “espejismo” adquiere muchas más connotaciones que su significado original, y no concebimos fácilmente un equivalente al espejismo a través de nuestros restantes sentidos.
La ilusión óptica tiene un nombre bien común, pero no suele ser aplicada a fenómenos basados en el mismo principio. El problema radica en que, convencionalmente, nuestra cultura representa la realidad por culpa de una cuestión de mera semejanza agravada por el hecho de que la reproductivilidad de la fotografía hace que, como objeto real, un copia se nos presente idéntica a otra, por lo que creemos que ambas son reflejo fiel de la realidad, cuando en realidad lo son de una abstración. El idiolecto fotográfico no es real, es imaginario, al igual que nuestra representación del discóbolo de Mirón a través de todas las copias y fragmentos de copias que conservamos, pues lo único que retenemos es el instante representado.
La fotografía incrementa el efecto de nuestra realidad inscrita en otra semejante aniquilando falsamente el mito de la caverna Platónica. Nuestra cultura fotográfica (incluyendo su dimensión cinematográfica) se ha apoderado de nosotros y reconocemos cualquier “ realidad” a través de la fotografía o sus derivados y equivalentes ( cine, TV). Evidencia nuestra unidad de pensamiento-producto visual. Fotografiamos con un simple guiño todo cuanto nos rodea y reconocemos en el proceso los mitos que las imágenes contienen, en un instante, en una pequeña ventana.
Cuando Magritte critica irónicamente la teoría gnoseológica Euclidiana en “los paseos de Euclides” nos dice con sutil brutalidad que estamos condenados al encierro en lo alto de nuestro cuerpo y que disponemos de una única ventana. El paisaje que la ventana nos ofrece puede ser tan equívoco como equívoca es la realidad de un cuadro. ¿Es realidad lo que hay detrás del cuadro? ¿Y qué decir del que lo contiene?
Desde que el hombre es hombre (fecha cuya exacta ratificación es polémica) ha tenido ocasión de ver la naturaleza a través del hueco que le ofrecía un lugar resguardado. Hoy podríamos decir que rara vez el hombre urbano prescinde de las ventanas que rodean su casa, su oficina bancaria, su bar, su automóvil., su casco integral, su televisor.
Al principio, la más tosca ventana que ofrecía una simple cueva, le ofrecía un trozo de la naturaleza reconocible y aislable. El sedentarismo supuso adoptar una ventana que le ofreciese una naturaleza lo menos inhóspita posible.
Sin embargo esa era la única relación que el hombre tenía con el espacio que veía por su ventana. Un hombre feliz es un hombre al que le gusta lo que ve desde su ventana. Es posible aislar la interpretación del todo que el hombre ha hecho siempre al mirar por su ventana. Lo que entendemos por paisaje, en cierto modo, se manifiesta aquí, precisamente. En el hecho de acotar la problemática de nuestro entorno haciendo como si nos alejáramos de la ventana que constituyen nuestros ojos y la viésemos más pequeña. Aquí dentro estoy seguro y lo poco que veo no me inquieta o me agrada.
Sin embargo, la relación con nuestro entorno nos ha condicionado nuestro juicio sobre él. “Estamos rodeados de cosas que no hemos hecho y que tienen una vida y una estructura diferente de la nuestra [...] pensamos en ellas como componentes de una idea que hemos llamado naturaleza” (K. Clarck).
La mayor o menor hostilidad de la naturaleza condiciona nuestro propio concepto de ésta. Puede significar peligros, cambios imprevisibles, obstáculos para la supervivencia. Lo que nuestros ojos ven. Lo que todos nuestros sentidos captan, es un pedazo de naturaleza considerado como un todo de límite inconcreto. hasta donde alcanza la vista. Cuando nuestro hombre imaginario vio que un lugar no ofrecía variaciones bruscas y le ofrecía sustento lo escogío como residencia permanente. Siempre que dispuso de un refugio con una ventana al exterior pudo intepretar el estado de las cosas mirando a la ventana y procuró que las señales que la ventana le presentasen fuesen favorables.
Ver el bosque a lo lejos supondría estar lejos de sus peligros (tranquilidad) ver sustento cerca supondría saber asegurada la subsistencia (tranquilidad). La ventana le informaba del presente. Le daba el parte del tiempo o le decía si la fruta era abundante. Le comunicaba tranquilidad o intranquilidad y le permitía fraccionar la intensidad de sus sentidos. Podía limitarse a las señales que provenían de la ventana.
La ventana encierra. por así decirlo, el resumen de la realidad que
interesa al ser humano. Cuando éste comienza a trabajar la tierra,
modifica su entorno y lo adapta a sus necesidades. Lo que su ventana le muestra ha sido puesto por él en buena parte. La creación de huertos y jardines constituye el primer paso para la creación del paisaje, esto es, un fragmento de naturaleza hecho para recrear los sentidos. El mito del jardín está presente en múltiples culturas y simboliza el anhelo de una naturaleza favorable. No obstante, el “paisaje”, tal y como ahora lo entendemos, derivándolo o identificándolo con la pintura del paisaje y, más recientemente, con la fotografía de paisaje, es un concepto que aparece en la Edad Media.
El arte del paisaje “marca las etapas por las que ha pasado nuestro concepto de la naturaleza” (K. Clarck), pero si consideramos que el género estético del paisaje no existiría sin la teorización del que es objeto en el Renacimiento bastará con que releamos estas pocas páginas que he escrito y atisbaremos una contradicción con lo que hasta ahora he expuesto.
Si la humanidad ha querido desde siempre “fotografiar” la realidad, ¿porqué entraña tal complejidad la representación de lo más inmediato? Podríamos intentar responder a esta pregunta del modo siguiente: el paisaje encierra un compromiso excesivamente fuerte como pasa ser representado sin una reordenación, pues, como decíamos anteriormente, el hombre se convierte en tal cuando relativiza su concepción del entorno y lo reordena lingüísticamente.
Como no puedo extenderme más en el análisis del paisaje (y, al fin y al cabo, el presente trabajo no es más que un mero apunte para el texto que sigue a este bloque) intentaré limitarme a tocar aspectos menos trillados (y, por tanto, he de reconocerlo, menos comprometidos) de nuestra herencia cultural a través del paisaje.
6.1-El paisaje como acotación artificial de la naturaleza. El paisaje artificial y re-representado.
No olvido que he dedicado muchas jornadas a la construcción de paisajes tridimensionales, fragmentos artificiales de diferentes biotopos, tema que retomaré más adelante en relación a la imagen animal, pero que ha de ser tenido en cuenta como contexto de mis reflexiones.
Ya que no todo el mundo se dedica a ello (y menos dándole vueltas teóricamente mientras están en pleno “tajo”) intentaré plantear ciertos aspectos que se me ocurren al respecto, y creo que con cierto conocimiento de causa.
La pregunta para arrancar es la siguiente: ¿Cuáles son los motivos por los cuales el ayuntamiento de Barcelona invierte cincuenta millones (oficialmente) en reproducir una selva de Madagascar?
Y, pregunta consecuente, ¿Qué tiene que ver ésto con el “paisaje” tal y como lo hemos ido definiendo? Intentaré retroceder y recomenzar mi discurso antes de que alguien piense que peco de incoherente.
El género paisajístico ha sido fuente de inspiración e investigación a lo largo de la historia del arte. Un estudio en profundidad del tema llenaría páginas y páginas, y siempre nos quedaría algo que decir al respecto.
El aspecto que particularmente quiero estudiar a partir de este trabajo preliminar es el de paisaje re-representado.
No podemos aislar el estudio del paisaje pictórico o fotográfico del concepto del paisaje a través de la literatura y la cultura en general.
La necesidad de aprehensión del paisaje es tan variable como entornos socioculturales, geográficos o históricos nos imaginemos.
Lo que realmente me parece atractivo del tema es el hecho de que el hombre no se ha limitado a reproducir la naturaleza a partir de ésta, sino que, inevitablemente, ha reproducido reproducciones (valga la redundancia) paisajísticas que no ha podido evitar tener en cuenta en cada nuevo paisaje creado.
Sería interesante establecer un estudio del paisaje-no-estrictamente- paisajístico a través de la pintura, esto es, el telón de fondo sobre el que se han plasmado escenas, retratos, mitos y batallas. El paisaje no me parece tan significativo en Zuloaga como en Velázquez; precisamente porque Don Diego, que no fue nunca un paisajista, nos mostró en numerosos cuadros un dramático sentir del paisaje español. Así podríamos establecer la casi anodina categorización de paisajes puros, paisajes con figuras y figuras con paisajes. En esta última categoría encontramos (y prueba de ello es la pintura de Tiziano, Veronés y toda la escuela veneciana) las muestras más interesantes de lo que el paisaje significaba para los creadores de imágenes de nuestra cultura occidental (ver: Asturias, M.A.: "Velázquez", Noguer, Barcelona 1977)
El paisaje por el paisaje adquiere otras connotaciones que se alejan de la idealización a la que me quiero referir, pero los paisajes en los que se representan momentos míticos o históricos condicionan de tal modo nuestra percepción de dichos momentos, que adquiere, paradójicamente, una importancia significativa mucho mayor en lo que a temporalidad (en su sentido más amplio) se refiere.
Volviendo al ejemplo de Velázquez, nada mejor que las palabras de Miguel Ángel Asturias para expresar ese aspecto al qu apunto:
“A nuestro pintor no le gusta el paisaje por el paisaje mismo. Lo usa como sostén y complemento de sus retratos. Paisajes que se extienden por toda la lejanía del horizonte realzan la totalidad pánica de la visión del cuadro y envuelven en su magnitud a los personajes. Los retratos velazqueños de cazadores [...] no son tales por el atuendo de los personajes, sino por la presencia de la tierra baldía y áspera que los circunda, por el tembloroso existir de liebres y perdices y por las encinas inmóviles que constituyen el eje mágico de estas telas”. “ De esta novedad en el tratamiento del paisaje (novedad dentro de España [...] nace la perfecta fusión entre figura y ambiente, esto significa la conquista del espacio que envuelve a los personajes como irradiación de ellos mismos, como su exacto y perfecto receptáculo. Ortega y Gasset ha escrito con todo acierto que “en Velázquez el ambiente aéreo deriva de las figuras mismas y no de su contorno, espacio o ámbito”.
El paisaje es, ante todo, la presentación de un entorno que no debe ser entendido meramente como un “dónde” sino que más bien constituye el “cómo” de las cosas que contiene o implica. El paisaje, aún el más realista imaginable, lleva implícito por comparación el paisaje mítico, el Jardín, cuya forma idioléctica se ve conjurada en cada representación del mismo.
El mito es inherente al paisaje porque éste representa a la naturaleza, cuyo rostro oculto genera el mito. Hablábamos al principio del origen comunicacional del mito y llegamos ahora a su fuente más primitiva: el paisaje.
El porqué de las cosas es un enigma cuya formulación ha cambiado desde los orígenes de la humanidad. La impotencia ante las fuerzas de la naturaleza han hecho que la geografía condicionase, a través del clima, la fauna y la vegetación, los miedos físicos del hombre.
Los entornos naturales no franqueados contenían peligros desconocidos que, a través del, en principio, práctico sentido de la previsión, mundos crecidos en la fantasía cobraban existencia y se superponían al conocimiento real de las cosas, e influían en el desarrollo intelectual de una comunidad. Cualquier ser vivo está condicionado por el entorno natural que lo rodea.
Su forma de “ser” está irremisiblemente unida a su forma de “estar”, y ésta, es tan obvio, que no voy a decirlo.
Actualmente poco queda de natural en el paisaje que podemos ver en el mundo civilizado. Lo que creemos “naturaleza tal cual” no es “tal”, sino que ha sido modificada por el hombre. Más allá de las edificaciones se extienden bosques creados y destruidos por nosotros, campos de cultivo, repoblaciones vegetales y cinegéticas. En el pasado, todo un mundo por descubrir entrañaba tal cantidad de misterios que era inevitable que las diversas formas de representación fantasía y realidad se mezclasen irremediablemente.
La visión del paisaje no puede ser comprendida sin su relativización cultural. Pensemos, por ejemplo, en la visión del paisaje Oriental ofrecida por Walter Scott en “El Talismán”, fruto de un afán de buscar mitos en un tiempo y en un espacio lejanos. De hecho, si pensamos en la evolución de la relación del mundo anglosajón con su propio entorno paisajístico podemos entrar en otra dimensión del problema no menos interesante.
Los densos bosques selváticos que cubrían Irlanda, Escocia e Inglaterra en la Edad Media, fueron abriéndose a lo largo de la historia para dar paso a las extensiones de pastos y pequeños bosques que hoy en día caracterizan la campiña inglesa, un paisaje hecho por el hombre a su medida.
Sin embargo, aquellos tiempos pasados de míticos bosques llenos de criaturas desconocidas y fantásticas cultivaron una relación tan extensa de relatos orales, narraciones de viajeros y campesinos, que, desde entonces, la naturaleza y el entorno paisajístico se verían irremisiblemente afectados por esa otra visión que provenía, ni más ni menos, que de buscar una interpretación a fenómenos desconocidos o sólo conocidos parcialmente.
Podríamos hablar de este fenómeno de mitificación del paisaje en cualquier cultura del mundo, pero el legado céltico al mundo anglosajón ha desarrollado tal cantidad de vocablos constituyentes de un nuevo paisaje lingüístico que hace falta años y años de paciente labor para recopilarlos y ordenarlos. Thomas Keightley ( Fairy Mythology) Kurt Ranke (Encyclopïdie des Märcheus) o Katharine Briggs dan fe de este extensísimo mundo de paisajes transformados por el fenómeno del mito, y, más concretamente, de las criaturas míticas que lo intercondicionan. Posiblemente, la representación verbal más completa del paisaje mítico de la cultura anglosajona sea el “sueño de una noche de verano” de William Shakespeare, pero, antes y después de Shakespeare, es toda la comunidad la que confecciona de boca en boca un paisaje que oculta un mundo detrás de cada piedra, dentro de cada árbol y en cada una de sus hojas.
Los bosques más frondosos y las montañas más inaccesibles son escenario y “leit motiv” de innumerables historias y leyendas que, en su mayoría, no son más que una relativización de los aspectos más humanos de la vida confundidos con lo sobrenatural.
Muchos autores literarios han utilizado esta relativización del paisaje para expresar con mayor fuerza el mensaje moral de sus narraciones. El hombre podía, así, enfrentarse a situaciones que resumían los deseos, temores, afectos y logros de toda una comunidad representada por un héroe capaz de superar los peligros contenidos en un paisaje peculiar y a la medida de su propia capacidad de héroe. Particularmente, he creído oportuno mencionar a tres autores que han utilizado el recurso del paisaje artificial para una crítica de nuestra noción de la realidad. Considero que los tres, en sus diferentes momentos históricos, son decisivos en su aportación pese a la disparidad de sus planteamientos. Se trata de J. Swifft, L. Carroll y J. R. R. Tolkien. Los tres me servirán como eje explicativo y, en particular, Lewis Carrol me ayudará a exponer ciertos conceptos sobre la representación visual que me he ido dejando en el tintero. Por esta razón, daré al reverendo Dogson un apartado especial más específico para cumplimentar el tema del fotógrafo como autor, pero esto será otro cantar.
M. Alborés: "La ventana" (lápiz, tinta, gouache y pastel sobre papel)
Ya los antiguos egipcios trabajaban técnicas escultóricas similares a las empleadas en las figuras de los museos de cera que hoy conocemos. Las condiciones de iluminación exigen la aplicación de recursos pictóricos para el logro de una apriencia verosímil basado en el aspecto, traslúcido como la piel humana, de la cera. (M. Alborés, foto de la serie 'museo de cera')
M. Alborés: 'Retrato de Steve McQueen'
En su discurso, Scruton menciona el ejemplo del retrato pictórico frente al fotográfico como crítica a la fotografía como forma de representación, y, por tanto, de arte (si consideramos éste como una forma o modo de representación). Por lo tanto, bajo el punto de vista scrutoniano, el control de ciertos accidentes ópticos y mecánicos son la única causa de que estas imágenes de Steve McQueen no lo representan, sino que lo reflejan, lo reproducen. No muestro una actitud muy noble al hablar de estas imágenes como de Steve McQueen, porque he escogido, deliberadamente dos imágenes de una figura de cera, que reproduce la imagen de Steve McQueen. También Scruton tiene en cuenta esta posibilidad, encontrando que la representación está en la figura, no en la foto que la reproduce. Sin embargo, las distintas posibilidades de composición e iluminación de la imagen de dicha figura pueden servir tanto para reproducir el aspecto de una figura de cera como para componer un retrato del autor. Seguramente, Scruton nos diría que, en tal caso, iluminación y ángulo se comportarían como ruidos en la comunicación del contenido. Si cosigo encontrar a una persona cuyo físico aspire a emular un sosias de McQueen, también podría utilizarlo para ello. Parecer y representar no son sinónimos.
7-Anexo temático:
El paisaje y el pensamiento anglosajón.
En todas las culturas amparadas en sus respectivas creaciones literarias existe un caudal vivo y cargado de encanto. Un caudal de antiguos cuentos y leyendas, de héroes y personajes deambulando por paisajes que seducen a niños y guardan para los mayores, como dice S. Clot, “el atractivo sonriente de unos viejos amigos”.
Mi intención en estas líneas no alberga ninguna pretensión histórica ni ningún rígido método analítico. No quiero estudiar el folklore, ni el alma céltica que arrastro desde niño, ni analizar el genio anglosajón. Mi intención no es discutir las fuentes primeras ni determinar la parte que aportaron los diversos investigadores.
Es tarea para eruditos discutir si los cuentos sobre el rey Arturo tienen un origen bretón, si han sido contados a ambos lados del Estrecho, escritos en inglés o en francés, traducidos, imitados, copiados, refundidos, desarrollados, o, problablemente, cambiados para al final encontrarse todos en la obra de Malory en el S. XV.
Lo único que pretendo es apuntar la decisiva importancia del paisaje como protagonista de la literatura inglesa y cómo esta incide en el pensamiento anglosajón a lo largo de su historia. No podemos entender el paisajismo de Turner si no comprendemos las connotaciones que el paisaje adquiere en el arte plástico inglés a través de sus demás manifestaciones artísticas. Sólo tenemos que pensar en todas las leyendas extranjeras que Inglaterra se apropió y que sólo ella ha hecho célebres (ver S. Clot:, "Cuentos y leyendas de Gran Bretaña")
Shakespeare, como siempre, ejemplifica el poder de la literatura inglesa para darnos a conocer el fin trágico de Romeo y Julieta o el furor celoso de Otello a partir de oscuros cuentos italianos. Sin embargo, la superioridad anglosajona para reajustar la efectividad de las claves de una narración no se debe a un talento espontáneo de sus creadores, sino construye un paisaje a la medida de la fantasía como representación de la realidad.
La Dama de la Fuente, la Dama del Lago; los bosques y montañas que deben cruzar y vencer los Siete Paladines, son producto de la significación céltica que adquiere la naturaleza y el paisaje que éste produce, en el que ningún árbol, ninguna colina, está desprovista de espíritu e intrahistória propios. Un paisaje de símbolos que se superpone a cualquier paraje que acoja un acontecimiento significativo.
Cuando Tennyson, el poeta laureado de la era victoriana, busca la expresión del ideal de su tiempo, no hace más que dotar de brillantez mítica a los paisajes y personajes de los viejos cuentos de Mabingion y de Tomás Malory.
¿Y qué decir de la suntuosidad otorgada a estos mismos parajes, confundidos entre el mito y el recuerdo histórico, por el misticismo del arte de Burne-Jones, Watts y Rossetti? Las aventuras de Robin de los Bosques tocan la vida histórica de Inglaterra de una forma peculiar: los oprimidos buscan alianza en el paisaje más desfavorable, el bosque selvático de Sherwood, para utilizarlo como ventaja victoriosa. Sobrevivir al paisaje más temible supone vencer en su interior a todas las fuerzas del mal usándolo como aliado. En tiempos de la dominación normanda, la tradición sajona está conservada por los hombres libres del bosque, “niños mimados de un pueblo oprimido que encuentra su revancha en las baladas alegres y maliciosas donde e opresor burlado y vencido es el hazmerreír de todos” (S. Clot)
Esta sociedad de vencedores normandos y de vencidos sajones, de caballeros, de burgueses, y de campesinos describe y es resumida a su vez en los Cuentos de Canterbury, fruto del comportamiento de la gente que en el S. XVI, amparándose en una tradición narrativa que brotaba de cada piedra, de cada terrón, intentaba olvidarse de la lentitud de los viajes contando o escuchando cuentos salidos del mismo paisaje que atravesaban, haciéndolo al igual que los turistas contemporáneos reunidos tomando café en el hall de un hotel, unidos por el mal tiempo y discutiendo las noticias servidas en bandeja por los periódicos de la mañana.
El paisaje simboliza una identidad nacional al margen o no de sus connotaciones políticas. Me parece significativo que grandes analistas de la realidad inglesa a través de la literatura hayan sido, precisamente, irlandeses, como Swift, Shaw o Joyce, hijos de una antigua tradición de un pueblo cuya cultura no profundizó en el conocimiento de la fauna y flora de sus bosques, que antes de la Edad Media poseían un entorno muy distinto climáticamente. La conquista del paisaje silvestre por el humano está patente en la campiña inglesa, pero el poder de los mitos feéricos viene de la convivencia con múltiples especies zoológicas y una visión imaginativa de un entorno natural frondoso, de inviernos lóbregos y primaveras espléndidas. El bosque marca con sus lindes la frontera entre lo humano y lo animal, ancestralmente totémico, espiritual. Irlanda, Escocia y Gales, ante la invasión Inglesa, acentuaron culturalmente la identificación con ese componente de la naturaleza ajeno a la conquista del paisaje civilizado.
7.1-Swift y la relativización del espacio natural.
Y de Irlanda, precisamente, proviene el autor literario que de forma más original recoge en su obra esa relación con el "otro", el "diferente", las otras posibles humanidades que no hacen sino servir de pantalla de proyección a la dueña de la cultura que las inventa. Se trata de Jonathan Swift, que con sus obras constituye una pieza fundamental de la literatura inglesa, pero particularmente, con "Los viajes de Gulliver", dará testimonio de una cultura necesitada de la existencia de "otros" diferentes con los que medirse, trasladando a una narrativa aventurera los mitos de la cultura de los enanos, elfos, duendes, hadas y gigantes. Una cultura creadora de un paisaje animista.
Repasemos la biografía y el trabajo de Swift brevemente, antes de pasar a comentar un mero pretexto que anticipará los contenidos de la tercera parte de este libro:
El irlandés Jonathan Swift (Dublín 1667/1745) era, sin embargo, hijo de padres ingleses. Su padre murió antes de su nacimiento, lo que sumió su niñez en la pobreza. Su educación corrió a cargo de la generosidad de sus tíos, lo cual supuso para Swift una humillación personal.
Inició estudios de teología en el Trinity College de Dublín, y en 1689 entró como secretario al servicio de Sir William Templi, pariente lejano de su madre. En su casa de Moor Park (Surrey) tuvo acceso a una considerable biblioteca que le permitió mejorar su formación. Por estos años se dedicó a componer odas pindáricas, una de las cuales provocó un despectivo comentario de su primo, el poeta Dryden.
También en Moor Park fue preceptor de Esther (Stella) Johnson, hija ilegítima de Sir William, que años más tarde iba a ejercer una gran influencia en la vida del escritor.
Deseoso de recobrar su libertad, y descontento del escaso apoyo que le prestaba Temple, en 1694 dejó su servicio y volvió a Irlanda, donde ingresó en el clero anglicano (1695) y obtuvo la prebenda de Kilroot, cerca de Belfast.
Sin embargo, al cabo de poco tiempo volvió al servicio de Sir William, con el que permaneció hasta la muerte del mismo en 1699, fecha en la que Swift regresó a Irlanda y, gracias a la influencia de Lord Berkeley fue nombrado párroco de Laracor, en el condado de Meath.
En 1704 aparecieron juntas dos de sus obras satíricas más importantes: “ El cuento de un Tonel” ( The tales of a tub), sátira sobre “ lo corrompido en la religión y en la enseñanza” y “ La batalla de los libros” (the battles of the books) donde escribe en estilo bufo-heróico una disputa entre antiguos y modernos.
Quiero destacar que ya en esta obra demuestra Swift una clara
conciencia de cómo la cultura y su tradición condicionan por completo la asimilación de la realidad, cuyos datos no vertidos en recipientes ya preparados por los preceptos y narraciones tradicionales. En este sentido Swift se aferra desesperadamente a la interpretación resultante de la narrativa antigua, que considera menos transformada y engañosa, más hermosa por más lejana, lo que le hace tomar partido por los clásicos en su batalla de letras.
Conozcamos un poco más de Swift y luego explicaré porqué tiene sentido que hablemos de él aquí:
En los años siguientes, escribió una mordaz parodia de las homilías de Robert Bay, “Meditación de una escoba” ("A meditation upon a broomstick"), publicada en una “Miscelánea de prosa y verso” (1711) aunque la composición se data entre 1705 y 1710; un poema que excepcionalmente, no tiene nada de satírico (Bancis and Philemon, 1707), su “Argument against abolishing christianity (1798) y en el poema “Cadenus and Vanessa” (1726) dedicado a Esther Vanhomring.
Mientras, sus ambiciones le movieron a cambiar de actitud política: después de haber apoyado a los Whigs con toda la violencia de su pluma satírica, en 1710 pasó al partido de los tories, entonces en el poder, y publicó una serie de corpúsculos políticos bajo el seudónimo de Isaak Bickerstaff. Su libelo “La conducta de los aliados” (the conduct of the allies, 1711) tuvo gran resonancia, y en 1713, fue nombrado Déan de San Patricio, en Dublín; pero no tardó mucho en comprender que no seguiría ascendiendo en la jerarquía eclesiástica debido a la hostilidad que le mostraba la reina Ana; Swift siguió, pues, en Irlanda, país en el que, en estos momentos, se consideraba como desterrado, cada vez más amargado, sobre todo después de su retiro definitivo en 1714.
En 1713 había iniciado la redacción del “ Diario para Stella” (Journal to Stella) publicado en 1766 -1768, documento revelador sobre la intimidad de Swift, y reflejo del amor que inspiró a Esther Johnson, con la que parece probable llegar a contraer matrimonio secreto, aunque nunca vivieron juntos.
A partir de 1720 , y esto es muy significativo, había empezado a interesarse por los problemas de Irlanda, y en 1724 publicó uno de sus panfletos más virulentos “Las cartas del pañero”, contra la concesión de un monopolio de moneda fraccionaria. Por estos años, entre 1721 y 1725 redactó lo que había de ser su obra maestra y que justifica que dediquemos en este momento tanta atención al dublinés: “Los viajes de Gulliver” (Gulliver’s Travels, 1726). El paisaje mítico adquiere, en esta obra, una renovación que significa una nueva visión del hombre y del mundo.
Ya hemos insistido en el protagonismos del paisaje como generador de conflictos en toda la tradición cultural anglosajona, pero la conquista del entorno natural había destruído la posibilidad del ejercitamiento heróico tal y como los “Fairy Tales” habían ofrecido hasta el momento.
Las representaciones del paisaje, incluso a nivel pictórico, o en el a menudo olvidado campo de la ilustración (que más adelante mencionaré), habían traducido la imagen preexistente de un idiolecto paisajístico mítico en una nueva visión objetiva de la naturaleza, basándose en los postulados que desde hacía casi dos siglos Italia había donado a la cultura occidental.
Sin embargo, la visión pseudohumanista del Robinson Crusoe de Defoe no era sino un canto a la imposibilidad del inglés de seguir autodemostrando su valía heróica ante el entorno natural, pues este había sido debidamente racionalizado. Personalmente prefiero la odisea vital de Moll Flanders, en la obra de Defoe, pero el Robinson tiene la capacidad de universalizar el deseo humano de superar pruebas, para demostrarse la validez de sus recién adquiridos recursos.
Crusoe es el hombre con recursos, que aspira a la modernidad, que se ayuda de sus conocimientos y su tecnología, de los productos de su industria. El Robinson es un modelo de supervivencia amparándose en el artificio, en la herramienta y el arma (lo que consigue rescatar del barco encallado en los arrecifes), y en este sentido no es el mismo hombre, solo ante la naturaleza, que encarnan el Mowgli de Kipling o el Tarzán de Burroughs, ya que, si Mowgli es el hombre que se cría en la selva para medir su lugar en la naturaleza, Tarzán es el hombre blanco, de casta noble, que demuestra la superioridad de su casta (respondiendo a una ideología mucho más reaccionaria). Ambos son criados por animales sociales (lobos y monos), y costituyen la añoranza humana por la vida salvaje, pero, en cambio, Crusoe no está armado sino de cultura y tecnología.
El juego del que se vale Swift consiste en llevar más lejos el problema de Robinson (su dependencia de los restos de naufragio) sólo planteable fuera del paisaje inglés. Swift ironiza trágicamente la pérdida del paisaje que justifica unas características culturales. Robinson representa el triunfo de su cultura. Gulliver contempla el fracaso de todas las culturas posibles a través del juego del cambio de perspectiva del que el propio Swift es víctima: no es hijo del paisaje irlandés ni del inglés, sino del mítico paisaje céltico lleno de hadas, bogeys, Goblins, nieblas verdes, lamias y toda suerte de transformaciones de criaturas surgidas del fondo del bosque.
La transformación del paisaje ha hecho que los mitos pierdan su presencia, y que el propio hombre pierda su dimensión mítica, sufriendo dolorosamente una realidad que ya no viene del cielo ni del fondo del bosque, sino de los otros hombres.
Cuando Swift es consciente de que el añorado paisaje inglés que anhela ha sido usurpado a los seres feéricos irlandeses, vuelve sus miras a la causa irlandesa, pero su odio al hombre es ya irremediable.
La ironía hizo que su talante mordaz, al no poder ser el inglés que deseaba, lo constituyese al final de su vida, en Dublín, un auténtico ídolo popular, héroe de la causa irlandesa, sumido en la más atroz de las misantropías que, tras la muerte de Stella, le llevó paulatinamente a perder la razón y refugiarse en la locura.
“Los viajes de Gulliver” es, más que una terrible sátira dirigida contra la sociedad inglesa de la época, una denuncia contra todo el mundo civilizado, ese mundo en el que el paisaje sólo adquiría significado a través de sus habitantes, y no al revés, como la base céltica de su cultura, inconscientemente, le había inculcado.
Lilliput relativiza el paisaje reduciéndolo con sus habitantes, hermosos a primera vista al reducir sus defectos, pero de sentimientos pequeños y mezquinos. Sus múltiples actos contemplados desde lo alto muestran claramente sus absurdas intenciones, pero Swift no crea nada nuevo si no es la transformación genial que hace de las criaturas que vivían bajo los helechos del soto-bosque ignoto. Es como si Swift descubriese el truco encerrado en la existencia de los gnomos.
El carácter ejemplar con el que habían poblado las tierras anglosajonas hace que descubrirlos sea a la vez destruirlos. Un bogey (bogey o bogart, término gaélico equivalente al gallego trasno, o trasgo, diablillo feérico, duende astuto y malicioso) representa la malicia humana traspasada a los acontecimientos arbitrarios que surgen de la naturaleza. Un liliputiense también, pero su carencia de rasgos fantásticos que lo dote de una existencia fantástica lo hace a la vez odioso como humano e inexistente como bogey, porque ha tenido que ser imaginado en una tierra extraña, el único modo de concebir un paisaje en el que todavía haya misterios encerrados.
Swift prueba desesperadamente todas las posibilidades y convierte a Gulliver en un liliputiense en tierra de gigantes, en la que cualquier porción de nuestra realidad cotidiana se transforma en paisaje.
Recordemos el descenso que realiza Gulliver por el cuerpo de una gigantesca mujer cuyos mínimos detalles en su piel constituyen auténticos accidentes geográficos, identificados -recordemos la naturaleza representada en la pintura gótica- desde muy antiguo con lo casual e imperfecto. En sus demás viajes, Gulliver se introduce en el paisaje originado por distintos puntos de vista acerca del mundo: el artístico, el matemático, el mitológico y, siempre, el absurdo.
La experiencia de Gulliver en Brobdignag, en cierto modo, supone la constatación de que, como inglés, él mismo fue uno de esos gigantes en Liliput, y cómo Liliput no era un Estado más mezquino su propio país, cuya opresión sobre Irlanda equivaldría a la condición de la isla flotante de Laputa (o Lupata, como preferían rezar las traducciones de A. Cunqueiro para no herir la sensibilidad de los jóvenes lectores de la obra -otro ejemplo de involuntaria literatura infantil, como la Alicia de Carroll). Los avances de la ciencia son ridiculizados en Balbinarbi, y la tiranía de la élite cultural se hace patente en la tierra de los Houyhnms.
Swift es terriblemente consciente de que antes había dos medios de conocer el paisaje: recorriéndolo o imaginando el recorrido. Ahora ya sólo queda el imaginarlo en lugares ignotos, pero no puede evitar reírse amargamente de las fantásticas visiones de Marco Polo. Lo peor de todo era ser consciente de no haber pertenecido jamás a los paisajes de Virgilio y haber perdido el mapa para llegar a Camelot.
7.2-El paisaje especular. Lewis Carroll y su tiempo.
Mencionábamos, al hablar de la relativización del paisaje mítico anglosajón, la labor de esos artistas gráficos condenados a la segunda división del mundo del arte: los ilustradores. El mundo feérico anglosajón, al recoger tradiciones culturales del resto de Europa, como ya hemos dicho, encuentra en sus bosques lugar para ubicar a estos seres bajo la hojarasca, entre los helechos y el sotobosque o en las ramas de los árboles. Esta imagen prodigiosa del bosque, común a todos los pueblos cuyo asentamiento es cercano a las densas extensiones de arboleda, está motivada por la dificultad que entraña internarse en un espacio tan sobrecargado de cosas difíciles de distinguir. Muchas criaturas huidizas, a menudo peligrosas, otras veces absurdamente tímidas, dan pié a la reconstrucción, a partir de una imagen fugaz, de un guiño, a la reconstrucción de seres montados con piezas de otros seres, con la ayuda adicional de la penumbra móvil de la vegetación.
7.2.1-Naturaleza e imagen. Especulación y animalidad.
Este fenómeno es patente incluso en la cultura más avanzada cuando el desconocimiento visual de algo lo recrea de forma absurda. Si repasamos las representaciones pictóricas del episodio de Jonás y la Ballena, veremos que los pintores se limitaban a aumentar de tamaño cualquier pez que las más de las veces habían visto servido en un plato. Múltiples representaciones de escenas mitológicas se permiten la licencia de recrear seres fantásticos aún tratándose, supuestamente, de animales reales.
Los delfines de Rubens, con agallas y escamas, no son más que rubios o meros rescatados de la cazuela. El conocimiento detallado de los elementos de la naturaleza fue a menudo desarrollado a través de ilustraciones y grabados muy lejanos de la realidad, y una de las grandes aportaciones de la fotografía a la cultura contemporánea fue la visualización aceptablemente exacta de animales y plantas.
Cuando mencionábamos a Swift, no insistimos tal vez lo suficiente en el hecho de que, en aquel tiempo, un liliputiense no era un ser más extraordinario que un masai o un pigmeo, difícilmente asimilables como seres humanos, y más si tenemos en cuenta que el campesino de la época creía en la existencia de gnomos, duendes y hadas, o , cuando menos, formaban parte de su concepción de las cosas aún sin creer en ellos.
Esta cultura tan rica en mitología doméstica en el plano oral y escrito, produjo un sinfín de imágenes a cargo de pintores e ilustradores como Richard Bovet, en el S. XVII (entre otros muchos) y un auténtico sinfín en el tránsito entre el S.XIX y el XX (T. Crofton Croker, Arthur Rackham, Wilma Hickson, J. F. Campbell, Jacobs, Steel, Williams Ellis, Croker o el mismísimo Tolkien).
7.2.2-La expansión colonial y los otros mundos
La inglaterra victoriana estuvo marcada por una prosperidad burguesa basada en el comercio alimentado por las colonias . Los exóticos productos que probaban la existencia de tierras lejanas y distintas alimentaban la fe en descubrimientos nuevos salidos de entornos diferentes, a la vez que germinaba una sociedad industrial por y para la burguesía.
El puritanismo de las costumbres de esta sociedad burguesa ofrecía, como válvula de escape del tedio, la publicación de libros con grabados que recogían las historias que hablaban de parajes lejanos, no en el espacio, cada día más conquistado, sino en el tiempo, eternamente indómito. Los “viajes de Gulliver” mantenían su vigencia, como un clásico cuya sustancia iba mucho más allá de dos siglos atrás, pues el mismo fenómeno ocurría con los cuentos y leyendas del pasado, pero relegados al papel de lecturas de iniciación, de juventud ensoñadora, cuya temática, no obstante, era patente en los pintores prerrafaelitas e incluso en los primeros fotógrafos pictioralistas.
De hecho, los paisajes más “objetivos” de la época victoriana, en plena pubertad de la técnica fotográfica, son probablemente series fotográficas, como las de Francis Frith, dedicadas a “Egipto, Sinaí y Palestina”, ya que constituían el mejor recurso para competir con la imagen idealizada de las litografías. Sin embargo, la mayoría de los fotógrafos del círculo de la Photografic Society de Londres,
paisajistas o no, adoptaban una actitud romántica. En realidad, la elección temática de Frith obedecía también a una necesidad social de ver nuevos paisajes con un misterio encerrado dentro.
La literatura, análogamente, infiltraba, como réplica al naturalismo social de Dickens, nuevos planteamientos en dos vertientes: el análisis social, mordaz en casos como Wilde o Bernard Shaw, o bien mediatizando la narración en paisajes cargados de intrahistoria mítica (caso de Meredith o Hardy, o, más tardíamente, la búsqueda del mito en tierras lejanas en el tiempo y/ o en el espacio (G. Eliot, Conan Doyle, Joseph Conrad, Stevenson o Kipling).
Era lógico, por tanto (y de lógica vamos a hablar) que una obra como “Alicia en el país de las Maravillas” tuviese tanto éxito en una sociedad árida de canalizar su necesidad de un paisaje a la vez fantástico y cercano.
El artificio paisajístico de Wonderland es fácilmente asimilable por un público que sabe leer desde su infancia histórica el paisaje de símbolos, pero su auténtico impacto radica, además de su actualización a base de elementos típicos de la vida victoriana, en la disposición de las cosas a través de la lógica del lenguaje y el pensamiento, no siempre en concordancia con la disposición de la naturaleza.
Asimismo, la particular visión que Carroll (que trataré con más profundidad en un próximo apartado), hereda sin duda del paisaje literario tradicional, produce una excepcional caricatura gracias a una relativización del espacio análoga a la de Swift, pero sin salir del jardín de casa.
Los avances de la óptica, de importante aplicación científica, inspiran a Carroll la visualización de bosques de césped y flores, por no hablar de su revisión del bosque tras cuyos árboles todo puede aparecer.
En “A través del espejo” el bosque mítico adquiere una novísima revisión del paisaje de símbolos. El bosque en el que las cosas no tienen un nombre es, de hecho, el propio universo, en la medida que se aparta de las criaturas manipuladoras de símbolos que etiquetan porciones de él, porque, como Alicia había recalcado pragmáticamente, “es útil para la gente que les pongan nombre”. La conciencia de que el mundo por sí mismo no contiene signo alguno (que no existe conexión alguna entre las cosas y sus nombres, a no ser a través de una mente que encuentre las etiquetas útiles) es, huelga decirlo, el nombre, una apreciación filosófica trivial, pero ¿no constituye el nombre una definición? ¿No esconde toda definición una delimitación, una descripción del contorno de las cosas? Carroll solo puede jugar con su bosque literario porque ya habría sido definido previamente. Si no, por lógica, no existiría.
Podemos reflexionar sobre el hecho de que la pintura victoriana define paisajes preexistentes, reuniendo elementos ya establecidos, que no existen reunidos en la realidad a no ser por una pura casualidad. A Carroll fotógrafo no interesa el paisaje por dos razones: la primera es, sencillamente, que, en el paisaje real, los elementos ( que son los que definen el paisaje), una fotografía captaría elementos sin nombrarlos y a Carroll le gusta la verbigracia fotográfica, disponer los elementos. Por eso, Lewis Carroll, heredero del paisaje literario, lo revitaliza verbalmente gracias a la revelación de la fotografía (sus producciones literaria y fotográfica más fructíferas son coetáneas) pero nunca sintió la necesidad de fotografiar un paisaje.
7.3-Tolkien y el paisaje artificial.
Si quisiera resumir lo más brevemente posible la disertación que he desarrollado hasta aquí, lo mejor que podría hacer sería recomendar a buenos entendedores la lectura del cuento "“HOJA” de Niggle", de J.R.R. Tolkien.
Pese al carácter extremadamente simbólico de este exquisito cuento, es, posiblemente, la obra más esclarecedora del modo de entender la existencia por parte del autor.
Un hombre tiene que hacer un viaje, pero lo pospone constantemente porque tiene cosas que hacer: ha de acabar un cuadro que había comenzado representando una hoja y que se ha ido complicando hasta conformar un árbol, que poco a poco exige un cielo, unas montañas lejanas, un paisaje.
Sus quehaceres caseros y el constante y desigual intercambio de favores con su vecino le impiden finalizar el cuadro antes de que vengan a buscarlo para emprender el viaje al que la Administración le obliga. Tras un período de “rehabilitación social”, el pintor ( Niggle) es enviado a un lugar en el que reconoce el paisaje de su cuadro, mucho más avanzado, para ser “acabado”. Su antiguo vecino está allí para ayudarle. En el prólogo de la edición de Minotauro de 1981, J.C. Santoyo y J.M. Santamaría nos apuntan la fundamental idea de Tolkien: la necesidad de que la obra de arte tenga “la consistencia interior de la realidad”:
“La pereza, la falta de firmeza de Niggle, son transformados” del otro lado del túnel” en prontitud, orden, servicio, lo que cambia a la vez la visión fugaz del artista en “subcreación” o creación derogada. La “Hoja” de Niggle es así parte de lo que Tolkien llama el Arbol de los Relatos, de follaje innumerable, en el que cada hoja es todas las hojas”.
Debemos tener en cuenta el momento biográfico anterior a la gestación de esta obra, un período tenso y cargado de preocupaciones. La sombra de la guerra oscurece a Europa y no augura nada bueno a Gran Bretaña.Tolkien, temeroso de verse afectado directamente por la catástrofe, presiente, tal vez, la necesidad de hacer balance de su vida y su carrera hasta aquel instante.
"'Hoja', de Niggle", es algo más que una justificación de su propio trabajo literario. Es una justificación de la función social del arte, bajo el particular prisma de un peculiar católico romano, en un mundo que no es sino una preparación para un Más Allá al que el artista puede acercarse y entrever su grandeza gracias a sus dotes de percepción. El arte constituye para Tolkien la posibilidad de construir un paisaje en el que nuestros deseos no se vean reflejados, sino cumplidos.
Su paralelismo con Carroll puede fácilmente ser establecido pero existe una clara diferencia entre el paisaje del País de las Maravillas y el de Fantasía. El uno es racional, el segundo espiritual. Carroll establece relaciones insólitas entre las cosas. Hace del paisaje inglés de mitos y leyendas un decorado artificioso, onírico y no obstante lógico, aun cuando su lógica posea fines lúdicos. Tolkien, al igual que en su obra gráfica y pictóricam no hace del mítico paisaje inglés un recurso, sino que la revisa y lo renueva. Continúa la tradición con un sentir nuevo, pero es un justo heredero de Malory, aunque no debemos olvidar que ya Carroll le había mostrado el otro lado del espejo, en el que se reflexiona sobre la realidad condicionada por el lenguaje y la percepción, que, a la inversa que en Carroll, son el recurso para construir el paisaje de Tolkien.
“La labor de Niggle es, desde un estricto punto de vista social, plenamente válida, pues sirve de nexo de unión entre el mundo superior, esa región ideal que acabamos de mencionar, y la oscura y fría realidad de nuestro vivir cotidiano. El artista es el vigía encaramado en la cofa más alta del palo mayor, que desde allí transmite incluso los más leves atisbos de tierra a los míseros galeotes hundidos en la sentina. Pero esta misión no deja de tener sus peligros.
El camino de Fantasía es intrincado y, por si fuera poco, suscita y genera incomprensión en este mundo racionalista y utilitario que nos ha tocado vivir. No son pocos los galeotes que critican al vigía y no comprenden que también es arriesgado mantenerse en la cofa expuesto al sol y al frío, tratando de distinguir la línea de la costa entre la bruma o la proximidad de tierra firme por el vuelo de las aves. La incomprensión y hostilidad de sus convecinos es uno de los tributos que debe de pagar todo aquel que destaca [...] Para él Fantasía, el intento de acercarnos a ese Reino y de cominar sus sendas supone un medio de lograr nuestra realización como personas y nuestro acercamiento y encuentro con el Más Allá” (Santoyo)
Los paisajes de Tolkien, tanto los literarios como los pictóricos, recrean geografías perdidas en un pasado imaginado por la historia y por la lírica. Lo que resulta asombroso es la claridad conque Tolkien asume el tema de la representación y su condición fraccionaria (el culto al fragmento) y cómo lo expone a través del paisaje, en el que la armónica unión de los elementos posibilita que cada uno de ellos contenga la obra completa, convirtiendo así a ésta en un todo que se incluye en EL TODO que la justifica.
Desde el punto de vista de Tolkien, el arte del paisaje implica la previsualización de un paisaje superior, más perfecto y dotado de todo cuanto llena nuestras necesidades y espectativas. De un modo particular, se ve irremisiblemente atraído por los significativos accidentes geográficos descritos en la tradición legendaria inglesa, viajando con la imaginación a lo que incluso para Malory había sido un pasado mítico, dotando al paisaje del don de definir en el tiempo y viceversa.
“El señor de los Anillos” y “ El hobbit” constituyen ejemplos de esa sabia recreación del paisaje, ignoto no por su lejanía espacial sino temporal "'Hoja', de Niggle" no sólo supone la demostración por parte de Tolkien de su clara conciencia del, llmémosle (ya que he utilizado de un modo particular el término) idiolecto paisajístico (un paisaje cultural subliminal) sino que además nos ayuda a vislumbrarlo en el corpus literario anglosajón y análogamente en el de otras culturas.
La Metáfora del Paisaje de Niggle no solo implica una relación entre el arte del paisaje y una realidad metafísica, sino también una perición de perfección a la Realidad Natural que va más allá de un reproche. El paisaje de Niggle exige un amorosa comprensión de los dones de la Naturaleza que el mismo Niggle, en su febril actividad artística,inconscientemente, había ignorado. Tolkien nos pide comprensión con la Naturaleza, una sana curiosidad que nos ayude a ponerla de nuestra parte.
8-Naturaleza y artificio
El paisaje que nos rodea ha sido metamorfoseado por nosotros y la existencia de reservas naturales convierte a la 'Naturaleza Espontánea' en una pieza de Museo, cuyo mayor atractivo, por desgracia, es la simple curiosidad que mueve al turista a visitar parajes distintos a los de su vida habitual, para retenerlos en un resumen memorístico o, “mejor” aún, en una fehaciente prueba fotográfica de su estancia en aquellos lugares. Una curiosidad similar a la que suscitaban los bestiarios y jardines botánicos de antaño.
Actualmente, los modernos zoológicos y los jardines parecen confluir en un nuevo criterio de representación de la Naturaleza que denota, paradójicamente, un escaso interés real por ésta, pero sí por la imagen que de ella nos ofrece el cine, la televisión, las revistas y los libros ilustrados.
Hablábamos, al principio de esta reflexión sobre el arte del paisaje, del hecho de que el hombre crea el género paisajístico a partir de una nueva visión de la Naturaleza que excluye el miedo a ésta y a los sacrificios que la extracción de sus frutos exige.
Un hombre que admira un entorno paisajístico lo hará sólo si no lo teme o si no lo trabaja (afirmación extremada, tal vez, pero significativa; es posible admirar una naturaleza hostil y dura, pero indudablemente no es sencillo) . Si su curiosidad le lleva a conocer entornos nuevos deberá vencer temores y sacrificios. Actualmente le basta con ver reproducciones carentes de riesgo y esfuerzo para satifacer su curiosidad, meramente contemplativa.
No voy a referirme a los Jardines y Parques Nacionales o Reservas Naturales nada más que para hacer la reflexión siguiente: su presencia no es natural. Sus entornos reúnen características escogidas por el hombre para decidir su conservación. La naturaleza creó lo que en ellos hay, pero constituyen una acotación artificial. De momento no voy a profundizar más en el tema, pero creo que se puede concluir qu representan distintas visiones posibles de una idea de la naturaleza que los hace asemejarse a Jardines creados artificialmente, en los que árboles y lagos son ubicados donde resulta más apropiado, conveniente y hermoso. Ya no son Naturaleza. Son una mera representación cercana a la reproducción, por muy exacta que esta sea.
La Naturaleza como Espectáculo sería un tema de tesis lo suficientemente extenso como para acotarlo, en este momento, en un mero apunte que quiero iniciar con una mención a los parques zoológicos.
La idea socialmente (o, más bien, institucionalmente) aceptada por la cultura occidental es que los “zoos” persiguen el fin primordial de proporcionar cultura y esparcimiento al gran público, además de suministrar material de trabajo a instituciones científicas para sus investigaciones fisiológicas y ecológicas.
Sin embargo, si los “zoos” modernos abandonan el antiguo concepto de la jaula y el barrote, es bastante evidente que buscan ofrecer un espectáculo más atractivo (y rentable) antes que instalar a los animales en las condiciones más parecidas a su ambiente natural.
No niego la preocupación por el cuidado de reproducir el hábitat de la especie, pero el interés de tan ardua labor no es tanto en beneficio del animal como de la financiación, basada en la atracción de un público que ya no se conforma con un simple bestiario.
8.1-Breve introducción a la historia de los zoológicos.
El primer parque zoológico registrado por la Historia, lo creó alrededor del 1100 a. de J.C. el fundador de la dinastía Chou en China. Los bestiarios de los emperadores romanos dejaban pequeños a los gigantescos zoológicos actuales con sus centenares de leones, tigres y panteras, que alimentaban los espectaculares juegos circenses.
En los aviarios, acuarios y colecciones zoológicas que mantuvieran reyes y príncipes durante la Edad Media tienen su origen los modernos jardines zoológicos.
Uno de los primeros concebidos como instrumento auxiliar para el estudio de la historia natural fue el Jardin des Plantes, establecido en París en 1793. El Regent’s Park, nombre con que se conoce el “zoo” londinense se creó en 1826. El Hagenbeck Tierpak de Stellingen (Alemania) fue el primer parque zoológico moderno que adoptó la modalidad de exhibir animales de distintas especies en un cercado común, al tiempo que e convirtió en un gran centro distribuidor de animales. De hecho, Alemania ha llegado a contar hasta veinte grandes jardines zoológicos, algunos tan famosos como el Tioergarten berlinés.
En Norteamérica, el primero se instaló en Philadelphia en 1874, para dar paso, por citar los más importantes, al National Zoological Park (Washington, P.C. 1889) al New York Zoological Garden del Bronx Park y al de San Luís, ambos fundados en 1913. El Brookfield Zoo de Chicago se inaguró en 1920 y el de SanDiego en 1921.
A lo largo de este siglo se han instalado zoológicos en todo el mundo: Chapultepec ( México), Buenos Aires, concepción, Santiago de Chile, Belén, Viena, Roma, Lisboa, Zurich, Basilea, Amsterdam, Rotterdam, Gizen, Jartum, Pretoria, Johannesburgo, Alipore, Calcuta, Bombay, Karachi, Tokio, Osaka, Shangai, Sidney, Melbourne, Adelaida, PErth, Auckland, Wellington...
En nuestro país destacan los de Madrid y Barcelona, éste famoso gracias al único gorila blanco conocido, pero también hay recintos de no menor importancia en Vigo, Valencia, Fuengirola y otras localidades. Personalmente recuerdo en mi niñez haber visitado el de La Madroa, de Vigo, recién abierto con poco más de unos lobos, algún oso, un zorro y bastantes cabras. Hoy en día su fauna es más extensa y confirma que, de alguna manera, el número de especies acogidas por el zoo de una localidad sirve como medida para determinar la relevancia económica o cultural de dicha localidad, y, al fin y al cabo, uno de los posibles pasos en la carrera política de cualquier miembro del partido que ostenta el poder local, es precisamente la gerencia del zoo, cuya proyección pública determina el estado de salud de las instituciones culturales.
Pero el tema que me ocupa es el de los paisajes artificales construídos para estos recintos. Es cierto que la reconstrucción de paisajes se da en otro tipo de actividades herederas del mundo de los estudios cinematográficos y las ferias de recreo, como Disneylandia y sus derivados, pero en este sentido no existe un interés tan directo con respecto al tema del paisaje artificial, porque responden a orígenes narrativos y lúdicos. Tal vez hablaré de ellos en otra ocasión más oportuna, en el tercer bloque de este escrito, "El animal invisible", en el que me centraré de forma más específica en lo que atañe a la visión del animal y la naturaleza.
8.2-El paradigma fotográfico y la mentira en la estética de la divulgación naturalista.
Antes de empezar mi disertación, plantearé de antemano y abruptamente mi conclusión: la evolución de este tipo de “construcciones paisajísticas” está condicionada por la existencia de la fotografía. Más adelante trataré de explicarme al respecto, pero antes retomaré el hilo del comentario que hacía al final del capítulo, en el que me refería a la mentira en relación a la fotografía.
Efectivamente, ya me refería en el mencionado capítulo, aunque no estrictamente sobre el tema excluído del paisaje, a la tergiversación de la realidad que provoca la fotografía en base a su aceptación como imagen real.
Esta credibilidad de la imagen fotográfica nos da la oportunidad de prescindir de la presencia real de las cosas para admitir su existencia a través de sus imágenes fotográficas. Anteriormente a la fotografía, la pintura, el dibujo, la litografía y el grabado también servían para transmitir la imagen de algo a alguien que no lo tiene presente.
La fotografía se ha erigido como forma ideal de transmitir imágenes porque se ampara en su supuesta neutralidad. Quienes nunca habían visto un león ante sus propias narices, tal vez habían visto una reproducción en un grabado de un libro, o en una pintura, pero en esta imágenes se seleccionaban, inevitablemente, espectos considerados como significativos del animal. La llegada de la fotografía trajo la ilusión de poder ver la imagen de un león (continuemos, pues, con este ejemplo) tomada directamente, sin la intervención subjetiva del artista.
Con respecto al paisaje, hemos de recordar que, incluso antes de la aparición de la técnica de la fotografía existía ya la posibilidad de afirmar que, como ahora, era una verdad aceptada que entre el conjunto de espectadores con una educación media, el paisaje es generalemente concebido como un concepto que permanece al margen, indiscutiblemente, de política e ideología y que se refiere siempre a valores atemporales.
Mencionábamos, también, a la fotógrafa Deborah Bright (al respecto de su artículo "Of Mother Nature and Marlboro Men"-ver bibliografía-) quien observa que las imágenes de las tierras (en particular las Norteamericanas), tanto a nivel conceptual como histórico o literario “han sido utilizadas para evocar la constancia universal de una geológica y mítica América al parecer más allá de sus presentes vicisitudes”. Sin embargo, señala Bright, es una explicación demasiado simple de la cuestión, ya que las imágenes del paisaje no pueden ser percibidas sencillamente como un antídoto contra la política, “como un Salve Pastoral que nos arrulla de nuevo a través de algún primitivo sentido de nuestra propia insignificancia”.
La modernidad del término “paisaje” en la historia del arte occidental lo demuestra en cierto modo. El género paisajístico adquiere su más álgido momento de prestigio en los siglos XVII y XVIII.
En la tradición aristocrática clásica de la pintura, los paisajes eran principalmente campos para nobles actividades (jardines cuidadosamente cultivados arropaban a los dioses y héroes que los popularizaron). Con el triunfo social, en el S.XVIII, de la burguesía mercantil en Holanda, apareció un nuevo tipo de paisaje.
Aparentemente se trataba de un paisaje más “natural” que celebraba la propiedad privada: molinos de agua y de viento, barcos mercantes atracados en el puerto, tierra de cultivo, granjas... el estado burgués.
La pintura inglesa de paisaje, en el S.XVIII, seguía el modelo Holandés, aunque suplantaba la fórmula de su calidad con la agudeza científica de las ciencias empíricas y su descendiente, la tecnología.
La palabra “paisaje” en inglés, se refería entonces, específicamente a las pinturas Holandesas, y sólo más tarde denotó la idea más amplia de vista, panorámica o perspectiva.
Así, tal y como decíamos anteriormente, tanto si es noble, pintoresco, sublime o mundana, la imagen paisajística conlleva la impronta de su “pedigree” cultural. Un paisaje determinado incluye un enunciado seleccionado y construído. Tal construcción basada en selectos elementos incluidos o excluídos del cuadro ha siso el origen de la mayoría de las anotaciones de la crítica a lo largo de la historia del paisaje, pero el significado histórico y social de dicha selección de elementos rara vez ha sido abordado o incluso intencionadamente eludido.
Deborah Bright señala con gran agudeza algunas de la motivaciones sociopolíticas que condicionan la selección de los elementos a través del trabajo de los grandes fotógrafos que inauguraron su historia más personal y cuyas imágenes, según Bright, concebidas bajo la visión del ideal del colono americano ya no reflejan solamente el espíritu de una cultura, sino la imagen emblemática de un estado, imagen en la que la mayoría de la población nacional no sólo no se ve reflejada sino que percibe opresión (negros, hispanos, judíos, homosexuales).
No voy a repasar un tema excelentemente abordado por D. Bright, pero me sirve para establecer cierto paralelismo con el culto a la “Naturaleza salvaje” (que en Norteamérica, curiosamente, coincide con la eliminación del “ problema Indio” y el florecimiento de la Industria Fotográfica)
Podemos, como digo, parangonar el fenómeno del culto a la Naturaleza de la América de finales del siglo XIX con la actual renovación en la cultura occidental de una magnificación de la vida natural salvaje, en ambos casos motivada por la toma de conciencia de su exterminio.
Los zoológicos nacieron, en cierto modo, caracterizados por la misma nostalgia rezumante de una vida que se había convertido en algo artificial y obsoleto. La curiosidad y el esparcimiento en una naturaleza controlada motiva la asistencia a reservas naturales, jardines botánicos y parques zoológicos. En todos ellos se busca, además de lo no cotidiano, el reencuentro con un entorno natural, un paisaje, perdido en la memoria. Prueba de ello es que los más modernos parques zoológicos creen haber agotado la fórmula de exponer ejemplares animales como representación de la naturaleza ajena, sino que éstos han pasado a ser figurantes en escenarios que reproducen sus entornos naturales de origen. Mientras las selvas del mundo son devoradas por la maquinaria occidental, el hombre reconstruye trozos significativos de estos paisajes artificialmente.
A los primeros zoos les bastaba como atracción la simple presencia de los animales, evidentemente ya no en su estado natural. Más tarde, la media de la población occidental había visitado un zoológico o, cuando menos, había visto fotografías de los animales y sus entornos de origen.
No insistiré en la importancia documental de la fotorafía en este sentido, que, poco a poco, completó esa imagen que de los animales se tenía en los paisajes que condicionaban sus catacterística. El cine y la televisión han hecho que (en una sociedad que ve los animales, principalmente, pinchados en el tenedor o ladrando a sus pies) forme parte de nuestra cultura visual la captura de un antílope por un gran felino en un país lejano, con una vegetación, un clima y una geografía determinada y reconocible.
La imagen fotográfica conlleva una apreciación aparentemente minuciosa del detalle. Su calidad en aumento se basa en la mayorapreciación del detalle.
Ahora sabemos mejor que nuestros antepasados, aún cuando los leones desaparecieron de Europa hace más de mil años, que estos animales son algo más que un gran gato con melena, sino que su color terroso se aclara en su hocico, que poseen una peculiar caída de párpado y que se mueven de un modo particular. Conocemos sus hábitos y costumbres. Los hemos visto cazar y copular. Todo ello a través de imágenes fotográficas que evocan un mito paisajístico de la actualidad: la sabana africana.
Del mismo modo, a través de la visión de entidades tan fácilmente calificables como National Geographic asistimos a la misma colonización cultural en todos los rincones del mundo. La reverenciada exactitud de las reproducciones fotográficas ha hecho que los espacios que acogen a los animales de los zoológicos del mundo sean insuficientes en detalles de un modo evidente, hasta el punto de que no basta dar al animal un entorno cómodo, sino reconocible como su propio entorno a la vista de sus espectadores humanos. No se trata de rodearlo de su vegetación autóctona sino de situarlo en un decorado naturalista (no natural).
Si, por ejemplo, el zoo de Barcelona quiere asumir esta nueva concepción de galería tridimensional de paisajes (ya lo hacen zoológicos como el de Berlín, Londres o Nueva York) es posible que tenga dificultades para exponer sus ejemplares de lemúridos de Madagascar en una porción de bosque malgache. ¿Cómo disponer a corto plazo de un baobab, de un baniano, o del resto de árboles y plantas autóctonos? ¿Qué decir de sus elementos geológicos y climáticos? Es demasiado complejo a no ser que se reproduzca artificialmente, poniéndose la meta, propia de un espectáculo, de crear en el espectador la ilusión de entrar en las profundidades de la naturaleza malgache.
Ignoro si los makis de cola anillada apreciarán la diferencia, pero es evidente que el público accederá a un paisaje de que poseía referencias fotográficas, y son éstas el modelo de recreación, y comtemplará ante sus ojos las formas orgánicas de una baniano y de una baobab aunque su extraordinario parecido con un árbol de verdad contenga un conglomerado de polietireno, arpillera, fibra de vidrio y poliéster. Da igual. El efecto de la imagen fotográfica ha sido conseguido, por si fuera poco, en tres dimensiones. Y, como en el cine, se ha añadido, además del movimiento de los animales (y mecanismos de efectos especiales disimulados entre la combinación de vegetación natural y artificial) el de la húmeda bruma (lluvia micronizada - riego aéreo a base de ultrasonidos-) y los sonidos de la jungla (efectos sonoros con equipamientos digitales sofisticados) incluso se incluye (en el que yo tomaba parte activa al comenzar a desarrollar este discurso) el añadido de pequeños efectos dramáticos como proyecciones que simulan fugaces vuelos de murciélagos.
Ya no es suficiente convertir las reservas naturales en parques de atracciones donde contemplar el vuelo de un buitre o un insólito “geiser”; alguien se ha dado cuenta de que el público más ávido de naturaleza en conserva es urbano, que prefiere tenerlo todo más y más accesible cada vez. ¿Qué quién se ha dado cuenta? Bueno, entre otros muchos, el hombre para el que trabajé en la instalación "Madagascar", el director artístico Victor Alarcón, que parece convencido de encontrar un camino profesional interesante en el mundo de los espectáculos de difusión cultural, viables a través de instituciones como los museos de ciencias o los Zoológicos. He de aclarar que, anteriormente, Alarcón había creado ambientaciones y decorados para el teatro y el cine, así como para el Museo de Cera de Madrid y el de Barcelona, creado por su padre, Enrique Alarcón.
Merece la pena apartarnos un poco del tema y hacer un poco de historia.
8.3-Inciso: La escenografía al servicio de la fotografía y el cine. El caso ejemplar de Enrique Alarcón en el cine español.
Si repasamos la filmografía española, desde los años cuarenta a casi los ochenta, comprobaremos que gran parte de su producción, incluyendo algunos de los films más importantes, nombran en sus títulos de crédito al director artístico Enrique Alarcón, sin lugar a dudas el hombre que más ha sabido, en nuestro país, acerca de la recreación de espacios reales e ilusorios, que es, además el único personaje catalogable como auténtico director de arte en todo la historia de la cinematografía española, a excepción, quizás, de Gil Parrondo. Un creador de imágenes fotográficas a través del artificio cuya capacidad de representación harían tartamudear a Roger Scruton.
Vayamos al pasado, no tan lejano, en el que la estética española del esperpento Valle- Inclanesco convive con el folletín, en una industria cinematográfica destinada a cicatrizar las huellas de la guerra civil. Hace años, antes de que el llamado “cine de autor” acabase definitivamente con el sistema de estudios cinematográficos en nuestro país (unido a la aplastante competitividad comercial de los estudios norteamericanos) cuando los artesanos españoles eran, posiblemente, de lo mejor en el ramo de los decorados para cine (y extraordinariamente baratos para los productores americanos, como atestiguarían muchas producciones a finales de los años cincuenta y durante los sesenta).
Concluída la guerra civil, el régimen de Franco condicionará rigidamente el tono y la ideología de los temas de nuestro cine, uno de cuyos exponentes es el mismísimo generalísimo (bajo seudónimo). Sin embargo, incluso bajo ese férreo condicionamiento, logra surgir una sólida generación de profesionales cinematográficos. Es la época de realizadores como Rafael Gil o José Luís Sáenz de Heredia, de las producciones de Cifesa o Sevilla films.
Los profesionales españoles de la época no sólo tenían que hacer frente a la omnipresente censura, sino que debían suplir con ingenio la patente falta de medios.
El director artístico crea la ambientación de una película. Junto a sus colaboradores diseña el vestuario, compone los espacios interiores, localiza los exteriores y adapta las necesidades de cámara al estilo marcado por el director. En nuestro país, además, necesitaba dosis extra de imaginación.
Estudiante de arquitectura antes de la guerra, Enrique Alarcón se inicia en el campo de la dirección artística de la mano de Pierre Shildneck, gran decorador ruso que Ufilms, filial de la Ufa alemana, había traído a nuestro país para la formación de técnicos españoles.
Condicionado por el momento sociopolítico, el trabajo de Enrique Alarcón muestra, junto a una extrema e inventiva solvencia profesional y una contundente versatilidad y dominio del espacio, su capacidad para recrear minuciosos ambientes de corte popular. Su trayectoria resulta ejemplar, tanto por la perfecta aplicación de recursos clásicos como por el desarrollo de imaginativas innovaciones.
La presentación fotográfica de un incendio de “La Venganza”, de Bardem, quizás bastaría como argumenteo contra Scruton, que si hubiese visto una fotografía de rodaje de la escena, habría comprobado que ni la parafernalia necesaria, ni la foto fija que muestra el truco, representan nada, sino que sólo reproducirían el trabajo de los técnicos y asistentes de rodaje. Sólo la fotografía resultante, para la que ha sido diseñada un paisaje nocturno iluminado por las llamas, representa algo: un incendio.
Esta noción de recreación de la realidad la traspasó Alarcón, a modo de “reconversión industrial”, en los años setenta, muertos los estudios cinematográficos, a la creación del Museo de Cera de Barcelona, después de haber dirigido la construcción del de Madrid, que pronto pasó tambien a su cargo en cuestiones de decoración.
8.4-El director artístico y los nuevos medios.
Hijo de una tradición profesional dedicada a la recreación de la realidad, Víctor Alarcón apuesta por una renovación de los objetivos de su capacidad profesional, que también ha experimentado en el cine y en el teatro, así como en soluciones creativas, lo más renovadoras posible, en el “tradicional” marco del Museo de Cera, y muy concretamente, en la recreación del paisaje mítico céltico (al que anteriormente nos referíamos) en el espacio “ El Bosc de le Fades”, ingeniosa solución para un café-bar (imperativos económicos) no exento de encanto Kitch (eufemismo de 'hortera') que reproduce una pequeña arboleda en el límite de lo real y lo extraordinario, y que incluye una fuente y una gruta con un manantial de agua. La reproducción escultórica de los árboles ha exigido un acabado que antaño, probablemente, no hubiese sido tan exigente, a no ser instalando árboles reales.
Sin embargo, el acabado de textura, y el tratamiento de la luz a través del color (tarea que me fue encomendada) han perseguido dotar a esto árboles con “rostro” de una calidad verosímil (especialmente a la mirada de una cámara fotográfica), incluso al tacto.
Sin embargo, el Bosque de la Hadas, es un lugar abierto a la fantasía. ¿Qué ocurre si planteamos un proyecto como un bosque malgache que ha de ser habitado por lemures malgaches vivos?
Para empezar, las exigencias materiales nos limitan en la medida que un animal mordisquea su entorno no debería aficionarse al poliéster, pero el tema que me interesa no es ése sino la dimensión del proyecto.
Espacios similares han sido reproducidos en el Zoo de Nueva York, y asombran a los visitantes con su realismo, pero éste, evidentemente, tiene un límite. ¿Qué es necesario para que alguien crea estar en una selva sin estarlo, es más, sin haber estado nunca? Y yendo un poco más lejos ¿Podemos hacer que la visualización sea lo más agradable, lo más bella posible? ¿Cómo? Al fin y al cabo, tratándose de un decorado, es inevitable un criterio de selección, un criterio artístico.
Un pintor selecciona, arbitrariamente si quiere, los elementos que distribuye en la superficie del cuadro. Un fotógrafo busca un ángulo de visión y una perspectiva que reúnan los elementos significativos del paisaje que quiere representar, contando en ambos casos con la complicidad del espectador que no sólo reconoce dichos elementos, sino que se ve influído por su distribución. Esta, en la naturaleza, sigue un criterio que, tradicionalmente, al hombre se le ha antojado caprichoso, aún cuando todos sabemos que no es así, ya que nos parece caprichoso, caótico, todo tipo de ordenación cuya ley de orden desconocemos en profundidad.
En el caso concreto de esta ambientación en el zoo barcelonés, las exigencias espaciales tienen un marcado carácter arquitectónico pues, en un espacio relativamente pequeño hay que disimular paredes, techos, columnas adosadas y vigas maestras, función otorgada a la reproducción de un baniano (especie de higuera tropical cuyas ramas proyectan raíces aéreas que constituirán nuevos troncos).
Los árboles que lo rodean son reales, como el musgo que los cubre, que se mantiene vivo gracias a la lluvia micronizada. Sin embargo, estos árboles (o, más bien estos fragmentos de árboles que soportan un conjunto de hojas naturales fosilizadas con silicona combinadas con hojas y ramas artificiales) no han sido traídos de Madagascar sino de Lleida, de un bosque autóctono catalán. Sólo su distribución simulará la densidad de la vegetación de Madagascar (día a día, dicho sea de paso, más escasa, tanto en Madagascar como en la mencionada instalación -el paso del público es un importante factor de erosión-).
Las paredes rocosas se habrían resuelto a base de grandes fragmentos basálticos de una cantera de Girona (única cantera de basallo de la península), pero al final, el polyéster ha sustituído a la piedra.
La fusión entre elementos naturales y artificiales exigen del acabado de estos últimos una semejanza a su referentes relativa al grado de observación que el público tiene de ellos. Las formas rocosas de Madagascar y el aspecto de un baniano real podrían fácilmente parecer artificiales, lo que exige por un lado, despreocuparse de lo insólito del aspecto de las reproduciones, pero por otro procurar que, pese a todo, se parezcan a los minerales y plantas que estamos acostumbrados a ver.
Es significativo pensar que una planta extremadamente lustrosa y sana nos puede hacer pensar que es de plástico, mientras que las plantas artificiales suelen imitar, no solo la anatomía de sus referentes naturales, sino también sus defectos y achaques más frecuentes. He visto durante años en más de una casa floreros cuyo contenido estaba eternamente un poco mustio.
El efecto conseguido con el conjunto se asemeja a una fotografía tomada en Madagascar, pero nada más. La decoración, en estas casos, se comporta como la fotografía: muestra un fragmento de algo que interpretamos visiblemente como real, pero su profusión de detalles se aprovecha de nuestra ignorancia, creando una mera ilusión, cuyo atractivo principal reside en atravesar la ventana de las fotografías y películas, bien documentales o bien de exóticas aventuras tarzanescas.
Cualquiera que haya leído las reflexiones de Roland Barthes sobre la fotografía (o, mejor dicho, las fotografías) tanto si comparte su criterio estético como si no lo hace, se habrá sentido identificado con el conmovedor sentimiento que Barthes experimenta al contemplar las fotografías del pasado, en busca de aquello que todavía permanece en el presente.
Al igual que los fragmentos de esculturas griegas conmovían al hombre renancentista, las fotografías constituyen el conocimiento fragmento del pretérito perfecto del siglo veinte y un conjunto de espejismos del siglo diecinueve. Pequeñas ventanas al pasado cuyos oxidados goznes imposibilitan su abertura, ocultándonos la visión de aquello que rodea unos cristales pequeños y poco más que traslúcidos.
La seducción fantasmagórica de estas imágenes nos produce dos efectos paradójicamente contradictorios: por un lado, nos hace ignorar la dimensión técnica y artística de las que dichas fotos surgieron, no pudiendo interesarnos más que por las gentes y lugares que se asoman al presente. Por otra parte, su calidad de reliquias del pasado les otorga un carisma que, como a un simple plato del Siglo I a. C., las incluye en la categoría de objetos que alcanzan el honor de ocupar un espacio en los Museos de Arte.
El genio artístico de Fidias sólo podemos entenderlo bajo la subjetiva mirada de nuestro presente. Fidias, ante todo, era un escultor, un artesano de oficio. La consideración sobre lo que era el arte para sus coetáneos es, en realidad un misterio. Poco sabemos de lo que Fideas era, aparte de escultor.
Debo confesar que no puedo contemplar del mismo modo una obra de la que no sé nada acerca de su autor, al margen de su calidad, que otra a la que superpongo una abstracción de los datos biográficos y artísticos de éste.
Mis sentidos son más activados por la curiosidad al contemplar un film de Franco, un óleo de W. Churchill, un cuadro de Miles Davis o una fotografía de Diane Keaton. A menudo, la autoría (en su sentido más profundo) del conjunto de una obra basada en una actividad concreta, oscurece e ilumina a un tiempo nuestra observación de esa obra. No conoceríamos los lienzos de John Houston si su genio cinematográfico no provocase una amplia investigación sobre todas sus actividades vitales. Sin embargo, pese a la calidad de su obra pictórica, no puedo evitar relegarla a un segundo plano de sus aptitudes artísticas, produciéndose una reacción que tilda a estas pinturas como pertenecientes a una “segunda división” de la liga del Arte pictórico, cuando lo son ,solamente, en principio, del arte potencial de Houston.
El legado musical de Walt Disney o de Charles Chaplin sufren injustamente un olvido similar al de las acuarelas de Hitler. Las pinturas del fürer, aunque mediocres, no son tan malas como para recibir las duras críticas de ciertos artículos que explotaban el morbo de la autoría de estas obras, a modo de castigo histórico a tan siniestro personaje ¿Qué decir de las pinturas de Tolkien, las facultades canoras de Lee Marvin? El genial bailarín Fred Astaire no pasará a la historia como el gran cantante que fue. La voz, en cambio, niega a Sinatra la entrada en el paraíso de los bailarines de bodevil americano. El Noam Chomsky lingüista oculta al filósofo, y el genio polidisciplinar de Abu Ali at - Husain ibn Abdullah ibn Sina sólo es conocido a través de la historia de la medicina como el médico Avicena.Pocos conocen a cierto fotógrafo llamado Santiago Ramón y Cajal.
8.5-La estética de Lewis Carroll y el paisaje artificial. El fotógrafo como autor. C. Dogson ante el espejo
Helmut Gernsheim, máximo historiógrafo reconocido de la fotografía, debió verse afectado por sentimientos similares a los descritos cuando, en 1949, como describe Brassaï "... cayó en sus manos un aficionado de la era victoriana que, para su sorpresa, identificó como Lewis Carroll. Por este hecho, el escritor y poeta dejó entrever al hombre, al aficionado a la manuscrito titulado “Alicia en el país de las Maravillas”". Pero, como dice Tueedledee en “A través del espejo”, “si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser; pero como no es, no es. Eso el lógica”.
Y es que Carroll, Charles Lutwidge Dogson, burgués de vida ordenada, apacible profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford y de lógica en la High School de la misma localidad, era un Leonardo da Vinci victoriano cuya filosofía, llámese lógica, en todas sus actividades es, en palabras de Wittengstein (extraídas de un artículo publicado en el nº 109 de 'Philosophische Unterschuunge') “una lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje”. Carroll no es un literato, es un domador de lenguajes. Alfredo Deaño, cuando nos introduce a la obra lógica de Carroll, alude a la conciencia que Carroll tenía del hecho de que “una obra no tiene solamente -o no tiene por qué tener tan sólo- el sentido que su autor haya querido atribuirle” (Carroll, L.: "El juego de la lógica", Alianza Editorial 1972)
Sea como fuere, no podemos hablar de Carroll como autor fotográfico ignorando sus otras actividades, porque perderíamos dos de los aspectos más interesantes de la fotografía en general:
1- Su dimensión lúdica. La fotografía como afición o
divertimiento.
2- Su carácter documental, su registro automático de da-
tos materiales del pasado.
Carroll ejemplifica el término “fotógrafo” a través del potencial autor que todo aficionado lleva dentro, pero, además, es seducido por la aparición de la fotografía en su vida (como cualquier otro fotógrafo en sus comienzos) cuando ésta hace su aparición en la vida de la sociedad accidental (como todos los fotógrafos coetáneos suyos, pioneros del nuevo arte).
La originalidad de Carroll como fotógrafo estriba en que no otorgó una dedicación profesional a la fotografía de modo similar a su dedicación literaria, cuya grafía de modo similar a su dedicación literaria, cuya profesionalidad nunca fué intencionada, sino casual.
Hace un tiempo, no mucho, me sedujo una fotografía reproducida en un libro histórico-antológico de grandes autores.
En la fotografía, una muchacha de largos cabellos, una joven mujer de mirada inexplicablemente triste, mira a la cámara con la misma seguridad que una Monna Lisa desprovista de su sonrisa seguiría contemplando a Leonardo.
El retrato, magnífico, es obra de Julia Margaret Cameron. La joven retratada, y ahí radica el obsesivo interés que me inspira esta foto, es Alicia Lidell, la misma Alicia que inspiró el más famoso personaje creado por Lewis Carroll.
Por una parte, este retrato, como los de Carroll, evoca lo que de Alicia hay en su imagen especular literaria, por otra me remite tanto a los retratos de la Lidell realizados por Carroll como al conjunto de retratos realizados por el reverendo Dogson. Alicia es sólo mera especulación. Alicia Lidell fue una mujer concreta, pero lo que de ella podamos saber también entra en el terreno de la especulación histórica. Descubrir su imagen, su reflejo fotográfico, reproducción fiel de su apariencia física, nos conmueve de forma similar (sin ánimo de ser irrespetuoso) al poder seductor de la sábana santa de Turín. Merece la pena reflexionar sobre estos sentimientos.
En un principio, cuando, en los cursos de doctorado del departamento de Imagen de la facultad de Bellas Artes de Barcelona, el profesor M. Laguillo propone como línea de trabajo el tema “El fotógrafo como autor”, sugiere la elección de un autor reconocido para comparar su producción con la de sus coetáneos no reconocidos. La elección de Lewis Carroll obliga en cierta manera a una inversión de dicho planteamiento, ya que Carroll no es reconocido como fotógrafo en su tiempo, sino en el nuestro, y de un modo casi accidental.
Lewis Carroll, como autor, goza del privilegio de poder ser observado como un aficionado de excepción amparado en su talento polidisciplinar, y en su indiscutible maestría de la técnica fotográfica. Su importancia no radica en el legado de estas ventanas a su mundo, sino en el hecho de habernos dejado a la vista las llaves para abrirlas.
La adaptación al teatro de la recopilación de sus cartas a niñas a cargo de Hermann Bonnin y Sabine Dufrenoy (que tuve ocasión de presenciar en el teatre Malic de Barcelona en Mayo de 1993) reproduce un sintético decorado de fantasía victoriana en el que Dogson - Carroll mantiene “monólogos dialécticos” con una representante de sus amigas niñas.
A un lado de la escena, un espejo. Al otro, opuesta al espejo, una antigua cámara fotográfica. Carroll atrapado, en su mundo, entre los límites de la imagen especular y el ojo de la cámara.
En un espejo de uno de los pisos que he habitado en Barcelona, todavía se leía una leyenda toscamente garabateada por un antiguo inquilino: “Aquí te ves como ves que te ves al verte visto”. Aunque desconozco la autoría de esta frase, su lectura me recordó inmediatamente a Lewis Carroll y es que, dejando a un lado (si es posible) la calidad de su obra fotográfica, lo que posibilita que se le considere autor por encima de su carácter de aficionado, es su clara conciencia de las implicaciones filosóficas de la imagen especular, de la simetría implícita en la inversión óptica de la imagen fotográfica, de su relativización del espacio y del tiempo, a través de su expresión mental, lingüística.
Esta proeza intelectual, que se sirve de las ilimitadas limitaciones de la lógica, sirve a Carroll para entrar en el país de las Maravillas reflejando en el espejo, ese espejo que nos hace preguntarnos a qué lado de él nos encontramos. El juego, para Do-do-dogson, es una forma de entender las cosas más que una mera diversión, ya que el fin de ésta es la risa incontenible, la sonrisa espontánea. Carroll controla la risa para retener la verdad que la provoca. La fotografía, la poesía, la narrativa, le ofrecen distintas formas de jugar, pero para los fines de Carroll es necesario no apreciar lo visible de las cosas sin sacar conclusión alguna.
8.5.1-Sobre la risa y la imagen en el mundo fotográfico de Lewis Carroll.
La palabra RISA su concepto y su concepción, su esencia y su causa, están íntimamente interrelacionados con el concepto, con la concepción, la esencia y la causa de la palabra MECÁNICA. Lo mecánico es prontamente irrisorio. Reconocer la forma, ver la realidad desnudo, en su esqueleto formal, provoca hilaridad. Toda actividad se basa en una mecánica, una serie de movimientos con un orden o con varias órdenes. Si yo subrayo mi manuscrito para hacer hincapié en algún aspecto del discurso al lector, tomo una importante decisión si después no lo hago evidente durante su lectura oral. Desentrañar la simpleza de una mecánica a golpe de vista, intuir las leyes físicas que rigen los movimientos que le dan forma provoca hilaridad, puesto que todo nuevo descubrimiento acerca de los “porqués” de las cosas es señalado con una marca, un hito, un mojón; un punto, una línea, una sombra, una luz, una nota, un “ya”, un !Há!, un “ !ajá!, un “!ajajá!, o una incontenible carcajada: una señal rápida. Un acelerado (precipitado) testimonio de identificación del entendimiento. “Ja” significaría “ya”, “sí”, “lo he cogido”; lo entiendo. Recibido.
La risa más breve delata que el cerebro ha archivado con toda certeza un nuevo dato; ha corroborado un conocido. Si algo es aplastantemente reconocible, si su mecánica ya había sido desentrañada con avidez, y grata sorpresa, el “ja” se emite como exteriorización energética de un pretérito y menudo esfuerzo mental.
Por otro lado, lo primero que el Ser Vivo que el hombre lleva escrito en sus genes experimentó, probablemente, fue la comprobación de la presencia mediante la ausencia. La experiencia de un sólo instante, si pudiese existir un instante único, equivaldría a la eternidad, al infinito: la nada. La “distancia” entre un latido de corazón y el siguiente nos ha dado medida del tiempo antes de ser conscientes de nuestra propia conciencia del tiempo.
En este sentido, Lewis Carroll, que relativiza constantemente el espacio y el tiempo en las dos odiseas de Alicia, limitando la risa a una sonrisa de asentimiento, encuentra en las fotografías una congelación del fenómeno especular, un soporte perfecto para establecer un particular juego entre espacio y tiempo.
Los retratos de Carroll son fruto de un juego tan serio que sólo puede ser comprendido por un conjunto selecto de cómplices. Su preferencia por las niñas (un grupo escogido de ellas) no es casual. Su lógica aparentemente neurótica encuentra justa réplica en la inteligencia de sus pequeñas amigas, como comprobaremos con la lectura de su correspondencia.
Dogson ingeniaba todo tipo de gracias para atraer a “sus” niñas, pero lo que buscaba era compartir su risa, y no, sencillamente, provocarla.
Si no se desentraña la simpleza mecánica que provoca la risa, se crea un desconciero, una suerte de pereza mental, que, si no atisba una mecánica, la inventa y provoca la mal llamada risa espontánea ante lo nuevo, lo chocante. Mecánica y forma entrañan cierta equivalencia.
Es frecuente que una fotografía provoque la risa de quien no tiene la costumbre de hacérselas. Lo chocante de su propia imagen vista desde fuera le hace reír. Carroll comparte esa risa con sus niñas, pero no con nosotros. Casi todos sus retratos muestran rostros terriblemente serios y circunspectos que se nos antojan melancólicos, pero que denotan una pose bien asumida. Son retratos muy diferentes de la indagación psicológica y humana de Julia Margaret Cameron, preocupada por armonizar una expresiva espiritualidad (acercamiento al rostro) con una composición armónica (de inspiración pictórica aunque conscientemente fotográfica) de luces y sombras. Esta espiritualidad es entendida como algo sublime, algo serio. Los retratos de la Cameron no sonríen, e incluso ostentan un melancólico brillo en sus ojos. Es cierto que la fugacidad de la sonrisa estaba reñida con las largas exposiciones necesarias en la época (Carroll escribe numerosos textos en los que ironiza sobre este hecho), pero la seriedad de Alicia Lidell me parece distinta en las fotos de Carroll, más sencillas y “naturales” que las de los profesionales. Si observamos el retrato que Cameron realiza a la niña Esme Howard en 1869 intuímos una noción del espíritu que nos recuerda a los personajes de la Brönte. Carroll no viaja a las profundidades espirituales de sus modelos, sino que las convierte en cómplices de un juego personal.
Técnicamente, Carroll huía de los fondos convencionales, y del desenfoque evocador de Mrs. Cameron. Además, era raro que no mostrase el cuerpo al completo, de pies a cabeza, añadiendo a la expresión del rostro una actitud corporal. Sus textos sobre fotografía, escritos en clave de leyenda irónica y traviesa, hacen referencia a la obsesión de Carroll, en palabras de Brassaï, “de que la persona 'entera' entrara en las fotografías”. Del mismo modo, huye de las poses y actitudes que suelen adoptar los fotografiados, disfrazando de absurda nobleza su imagen fotográfica. Sin embargo, encuentra natural el artificio lúdico de una técnica que se presta a ello antes que a su institucionalidad social.
Lo que nunca dejará de fascinarme es la seriedad de esos rostros infantiles en busca de una risa interior compartida. Un fenómeno similar al que se produce en Buster Keaton, un maestro de la risa que nunca se ríe, pues le interesa el motivo de la risa, la verdad que encierra, no la que la carcajada oculta. Esa plena conciencia de la utilidad intelectual del sentido del humor, del juego, es admirable en toda la obra de Carroll, en su vida, y se vislumbra a través de su literatura (de cualquier índole) y de sus fotografías en un tono peculiar.
Espero no ser inoportuno haciendo un nuevo paréntesis temático que me viene a la mente:
La “verdad” es, fácilmente, irrisoria en los medios de comunicación. Basta jugar con la mecánica dialéctica que la sustenta. La efectividad de los mensajes de los medios de masas depende, en gran medida, del “tono” que sus receptores consideran convincente, serio o respetable. Podría decirse que el “tono” de un mensaje vendría dado por la “altura” que alcanza el poder de una forma (una mecánica) antes de ser totalmente irrisoria para un individuo receptor.
Es interesante observar este fenómeno en la forma de exposición de los sucesos periodísticos, por ejemplo, narrados literariamente en su contenido, alterando su forma periodística. Los periódicos especializados en sucesos no son leídos por razones de información, sino por una búsqueda de confrontación con problemas humanos universales, análogamente a la morbosa atracción de una tragedia real como un accidente de tráfico.
Los “Reality Shows” televisivos se basan en un principio similar. Sin embargo, muchos enunciados de sucesos periodísticos, al margen de la tragedia humana que entrañan, provocan la risa al evidenciar su tono-recurso (me refiero a enunciados del tipo "Mata con un hacha a su mujer porque le impide ver el gol victorioso de su equipo en la televisión", o "Los bomberos consiguen extraer del cuerpo de una barcelonesa de cincuenta y cinco años el miembro de su amante de dieciséis, muerto de fallo cardíaco cuando copulaban en la bañera".
Así como el tono determina en un mensaje la risibilidad de éste (más por el tono que establece el receptor que el que pretende marcar el emisor, en muchas ocasiones), la risa tiene un tono, y podríamos decir que el tono también determina la risibilidad de la risa.
Los que hacen reír a unos, irritan a otros. Estos otros se ríen con los que no hacen reír a los primeros y se ríen de los que pretenden ponerse serios. Me viene a la mente el fenómeno de la doble audiencia de José María Carrascal, o de Carmen Sevilla, casos bastante claros de humoristas involuntarios. En el momento de ultimar la revisión de este texto, la televisión, la publicidad y la prensa explotan la desdicha ajena de forma cada vez más evidente. Reírse del que pretende hacer gracia y es penoso, puede llegar a convencer a éste de que es gracioso, o al menos hacer que su ridículo resulte rentable para él o para un tercero. Este tipo de humor basado en el bochorno encaja con una noción de la risa como manifestación de un acto social de censura, heredado genética o culturalmente, tal y como expresa Jáuregui en "El ordenador cerebral". Recientes comedias cinematográficas como "Flirteando con el desastre", "La boda de mi mejor amigo", o "Algo pasa con Mary", explotan esta vena humorística de forma extremada y novedosa, apuntando, casi casi, a lo que podríamos definir como un nuevo género de comedia romántica -lo que yo denominaría 'rosa-gore', o algo así-.
El “tono” humorístico de Lewis Carroll exige un entendimiento de la realidad más cercano a la sonrisa irónica que a la carcajada, pero la sonrisa, en Carroll, como en tantos otros grandes humoristas, es un fin, nunca un recurso.
El retrato de Beatrice Henley destaca entre las demás fotografías de Carroll a causa del rostro risueño de la pequeña, quien, sencillamente, se limita a posar apoyada en una esquina de la casa; sin embargo, los retratos que incluyen algún tipo de artificiosa representación muestran a las niñas serias, 'en su papel'.
La seriedad de los retratos de Carroll nacen de una sonrisa intelectual interior alimentada de la verbigracia típica del humor inglés. La era victoriana simboliza la formalidad y el estricto formulismo social , en contraste con una ociosa prosperidad burguesa. Sin embargo, las poses intencionadamente (y socialmente aceptadas, o más bien, obligadamente) serias de los retratos de la sociedad Victoriana resultan graciosas, un tanto ridículas, pues su truco es evidente a nuestros ojos. En cambio, la seriedad de los retratos de Cameron nos atrapa con su estudiado carisma, y lo mismo ocurre con los de Lewis Carroll, el reverendo Charles Dogson, el hombre socialmente serio y formal que, al otro lado del espejo de sus pupilas, no puede parar de reírse de lo que acontece en el exterior tanto como en el interior.
Las niñas que buscan con el ojo de su cámara, para atrapar su
corporeidad al menos en la superficie de Colodión, son cómplices de una exquisita pederastia intelectual.
Lo que mejor define a Lewis Carroll como autor fotográfico, su marca de estilo, es el reconocimiento de su mundo en su diálogo con sus modelos y la clara conciencia de su artificiosidad, de su engaño implícito, un engaño análogo al de la propia fotografía y al de la propia realidad.
No quiero llegar al final de esta primera parte de mi trabajo sin recordar, una vez más, que no se trata ni más ni menos que de una avalancha de ideas, tal vez oportunas, para entrar en los dos bloques siguientes con una cierta predisposición, pero sin olvidar una cierta ausencia de rigor metódico. Remito, para ello, a la lectura de reflexiones más serias sobre la risa, como "Le rire", de Henri Bergson (Presses Universitaires de France, 1940 -4a ed. 1988) o "Sobre la risa", de Joachim Ritter (1974), en su obra "Subjetividad. Seis ensayos" (Ed, Alfa, Barcelona-Caracas 1986, pp. 53-79).
Si mis lectores han optado por leer correlativamente los tres bloques de este libro, en vez de acudir directamente al tercero, he de convidarlos a pasar a la segunda parte con un espíritu un poco más crítico, aunque sin dejar de recordar que no pretendo más que ofrecer mis propias preguntas alrededor de mi propia actividad como pintor, ilustrador, diseñador y decorador naturalista, esperando que, tal vez inadvertidamente, esta sopa incluya algún ingrediente más alimenticio de lo presumible.
El engaño oculta información, la vela o la deforma, tanto si es intencionado como si nace voluntaria o involuntariamente del receptor del mensaje, quien delataría con su falsa conclusión su propia desinformación.
Hay un fotógrafo invisible en cada foto, pero también un fotografiado invisible tras su imagen, un paisaje invisible, un animal invisible.
Ya veremos.
Julia M. Cameron: "El beso de la Paz", 1869.
Lewis Carroll: "Alicia Lidell"
Julia M. Cameron: Esme Howard, 1869.
Lewis Carroll: "Irene MacDonald"
L. Carroll: "Christie Kitchin"
Julia Margaret Cameron: "Alicia Lidell como Pomona"1872.
(extraída de "Photography as fine art", Shueisha, Tokyo 1982, p.43)
I
DIGO, MIENTO, FOTOGRAFÍO
PREFACIO
Tomar nota de algo es un requisito profundo y, a la vez, un mero trámite mnemotécnico.
El camarero del bar de la esquina, harto de tomar nota de todas las cuentas de teléfono del marcapasos del local, ha adquirido la retención fotográfica de las cifras de dígitos rojos y luminosos del cajetín de la compañía telefónica (esta escena ya es rara, por la evolución de los servicios públicos y privados de telefonía, lo que ejemplifica lo rápidamente que cambian los hábitos al ritmo de la evolución tecnológica de nuestra especie, un eco de la evolución biológica fuera de las fronteras de nuestro cuerpo).
En su invisible partitura de trabajo, el camarero ha omitido una nota. Se está evitando una molestia con un pequeño esfuerzo de su memoria visual.
Puede dar línea a tres clientes consecutivos y atender peticiones de pinchos de tortilla y carajillos sin olvidar la deuda de teléfono de bigote-caña, chaval-trinaranjus y morena-sol-y-sombra.
Tomar nota de por dónde va una línea de nuestro pensamiento nos lleva a surcar el campo de trabajo, el papel, de renglones equidistantes.
Buscamos un esquema ordenado de pensamientos en un esquema visual de representación escrita de dicho pensamiento, y establecemos un estándard pautado que se convierte en una necesidad, conduciéndonos irremisiblemente a que torcer las líneas esté mal visto o, cuando menos, resulte más visible.
La negatividad de la imagen de un reglón torcido “genera”, a la vez que “nace de”, nuestra búsqueda de soportes para la exposición de nuestras ideas, deseos y demandas, lo más asequibles posible. Y nos atenemos a los deseos y demandas mayoritarios, porque dan dinero de muchos, o porque influyen en muchos que dan dinero; o bien atendemos a los deseos de las minorías, que dan mucho dinero de algunos, que por esta razón influyen en las ideas, deseos, ofertas y demandas de los demás, los mayoritarios. Todo ésto se refleja, sin duda, en la disposición de los renglones en los distintos formatos de escritura , en los cuales ha influído la disposición de las piezas de la maquinaria (en toda su extensión) de imprimir.
En el parvulario nos hicieron escribir en pautas horizontales, paralelas, en parejas separadas por dos distancias desiguales. Ni siquiera teníamos opción de dar uso a la separación más ancha, o nos tachaban de desmesurados. Debíamos aprovechar el papel, y no sólo por cuestiones ecológicas, achicando los caracteres entre dos líneas muy cercanas, pero que nunca se encontraban, limitándolos por arriba y por abajo. Así, algún día, escribiríamos con letras de altura proporcionada, semejante. Después nos acostrumbramos también a reticular nuestro pensamiento superponiendo dos comprimidas pautas perpendiculares. Base por altura: bidimensionalidad. Letras equidistantes. Cientos de invisibles diagonales a cuarentaicinco gandos. Papel cuadriculado.
Yo no prescindo de los renglones, aunque me los salte con los ojos vendados, porque recuerdo donde estaban, y sé que sólo a ciegas no tropezaré con ellos puesto que, como Dios, son, pero no están.
Un acontecimiento singular es tanto más decisivo, no por sus causas y consecuencias, sino por su propia singularidad. A menudo, la banalidad de las existencias sólo se justifica a través de la reiteración de pequeños actos singulares, únicamente con el propósito de “llenar” el tiempo que ocupa nuestro espacio vital, de marcas equidistantes, que nos ayudan a medir nuestra dimensionalidad espacio- temporal. Los seres vivos dejan marcas y señales para los demás seres vivos, sean o no de su especie. El hombre, además, pertenece al grupo de los que deja señales para sí mismo, y sustituye el motivo de la señal por la propia señal, pues de este modo, en el momento en que encuentre un nuevo motivo de interés, podrá completar su significado sólo con la presencia o ausencia no de antiguos motivos de fenómenos conocidos, sino de sus señales, hasta que instaura una nueva señal cuyo motivo sea la presencia o ausencia de otras señales [...]que significan la presencia o ausencia de las primeras señales y sus primeros motivos. Los principales acontecimientos que rigen la existencia de un determinado grupo social son, en su mayoría, muy similares o idénticos para todos los individuos que los integran con una significativa dependencia de sus roles sociales. Es por esto que, a menudo, en cualquier sociedad cuyos esquemas de desarrollo sean lo sufucientemente simples, la reiteración de actos, equidistantes en relevancia y duración temporal, constituyen una melodía social interna en la que cualquier “salida de tono” será fácilmente señalada aunque su tono no sea fácilmente aprehensible.
Es frecuente, por ejemplo, que, en numerosos reductos sociales, el Nombre, impuesto o heredado, de una persona, lejano ya de su significado original, vuelve a buscar sus señas de identidad a través de la adjetivación servida en forma de un singular y personal apellido: el mote.
¿Quién es ése? Es la eterna pregunta del senil y locamente lúcido padre que recorta fotografías ajenas en “El Tragaluz” de Buero Vallejo.
Se repite la pregunta ¿Y quién es ése? pues mira.....
- .... ése es un hombre.
- Ya. Como yo.
- Sí. Pero éste es pescador.
- Entiendo. También yo y mis colegas lo somos.
- Bueno. Pero es que éste sale a pescar a diario.
- De acuerdo. Muchos pescadores lo hacen. Casi todos.
- Su padre era pescador.
- Como la mayoría...
- ¡Se llamaba Juan!
- Conozco muchos Juanes.
- Él se llama José.
- Conozco muchos Pepes.
- Sí. Pero éste viene por esta taberna.
- Todos lo hacemos a diario.
- Ya. Pero Pepe, aquel día, pagó la ronda con una cola de atún.
- ¡Ah! ¿Éste es el “rabo bonito”?
La singularidad, la personalidad adquirida por un acontecimiento en el límite de lo trivial, por una acción o por el objeto directo (sujeto paciente de la forma pasiva de dicha acción) se convierte en el sustantivo del protagonista de la acción. En la Galicia portuaria es prácticamente imposible, muy a menudo, eludir el mote sea adquirido o heredado. El pescador “rabo bonito” de mi ficticia escena de taberna podría fácilmente haber adquirido su sobrenombre, su alias (imagen especular, no de su nombre, sino de los elementos de una acción pasada) de cualquier antepasado suyo que hubiese pagado una ronda con un rabo de bonito, y, seguramente, alguno de sus hijos heredaría el apodo. Una operación lingüística aportará irremisiblemente, por un proceso social, un rasgo distintivo a la imagen mental de un individuo concreto adquirida por un colectivo que la diversifica.
Si reflexionamos sobre la transcripción/traducción/representación que hace operar nuestra máquina cognitiva, advertimos cómo en la transcripción/traducción/representación de la realidad que nos circunda nuestras múltiples formas de lenguaje generan estructuras mentales, entre cuyos componentes podemos establecer correspondencias léxicas y por ende temáticas, o bien temáticas ergo léxicas.
El hombre experimenta la realidad a través de los datos, profusos aunque limitados, que le ofrecen sus sentidos, y dota de significados múltiples a los datos resultantes de la combinación de aquellos otros datos primitivos recombinados. Los datos visuales se contrastan con los datos táctiles, auditivos etc. Intentemos explicarlo mediante un ejemplo no excesivmente peregrino:
La significación que otorgamos a las gamas de colores fríos a menudo la convertimos en sinónimo de tonos bajos, tanto desde el punto de vista acústico como desde el visual. En la lejanía, la atmósfera filtra los tonos cromáticos altos de modo que sólo percibimos tonalidades bajas, frías. Los sonidos agudos, por su corta longitud de onda, precisan de mayor intensidad que los sonidos graves para incrementar su radio de audición. Los sonidos graves son presagio de algo que se acerca desde lontananza, a menudo desconocido e indescifrable como un rumor a caballo de la incertidumbre; algo lejano, azulado. Amenazador si viene, nostálgico si se aleja. En inglés “ blue”, azul, denomina también a la tristeza, la nostalgia. En el proceso de representación se da más de un proceso de transcripción.
Toda producción artística se sirve de un lenguaje intrínseco que guarda relación con los mecanismos de interpretación del entorno propio del ser humano. A éste, la comprobación de su entorno, la comprensión de su mundo le atrae de un modo necesario, y su observación es “anotada” en forma de recreación a través de todos los medios posibles, entre los que se incluyen las distintas formas de arte.
Este proceso de recreación procura al ser humano la seguridad, o cuando menos la aparente tranquilidad, de tener un control accesible de los fenómenos que le rodean, así como de mantener su natural estado de alerta para afrontar cualquier tipo de acontecimiento registrado por sus sentidos. Tal vez de ahí, de una forma primitiva, nazca su necesidad de recrear su entorno o “(re)crear” entornos nuevos, posibles o imposibles, que le ayuden a tener alguna certeza del suyo propio.
¿Cuál es el motivo primordial de esta necesidad de recreación? Los estudios antropológicos y quinéticos apuntan a principios comunicativos. Las formas más primitivas de lenguaje son descriptivas (como la mímica), y, por tanto, figurativas. Así pues, el embrión del hombre de hoy es un ser descriptivo por imperativos sociales que se basan en necesidades de supervivencia.
La principal diferencia entre el hombre de Neanderthal y el de Cro-Magnon es el abandono de una inteligencia básicamente memorística por otra deductiva. Las recientes investigaciones se centran sobremanera en las actividades y capacidad intelectual de las distintas especies de homínidos que coexistieron y/o se fueron sucediendo en la conquista de los distintos hábitats, cambiantes con la evolución climática y geológica, o por la presión ejercida por otras especies para la conquista de nuevos territorios.
El cerebro del humano, concebido como un almacén de información, tiene que buscar el modo de darle cabida sin seguir aumentando su volumen. Reputadas (y, para algunos sectores críticos, refutadas) teorías antropológicas señalan que aquel ser primitivo dependía, dada su relativa inferioridad física, de tal forma, de la “orden” genética “hay-que-acumular-información” que las generaciones aumentaban la capacidad craneal a una velocidad que la capacidad pélvica de las hembras era incapaz de asumir, con lo cual sólo aquellos que habían desarrollado la parte frontal (deductiva) del cerebro sobrevivían (un Neanderthal poseía no sólo los recuerdos de sus propias experiencias sino, incluso, las de sus antepasados, almacenadas en la zona occipital de sus arcaicas “computadoras” cada vez más intolerablemente grandes). Sabían que el fenómeno “H” era, por ejemplo, negativo, porque era consecuencia del fenómeno “G”, y éste del “F”, y así sucesivamente hasta el “A”, que era dañino (soy consciente de lo abrupto de mi explicación); así pues, los recuerdos antiguos, las “causas originales de las cosas”, son los primeros en 'desaparecer', quedando implícitos en sus consecuentes, asimilándose al conocimiento instintivo de las cosas.
El nuevo ser humano tendrá que agilizar su capacidad de deducción empírica usando como base inmediata de sus razonamientos conocimientos de origen desconocido, a no ser que otro semejante le trasmista esa información a través de actos comunicativos.
Vemos, pues, que es imposible afirmar que exista un momento concreto en el que el hombre empiece a hacer uso de su forma particular de lenguaje, puesto que éste es fruto de todas las posibles formas de comunicación del reino animal, organizadas en un sistema de pensamiento deductivo paulatinamente más y más complejo.
El lenguaje oral se desarrolla simultáneamente al perfeccionamiento de las demás capacidades comunicacionales del hombre ya sean quinéticas o plásticas, y aprovecha una capacidad laríngea desarrollada a partir de una nueva disposición anatómica favorecida por el bipedismo. Lo importante, en todo caso, es que el hombre tal vez se defina como tal desde el momento en que es capaz de señalar algo a un semejante sin que este 'algo' esté presente, esto es, desde el momento en que el hombre es capaz de representar la realidad para poder, cómodamente, prescindir de ella como de sus recuerdos vívidos, en aras de una más rápida capacidad colectiva de resolución de problemas. No sólo es capaz, al fin, de deducir que donde hay humo hay fuego, sino que incluso la imagen del humo no avistado aún por él puede serle confirmada por un semejante, del mismo modo que éste puede comunicarle que tal o cual fruto no es comestible aún ignorando el motivo. Los motivos, causas o acontecimientos ejemplares no experimentados si no a través de la comunicación, dan lugar al mito, que es inherente a toda forma de representación. Y, con el mito, nace la tentación de la mentira. Pero de esto me ocuparé más adelante.
A lo largo de este apéndice a "El Animal Invisible", intentaré plantear cuestiones básicas de nuestra cultura visual antes de entrar en el universo más particular de las imágenes zoológicas, un pequeño repaso, a través de ejemplos ajenos, en su mayoría, que esbocen aunque sea tímidamente, los conceptos lingüísticos, antropológicos, semióticos o artísticos que merecen ser repasados y reagrupados para servir a mi discurso.
El estilo de éste es un tanto helicoidal, girando en torno a un eje central que tal vez no llegue a ser tocado, pero buscando que en cada vuelta contemplemos algún detalle nuevo, que nos remita a la significación de las imágenes animales en la cultura occidental contemporánea, desde la perspectiva de las manifestaciones divulgativas que parten de (o pasan por) nuestro país.
Sé que a menudo pareceré haber entrado en terrenos ajenos al tema central (que no es sino una excusa más para reflexionar sobre el mundo de la producción de imágenes), que no llego a aproximarme del todo a ningún hallazgo intelectual aprehensible, pero confío en que los lectores sepan seguirme pacientemente, o que pierdan la paciencia y prescindan de leer algo que se les antoja obvio y se decidan a leer en primer lugar la tercera parte, de la que las dos primeros no son sino apéndices que sirven de acceso.
En "Digo, miento, fotografío", expongo ciertas cuestiones alrededor de los conceptos de arte y lenguaje. Mi propia selección responde a una búsqueda particular, indudablemente presentida, pues sería arrogante decir premeditada, pero en todo caso encaminada a iluminar (con una luz inevitablemente filtrada en algún tono) rincones significativos de la teoría y práctica de la imagen.
En "El Árbol de Plástico", me planteo problemas más concretos del arte figurativo como alias del mundo real, de los ardides del arte realista para definirse como tal, delatándose delator de nuestras particulares dotes para percibir el mundo.
En ambos apéndices contextualizo las preguntas más concretas que me suscitan las imágenes zoológicas, tema central de "El Animal Invisible", donde me dejo llevar por las reflexiones acerca de la imagen de teóricos y especialistas de otros campos del saber, quienes recurren a la imagen como recurso, pero que sólo puntualmente se refieren a ella con el mismo rigor que al contenido que ilustra. De igual modo, también ciertos teóricos del arte y la cultura visual, cuando ocasionalmente se refieren a representaciones de animales, profundizan tanto en la imagen del animal que se olvidan del animal de la imagen. Nuestra relación con las distintas especies animales y la imagen que de ellos tenemos, pasan por la mirada de ilustradores, fotógrafos, infógrafos, cineastas y realizadores de vídeo, bajo el paradigma fotográfico.
Antes de pasar a analizar los aspectos lingüísticos de la fotografía, dado que voy a hacerlo como base para su definición artística, debo aclarar mi posición con respecto al fenómeno del arte en relación a los fenómenos lingüísticos.
Debemos, primeramente, acotar la dificultosa definición del lenguaje que, como Hjelmslev se pregunta, tal vez poseemos o tal vez somos.
“ El desarrollo del lenguaje está tan indisolublemente ligado al de la personalidad, al de la nación, al de la humanidad, al de la vida misma, que sentiríamos la tentación de preguntarnos si es sólo un simple reflejo de todo ello o si, por el contrario, es todas esas cosas; la fuente misma de la que nacen”.
He de decir que comparto aquella vieja sensación que llevaba a los antiguos cabalistas hebreos a la búsqueda entre (que no en) la transcripción, traducción, reproducción (y visión) del nombre de un objeto de la realidad (si existe) de ese objeto. Si vemos en ese objeto al hombre, ser dotado de lenguaje, ser expresante, ¿ no vemos acaso al verbo hercho carne?. ¿Es el hombre lenguaje?. ¿O es el lenguaje hombre?. Juegos verbales aparte, aunque el lenguaje no sea exclusivamente un medio de comunicación, podemos y debemos ajustarlo al esquema general de toda transmisión de información: mensaje, referente, contexto y código entre un emisor y un receptor.
En este sentido, el arte constituye la indagación en el “no lenguaje”, es decir, el lenguaje provisto de estos rasgos pero carente de alguna de sus funciones concretas, o en la creación de un segundo plano del referente y el código.
El arte es lenguaje sobre lenguaje, o, cuando menos, lenguaje sobre signos reconocibles reorganizados. El lenguaje oral, asumido como modelo de las demás formas posibles de lenguaje, se caracteriza como un sistema (totalidad estructurada). Es sólo comprensible en su totalidad, prescindiendo de los valores de representación real de verbo y sustantivo, en la medida en que sus elementos tienen un valor, por así decirlo, que les viene dado por ser lo que los otros no son: se definen por oposición.
Así pues, toda emisión lingüística está articulada, definiendo el sistema en el que se inscribe como un medio de comunicación cuyas unidades constituyen tal sistema y cuyas emisiones, articuladas, pueden descomponerse en unidades menores.
A través del socorrido y siempre recurrente discurso de Kandisky podemos, no sin esfuerzo, ajustar las formas de arte a tan restringida definición, que, como observamos de forma bastante efectiva en la obra de Doris A. Dondis ("Sintaxis de la imagen"), establece no pocas correspondencias razonables con la representación visual.
No obstante, todavía nos queda el aspecto extracomunicacional de toda forma de lenguaje: la autoexpresión. El lenguaje, como apunta Chomsky, más allá de la concepción estructuralista, permite un discurso interno que al parecer no puede darse al margen de una lengua concreta (Chomsky, N.: "Lingüística cartesiana", Gredos, Madrid 1969; p. 71). Vicente Benet ("Cuestión de lenguas. Parafrasia y noxistencia", 1x1,nº 35, Abril-Mayo 1993) toma nota del siguiente párrafo del poeta francés Stéphane Mallarmé Cinceló:
“ las lenguas, imperfectas en su ser varias, falta la suprema: pues pensar es escribir sin accesorios, ni cuchicheo sino tácita la inmortal palabra, la diversidad, sobre la tierra, de los idiomas impide que nadie profiera las palabras que, de otro modo, se hallarían, por una acuñación única, ella misma materialmente la verdad”.
La cita de Mallarmé no sólo ilustra la reflexión Chomskyana sobre el “algo más” del lenguaje transferido a su expresión artística, sino que nos lleva de nuevo a la revisión del concepto cabalístico de una realidad sólo aprehensible a través de su transcripción / representación / traducción. ¿Qué es lo incomunicable en las formas de comunicación? ¿Qué aspecto del lenguaje, fácilmente aprehensible, nos ilustra esas carencias de las que el arte visual se nutre? ¿En que medida la fotografía participa o no de tal aspecto, si existe, teniendo en cuenta su relevante papel en la comunicación y transformación del lenguaje humano de este siglo?
1-Rasgos suprasegmentales. La imagen Noxistente.
Abelardo Morell: A mirror and its shadow
"Las fotografías recalcan la verdad de lo concreto"
(Robert Betchtle, pintor realista)
Nos enfrentamos, pues, al problema siguiente: queremos saber si la relación existente entre palabra y objeto es equiparable a la del mismo objeto y su fotografía, y, de ser así, si lo es también la interrelación de elementos lingüísticos para exponer un tema, con respecto a los elementos fotográficos (sintagmáticos, por así decirlo) de una fotografía del mismo tema.
El devenir del pensamiento humano hasta la actualidad nos muestra que la filosofía halla la palabra intraducible como verdad, o al menos constituye todavía el problema crucial de cualquier teoría del conocimiento.
Sin embargo, existe otro enfoque posible del estudio de la palabra que parte de la premisa de su “cosificación”, esto es: “el verbo como la cosa misma, desnuda y sin remisión” (Benet, V.J.: "Cuestión de lenguas") o, en palabras de Freud “ el verso (...) filosóficamente remunera el defecto de las lenguas, completamente superior”. La poesía.
El mismo Freud expone argumentos científicos en los que la palabra se ve aislada de su componente estructural lingüístico: “ La histeria puede crear una afasia total, motriz y sensitiva, para un idioma determinado, sin atacar en absoluto la facultad de comprender y articular otro distinto”. A este respecto, señala Benet, cita Brener el caso de Anna O., paciente de accesos histéricos en los que Freud había observado dicha afasia. En ciertos momentos críticos, la paciente, ignorándolo, hablaba inglés, según Brener (y con terminología extraída de Jackobson) por un trastorno de la continuidad.
El hecho de que una lengua se pueda constituir en el orden de una universalidad (que se corresponde, con un determinado “weltanschauung”) situaría a la lengua materna de un individuo en una categoría de tipo envolvente, encerrando en sí misma la condición previa, como dice Benet, del equívoco, del fallo.
A este respecto nos dice Lacan:
“ no hay lengua existente para la que se plantee la cuestión de su insuficiencia para cubrir el campo del significado, siendo además un efecto de su existencia de lengua que responda a todas las necesidades”.
La afirmación de Lacan implica la definición de la existencia frente a la noxistencia, es decir, aquello que no es lengua, o, mejor diría yo, aquello que no es considerable como lengua en base a su ininteligibilidad, ya que Lacan se remite al eterno concepto de aquello que no es lengua identificado en el “bar-bar” emitido por el bárbaro.
Sin embargo ¿qué ocurre aquí, precisamente, en los fenómenos fronterizos entre lengua y lenguaje? Cuando escuchamos un discurso en un idioma que desconocemos no podemos asegurar que se trate siquiera de un idioma que no podemos entender, pues podría tratarse de una sucesión de sonidos sin sentido, sin embargo, con cierto esfuerzo podemos apreciar la diferencia entre ambos fenómenos. Somos capaces de reconocer la repetición de sonidos y su ubicación temporal y rítmica, intuir verbos o sustantivos, y apreciar el tono del mensaje.
-Lenguaje y mímesis. Noxistencia lingüística. Concepto de Idiolecto
Los que hayan tenido la suerte de asistir a una actuación de Fátima Miranda habrán podido comprobar, en forma destilada, la capacidad expresiva de los rasgos tradicionalmente llamados suprasegmentales sosteniendo un segmento arbitrario.
Fátima Miranda, a través de su peculiar investigación vocal, nos introduce en la melodía del discurso de la clásica “Maruja” identificándonos con sus emociones y, casi casi, opiniones (no explícitas, pero sí expresas). Del mismo modo, la intérprete consigue mantener nuestra atención en la discusión que mantienen un padre y una hija japoneses que, en realidad, no dicen una palabra, del mismo modo que intentaríamos saber qué ocurre en una película japonesa sin subtítulos (de hecho, Miranda juega con un fenómeno cotidiano: la pérdida de carga comunicacional de un mensaje dota a la dimensión expresiva del discurso de la acentuación de sus propios significantes). Bajo mi punto de vista, los llamados rasgos suprasegmentales del lenguaje podrían ser considerados como algo mucho menos ajeno al segmento lingüístico. Éste es concebido como la abstracción de una serie de sonidos articulados preñados de un significado que la entonación, por ejemplo, modificaría.
Tal vez una cierta profundización en el estudio de la comunicación animal, particularmente la de otros primates no humanos, nos harían concebir los rasgos 'suprasegmentales' como todo lo contrario, como la forma básica de ese segmento especificado y modelado por especializaciones fonéticas y estructuras mentales.
En muchas ocasiones decimos de los animales con los que más empatizamos que sólo les falta hablar, porque a menudo el tono de su voz se expresa aunque no articule algo humanamente concreto. En Fátima Miranda y su particular experimentación encontramos falsos segmentos de sonidos estructurados, pero la materia que sostiene dicho segmento es tonal, tímbrica, rítmica.
La lengua, como vemos, es lenguaje, pero ¿(no) todo el lenguaje es lengua?. Sabemos que los rasgos suprasegmentales, especialmente el acento y el tono, se ajustan de forma distinta en los distintos esquemas estructurales de cada lengua, de cada idioma, pero creo que es innegable que también deciden la disposición estructural de dichos elementos.
Cualquier televidente gallego es consciente de la artificialidad tonal del doblaje de telefilmes de TVG. La línea tonal ascendente seguida de una brusca caída, característica de las formas interrogativas de la lengua gallega, es sustituída por una estructura tonal procedente de un estándard que ni siquiera procede del castellano, sino de un, por así decirlo, convenio de entonación desarrollado por los dobladores (en gran parte catalanoparlantes), convenio que, de forma tácita, pero efectiva, es fruto de una evolución tonal del habla televisiva de los informativos desarrollada en otras lenguas, y de sus demás formas de origen dramático. La cuestión suscitada es la siguiente: ¿es representativo de un objeto el tono con que se pronuncia su sustantivo? ¿Es válido establecer correspondencias entre los tonos auditivos y los visuales en las distintas formas de representación, incluído el lenguaje “propiamente dicho”? ¿Qué sistema constituyen estas correspondencias?
En el campo de lo visual (interrelacionado, entiéndase, con todos los campos sensitivos del hombre) la mancha o punto de perspectiva se ofrecen como objeto escópico; en el campo de la voz, es la diversidad de lenguas lo que se constituye como objeto invocante (Benet: íbidem).
Es éste, de hecho, el punto de partida de los estudios lingüísticos de Saussure al buscar en Lituania los orígenes del Indoeuropeo como germen de la diversidad actual de lenguas.
En su análisis hay un concepto, no acuñado por sus alumnos, que deberíamos tener en cuenta al respecto de nuestro comentario y es el concepto de MATEMA del lenguaje, construído tomando como problema inicial la diversidad lingüística.
Saussure traslada la diferencia real de las lenguas a la diferencia científica del significante. Dicho de otro modo: Una vez propuesto el uso de los cuantificadores ¿qué significado podemos dar a la función?
Únicamente, como señala Benet, la lengua materna pura: el IDIOLECTO. Una lengua pura en su función de contacto, o fática. La lengua noxistente.
Más allá de las teorías de Jackobson o Malinowsky, la noxistencia de la lengua es patente en Joyce, cuyo inglés sólo existe (ya) en su obra. Joyce habita las lenguas en el NOTODO.
François Regnault señala el siguiente ejemplo en la elección de la disposición sintagmática de los elementos nominales : “ decimos:
mi de Israel
Dios
vuestro de Dioses
Señor
el de los señores”
pero no mi / nuestro Eterno, el Eterno de Israel, el Eterno de los Dioses”. Es significativa la coincidencia en este punto de la doctrina sobre Dios con el problema de las lenguas diversas.
No quiero entrar en el (psico) análisis lacaniano de Benet, pues sólo me sirve como punto de partida, y correría el riesgo de caer en el cajón de sastre de la semiótica, a caballo entre consideraciones perceptivas, psicológicas y lingüísticas. Sin embargo me gustaría destacar un párrafo de Benet harto significativo para mi explicación:
“ Por la vía de la homofonía el objeto voz era reintroducido en la escritura, que así adquiría un valor semejante al que el síntoma tiene para el neurótico: el de acoger en el significante lo real del goce. Con su transitar entre las lenguas la voz, las voces morían a una existencia humana”.
La 'textura' del sonido, como la óptica y la táctil, es de difícil traducción, pero en todos los casos da lugar a convenciones por todos comprendidas, como ocurre al interpretar las pupilas huecas de las estatuas, los platillos sinfónicos que quieren sonar a mar, o los ritmos sonoros que reproducen los andares del caballo. Gombrich o Umberto Eco analizan los recursos de Durero para connotar dureza a la piel de su famoso rinoceronte. La semiótica nos remite a cuestiones culturales, antropológicas, biológicas.
Creo que si hay algún punto de intersección metodológicamente puntuable entre las formas de comunicación de toda índole, y de forma especial entre el lenguaje oral y las formas de representación visual, tendremos que hallarlo, o intuirlo, en, valga la expresión, “matemas idiolécticos”, esto es: señales suprasegmentales que condicionan la estructura de un sintagma. No es descabellado profundizar en estos aspectos a propósito de la capacidad de representación de sintagmas y formas oracionales en la pintura, la literatura, la escultura y la fotografía.
Rondamos la vieja cuestión acerca de qué es el arte, pregunta con ciertos tintes hamletianos, que encierra una cierta noción de elevación o sublimación de la actividad artesanal o industrial, la 'canonización' de una actividad u oficio representacional.
Como no quiero entrar en la polémica de si determinadas manifestaciones de esta índole son o no artísticas (polémica que todavía es vigente acerca de la fotografía) las trataré sólo como formas de representación de la realidad (con respecto al concepto de realismo), puesto que una de las principales críticas (en tanto que fenómeno comunicacional) a la fotografía es lo que Roger Scruton denomina incapacidad representacional de la fotografía.
Las formas de representación visual han sido revisadas en su dimensión lingüística, especialmente en el siglo XX, en el que el arte toma conciencia de sus dotes dialécticas por influencia de las teorías estructuralistas y, más recientemente, de la gramática generativa. Es particularmente significativo que el principal catalizador de este proceso intelectual en las formas de representación visual, artísticas o no, haya sido la fotografía, que al introducir una estética de realidad fragmentada (o, lo que es lo mismo, una estética de la desaparición -ver V. Adorno: "Estética de la desaparición"-) libera los preceptos de las vanguardias artísticas a través de dos vías principales: por un lado el abandono de lo figurativo y por otro la revisión dialéctica de lo figurativo (la figuración de la figuración).
2-Un poco de Historia
“..... todo acontecimiento significante es sustituto (del significado tanto como de la forma ideal del significante). Al ser esta estructura representativa la significación misma, yo no puede emprender un discurso “efectivo” sin estar originariamente comprometido en una representatividad indefinida”.
Jaques Derrida: “ La voz y el fenómeno"
Antes de profundizar en la dimensión lingüística del fenómeno fotográfico es necesario reflexionar un poco sobre la historia de la fotografía y su evolución sémica.
En este sentido creo conveniente adoptar un punto de vista ya orientado por otros en los cursos de doctorado de la Facultad de Bellas Artes de Barcelona, es decir: más que dibujar una historia de la fotografía, analizar el devenir de la fotografía a lo largo de la historia que la ha visto nacer.
Para ello, y ya que quisiera acercarme a su dimensión lingüística, utilizaré como pauta los renglones de la historia de la ciencia del lenguaje, desde Aristarco hasta Chomsky, interrelacionándolos, en la medida de lo posible, con el desarrollo de las otras artes y ciencias, porque creo imprescindible considerar los fenómenos sociales y culturales que condicionan la aparición de la fotografía en la vida del hombre.
Primera fotografía de la historia, realizada por N. Nièpce |
a)El problemático asunto del origen de la fotografía.
Teóricos como Peter Galassi contemplan un problema historiográfico con respecto a la fotografía, en el momento en que se pretende buscar un origen o punto de partida que se resume en una abrupta y contundente interrogante: ¿Cuál es el origen histórico de la fotografía?, pregunta que encierra otras tantas, difíciles de ser contestadas con precisión:
1.- ¿Qué es fotografía?
2.- ¿Dónde /Cuándo aparece la fotografía?
3.- ¿Qué papel juega la fotografía en la historia?
a- ¿Qué papel(es) juega en la sociedad?
b- ¿qué relación mantiene con las demás actividades del hombre?
c- ¿Cuántos tipos de fotografía, si los hay, podemos establecer?
El origen histórico “oficial” de la Fotografía se establece convencionalmente en una fracción del tiempo que nos sitúa entre las primeras experiencias con material fotosensible a principios del S.XIX y los definidos progresos de Daguerre y Fox-Talbot hacia la mitad de su tercera década.
La búsqueda de un nuevo enfoque analítico de la historia de la fotografía, ejemplificada en Peter Galassi, se basa en la observación que muestra cómo la fotografía debe sus principios a la conjunción o simultaneidad de una serie de hallazgos técnicos (Talbot, Niepce, Daguerre...). Dichos principios, tanto ópticos como químicos, en que se basa la fotografía fueron combinados en un momento en que hacía ya mucho tiempo que ambos principios eran conocidos. ¿Cuál es la razón, por tanto, de que se produzca su aparición en tal momento y no otro? ¿O habría, tal vez, que ampliar el concepto de la fotografía para extender a su vez su presencia histórica?. Si ahondásemos, de hecho, en las diferencias entre los procedimientos de todos los inventores coetáneos, la observación nos señalaría, en base a sus objetivos, una diferenciación básicamente lingüística.
b)La ciencia al servicio del arte y viceversa. La imagen y el ser.
Galassi, coincidiendo con Schwartz, cita a Gernsheim a este respecto y nos reitera que el conocimiento de estos principios estaba descubierto y anotado (documentado) científica y popularmente.
El porqué la fotografía no se inventó antes es el mayor misterio de su historia, desde que nos vemos obligados a admitir que su historicidad precisa sería, en realidad, extemporánea.
Por quienes, como Galassi, han apuntado tal idea, el problema estriba en basar tal principio en un precepto científico, que en realidad puede ser ampliado y que se contagia en otros historiadores del arte cuyas referencias son eminentemente técnicas (a una cierta "ingenuidad" de Schwartz o Galassi, podríamos enfrentar el planteamiento de Lanyon en "Vanishing Cabinet").
Contestan, por tanto, sólo a una parte de las cuestión. Y no debemos olvidar que ya Gideon proclama que el trabajo del historiador no parte de los hechos del pasado sino de un compromiso con el presente.
Ahora bien: si consideramos la “Crítica del Juicio” de Kant como el primer enfoque filosófico del arte, podemos atisbar en sus recientes revisiones desde el campo de la semiótica que la apreciación de la diferenciación entre los seres vivos implica cuestiones fundamentales que atañen a la definición de 'ser', problema sin resolver que precisa de un enfoque que pasa necesariamente por el lenguaje como causa y efecto simultáneo de la elaboración de ideas, por lo que la representación de las cosas, a través de imágenes, pasa por estructuras mentales íntimamente relacionadas con aquellas que constituyen el espacio psíquico del lenguaje humano.
Mientras doy las últimas revisiones a "El animal invisible", compruebo que la asimilación de la imagen de los animales por nuestra cultura, a través de criterios científicos y descripciones gráficas de fracciones anatómicas con significados precisos, es el campo que sirve a Umberto Eco ("Kant y el ornitorrinco", Lumen, Barcelona 1999) para revisar cuestiones pendientes en su "Tratado de semiótica general".
El punto de partida de Eco nos recuerda la necesidad de una revisión de la crítica Kantiana, que un tanto inconscientemente ya había orientado mi particular orientación repasando a Foucault ("Las palabras y las cosas") o las pinceladas del propio Eco en su novela "La isla del día de antes", y, en general, de las lecturas que me han llevado a redactar el presente escrito.
Sea como fuere, la teoría del significado y el pragmaticismo de Peirce están detrás del problema de la creencia en lo que las distintas formas de representación del mundo, incluído el discurso del método científico, nos dan de los objetos de la realidad a través de signos más o menos ajustados a una verdad "in fieri", en el sentido de que considera verdaderas aquellas ideas cuyos efectos concebibles resultan fortalecidos por un éxito en la práctica, éxito que jamás es definitivo y absoluto.
En el terreno de la semiótica, Peirce elaboró una teoría de los signos que reformula la teoría estoica del significado, en la que todo el pensamiento es un signo y participa esencialmente de la naturaleza propia del lenguaje, por lo que no es posible pensar sin signos. En relación con el propio objeto, Peirce establece la siguiente categorización de signos:
1-'icono'- (ej.: una imagen especular, un dibujo o un diagrama) Signos cuyo carácter los haría significantes aún cuandosu objeto no tuviese existencia.
2-'índice'- (ej.: una señal, un gemido, un escala graduada...) Signos que perderían su carácter como tales signos si se suprime su objeto, pero que lo mantienen mientras exista un interpretador.
3-'símbolo'- (dimensión sígnica de un relato, un libro, un sustantivo...) Signos cuyo carácter depende de la existencia de un interpretador.
Último tilacino conocido antes de su extinción, fotografiado en cautividad |
c)La imagen zoológica y la fotografía. Problemas de interpretación. Fricciones entre conocimiento científico y experiencia estética. Sobre la dimensión artística de la fotografía.
La llegada de la fotografía a la ilustración de la literatura zoológica creo que refleja muy bien el hecho de que las imágenes se ajustan a ideas previas, a imágenes mentales y contenidos semánticos anteriores a la visualización de la imagen concreta.
La fotografía sustituye al dibujo y al grabado en la tarea de divulgar el aspecto físico de los animales, con el don de la credibilidad que le otorga su carácter de impronta directa de la luz reflejada por el objeto real, sin mediación de los prejuicios o errores de apreciación del artista, pero la fotografía también buscará atisbos quiméricos en muchas imágenes zoológicas, con lo que su carácter en cierto modo accidental se doblega a los imperativos de su propio código de identificación y calificación de formas, lo cual nos vuelve a remitir al lenguaje y sus estructuras mentales, clasificatorias de objetos y fenómenos del mundo natural.
Los primeros fotógrafos, ¿eran creadores de una nueva forma de representación visual, de un nuevo arte, o sencillamente eran ejecutores de una nueva posibilidad científica, tecnológica?. La discusión alrededor de la dimensión artística de la fotografía todavía es vigente y resulta significativo saber que aquellos pioneros nacieron a la sombra de la pintura (o tal vez a la luz) o, por decirlo de otro modo, se crearon a sí mismos a imagen y semejanza de los dioses de la pintura, razón decisiva para que sus acólitos los expulsasen del paraíso del arte.
Quagga, especie extinta documentada en una enciclopedia ilustrada |
Este fenómeno, compartido por otras formas de expresión visual y escrita, es actual y vigente. Podríamos citar ejemplos periféricos como un posible análisis de la dimensión literaria, y por tanto artística, del suceso periodístico. El suceso narra acontecimientos acontecidos a personas anónimas, o cuyos nombres no aportan mayor información. Son hechos cuya trascendencia dista de entrar en el terreno de la información estrictamente periodística, basada en hechos que afectan a la comunidad. Los acontecimietos descritos en el suceso periodístico sólo afectan a sus protagonistas, pero encierran problemáticas universales, como la literatura o el teatro. La estructura del escrito se ajusta a los cánones periodísticos más clásicos, pero su lectura sólo remite a lo legendario, no lo informativo. Se trata de la constatación de los posibles requiebros de la existencia humana en la que entran en juego valores universales, expresados a través de lo particular, despojado del posible alejamiento de la realidad propio de la ficción, ya que forzosamente se trata de acontecimientos reales de los que se resaltan aspectos particularmente llamativos.
Uno de los últimos ejemplares vivos de Quagga, fotografiado en cautividad |
Antoine Birts, en “El daguerrotipo”, establece una correspondencia entre los términos que designan a pintores y fotógrafos con los sustantivos de albañiles y arquitectos, respectivamente, planteamiento reversible a ojos de otros críticos. Sea como fuere (cito a P. Galassi): “La fotografía no es un bastardo dejado por la ciencia en el umbral del Arte sino un hijo legítimo de la tradición artística occidental”.
2.1-El idiolecto fotográfico
a)El lenguaje como soporte del pensamiento icónico. Relaciones posibles entre las teorías del lenguaje y los estilos artísticos. El arte griego y su imagen del hombre en relación a las nociones analogistas o anomalistas del lenguaje.
Las formas gráficas producidas por la acción de la luz se denominan bajo el término “fotografía”. El dibujo de la luz, uno de tantos sintagmas traducibles de la asociación etimológica griega, lleva implícitos tanto la acción como el objeto resultante de la acción. Si un griego de la época clásica pudiese abstraer tal asociación de ideas sólo podría concebir el efecto de dibujo por claroscuro que aprehendemos de las sombras propias o arrojadas, o, lo que es lo mismo, del espacio que la luz pinta o dibuja alrededor de los objetos.
La sombra proyectada de un objeto no sólo es signo de la presencia de dicho objeto en la trayectoria de la luz, sino de su forma; sin embargo, no sería posible establecer una correspondencia entre las formas de los objetos y sus proyecciones reconocibles si no es a través de un proceso lingüístico, ya que el propio objeto registrado en nuestro conocimiento recibe de algún modo una representación lingüística o nominal.
Sólo a través de criterios de semejanza pueden establecerse las diferencias que originan la definición de las cosas. No es casual que, en los orígenes de la cultura occidental, las reflexiones más primitivas sobre el lenguaje se basen en criterios de semejanza tanto a nivel lingüístico como a nivel gnoseológico.
En los tiempos en que la cultura tenía sus sedes principales en Pérgamo (Crisipo, Crates) y en Alejandría (Aristarco) y el germen helenístico de lo que ahora pensamos y hablamos acerca de lo que pensamos y hablamos (Ss I-II a. C) concebía dos posicionamientos con respecto a la construcción del lenguaje humano: por un lado existía un criterio anomalista defendido por los llamados naturalistas con una noción de la realidad circundante caótica, basada en el desorden. (Es aconsejable hojear la breve historia de la lingüística de Jesús Tusón para visualizar un esquema claro e inmediato de lo que pasaremos a comentar. Quiero hacer notar que me refiero a 'construcción' por 'estructura' para evitar ambigüedades relacionadas con la bipolarización entre estructuralismo y formalismo).
Los 'anomalistas' observaban los fenómenos de la naturaleza, asimilando a ellos el lenguaje humano, a través de las diferencias de sus elementos, en contraste con las similitudes, que buscaba la otra tendencia, basada en la regularidad, una tendencia analogista que redundaría en el convencionalismo Aristotélico (vuelvo a remitirme a la obra de Tusón para los habituados a considerar como no convencionalista el pensamiento Aristotélico -ver "Política" I ap 1- 1253 a, de Aristóteles- ya que es netamente convencionalista en cuestiones lingüísticas).
En Pérgamo, Crisipo y Crates fueron las cabezas visibles de anomalistas y estoicos. Los primeros ejercían su investigación en el entorno de los desajustes de un lenguaje ideal perfecto que originan nuestro lenguaje característico, a saber: la sinonimia y la polisemia, algo así como los efectos de reverberación y semejanza múltiple llevados al terreno del pensamiento lingüístico.
El fenómeno de la semejanza, paradójicamente, constituía para Crisipo una señal anómala en base a que la semejanza produce confusión, y la confusión va ligada al desorden en razón consecutiva antes que causal.
Por otra parte, los estoicos analogistas, eludiendo las relaciones entre objetos y sustantivos, iban mas allá y contemplaban el sistema lingüístico como una realidad paralela con sus propias semejanzas, profundizando en los problemas del significado y orientándose hacia una gramática a través de la clasificación de las partes de la oración.
El criterio analogista conlleva un tipo de pensamiento que profundiza en la relación siguiente:
OBSERVACIÓN
NATURALEZA EXPRESIÓN ( LENGUAJE)
COSAS NOMBRES
causas —enunciado de las causas
fenómenos
efectos —enunciado de los efectos
causas
causas del enunciado de efectos
efecto de los enunciados
El pensamiento griego, no lo olvidemos, posee un ideal ya mítico de perfección armónica, y este ideal se transmite a través de las principales formas de representación, y especialmente en la escultura desde poco antes del S.I a.C. La justificación anomalista del arte griego, por así decirlo, vendría dada por una elusión del desorden natural.
El “Kurós” hierático no sólo adolece de un perfeccionamiento técnico precario (su orden anatómico no es natural, si pudiésemos concebir 'natural' como perteneciente a la intersección entre 'naturalismo' y 'realismo') sino que se erige como un resumen de perfección que proviene de la idea del imposible del hombre perfecto (sólo posible como mito o como Dios) y, así, el arte no hace más que reflejar la disputa lingüística de su tiempo sin establecer una respuesta a si el alma, y, por ende el pensamiento y su falcultad lingüística, se ajusta al caos o al orden, aunque asumimos a través de ciertas fuentes que no tiene porqué ser así.
(véase por ejemplo "Arte y experiencia en la Grecia clásica" de J.J. Pollot: " Estas dos fuerzas fundamentales del pensamiento y la expresión griegos -ansiedad provocada por la irracionalidad aparente de la experiencia, y la tendencia a aplacar esta ansiedad mediante el hallazgo de un orden que explicase la experiencia- tuvieron un profundo efecto en el arte griego y constituyen la raíz de sus dos principios estéticos esenciales". Pollot se refiere al análisis de las formas en sus partes componentes y la representación de lo específico a la luz de lo genérico. "Una estatua geométrica de un caballo es un intento de llegar a la 'caballeidad' que se esconde tras cada caballo concreto. Este principio ayuda a explicar por qué la tipología de la arquitectura griega y la gama de temas de la escultura y la pintura griegas son tan deliberadamente limitadas")
Para el anomalista, “Kurós” es un ideal, para el analogista se trata de un fiel reflejo simbólico del sustantivo de un lenguaje visual, entrando en las fronteras del signo.
El Alenjandría, Aristarco, a quien podemos considerar como el primer gran filólogo, se interesa, a través de los textos homéricos, por los fenómenos de regularidad y paradigma dentro del discurso, erigiéndose como el primer gramático normativo.
En el siglo I a. C. Dionisio de Tracia reorganiza estas ideas. En el auténtico origen de la gramática occidental juega un importante papel la definición del alfabeto griego y la distinción de las clases. Es evidente que la cultura griega de estos momentos es bien capaz de reflejar de forma gráfica la interacción de los elementos que componen las cosas porque es asumida su dimensión temática. Asimismo ocurre con el posicionamiento del hombre frente a las cosas, puesto que las cosas que lo rodean y su capacidad de acción sobre ellas le darán una distinta calidad como sujeto (agente o paciente) de dichas acciones, lo cual otorga al sujeto, todavía poco analizado pero ya muy definido, un don de eventualidad; es el catalizador de una acción posible.
Aislar la idea del SUJETO es asimilar la idea de un sujeto potencial (entiéndase un sujeto activo que representa la potencialidad de la acción), ese sujeto, ya reflejado en el arte ático, quinientos años antes, en forma de “Kurós”, ofrece una forma perfecta para la añadidura de esa acción potencial más inmediatizada en la pose, cada vez más definidamente morfológica (por más conscientemente sintáctica) de Apolo, desde “Critios” hasta su revisión en Policleto. El mismo Aristóteles, imbuído de las resultas de la discusión entre naturalistas y convencionalistas, posicionándose desde la regularidad analógica de éstos, considera al arte como una forma de producir aquello que la naturaleza no produce.
Robins hace referencia a la controversia relacionada con la impotencia que el orden y la regularidad proporcional tenía en la lengua griega, y hasta qué punto las irregularidades (“anomalías”) formaban parte de la misma.
Las reflexiones sobre naturaleza o convención crearon, de hecho, corrientes concéntricas, ya desde un punto de vista teórico (sobre Naturaleza y Lenguaje) o desde una tendencia práctica (sobre las lenguas concretas). La primera reflexión verdaderamente importante está estrechamente relacionada con el hecho de que el “Kurós” más reconocible no precisa movimiento y se define en sus propias dimensiones.
En la mentalidad griega, la copia de la realidad es concebida con una composición de elementos todavía no analizados en profundidad, reconocible, no tanto en su semejanza a cualquier joven atleta como a sí mismo. Recuérdese que, pese a nuestra imagen del arte clásico de blanca sobriedad marmórea -que representa o recrea sin limitarse a reproducir- las esculturas griegas eran policromadas, invocando la presencia física de los personajes representados, intentando, en lo posible, imitar todos los rasgos visuales de dicha presencia, color incluído, estando mucho más cercanas a las figuras de cera del s.XIX o a la escultura hiperrealista de nuestros días (por ejemplo, las obras más conocidas de John de Andrea).
Está claro, por lo tanto, que la cultura clásica buscaba de algún modo un ajuste perfecto entre objeto representado y representacón, o, al menos, que pudiesen compartir el mismo sustantivo: eso no es una piedra, es Hermes -salta a la vista-. Subyace la pregunta: ¿engendran las cosas a las palabras o lo hace la comunidad de hablantes a través de un pacto?
La defensa naturalista recurre a los aspectos referentes a la etimología y el simbolismo fonético. Los convencionalistas, en realidad, buscan la naturaleza en su forma lingüística, en la naturaleza del lenguaje, usando como campo de trabajo el lenguaje escrito, en sus diversas manifestaciones. Así, en el libro II de las historias de Herodoto, es observada la diferencia de leyes en Egipto, que, en esta época, aunque asume en escultura el hieratismo nominal de “Kurós” en ciertas representaciones faraónicas, al partir de una herencia escrita pictiográfica goza de una mayor diferenciación de ejecución en base al tema, puesto que el hieratismo desaparece en las figuras policromadas de escribientes, por ejemplo, en las que la obra busca fingir la realidad además de recordarla. Herodoto se expresaba sólo a través de dos sistemas (temáticos) lingüísticos, pero ambos, como sus formas de representación visual correspondientes, eran generados por un desarrollo social y cultural concreto y diferenciado.
Sin embargo, debemos destacar que el interés convencionalista por el discurso escrito está ligado a su reconocimiento como forma elevada de Arte, una forma de dar a la naturaleza, a su imagen y semejanza, aquello que no tiene pero que es posible construir con palabras.
Es lamentable no disponer de documentación musical de la cultura helenística, puesto que la música griega lo regía todo. En la música y en las matemáticas, cara interna del espejo de la realidad, toda forma de expresión es , a su vez, reflejada. Al menos, cabría puntualizar, nos parece escasa la documentación musical de una cultura de semejante trascendencia para la nuestra (podríamos mencionar textos de Nietzsche sobre música arcaica griega, a propósito del ritmo, o las primeras publicaciones de textos musicales por Vincencio Galilei -padre de Galileo- en Florencia en 1581, concretamente un himno al sol, cuyo manuscrito data del s.II, pero que evidentemente podría ser muy anterior -para los curiosos, existe una edición de dicha obra en una grabación de Cristodoulos Adalaris editada por ORATA LTD/ORANGUM 2013, y el texto de Nietzsche lo hallarán en "La cultura de los griegos" -Obras completas, v.5,Aguilar,Buenos Aires 1967 6º ed.-).
En el "Cratilo", Platón, aunque sitúa a Sócrates como moderador de Hermógenes (convencionalista) y Cratilo (naturalista), se manifiesta pro naturalista llevando ambas posturas a la irreductibilidad.
Sin embargo, en el mismo diálogo mencionado, Platón no elude el establecimiento de la distinción nombre/verbo como elementos básicos. Es curioso observar cómo las características potenciales de acción (eminentemente nominales) se adecúan más a las formas escultóricas que a la pictóricas (ornamentales) cuyo recurso lineal, fácilmente adecuable al movimiento es eminentemente verbal o de acción cinética, efectiva.
El arte griego sería, por así decirlo, un arte nominal. La arquitectura y la escultura buscan la definición de lo que el hombre es o aspira a ser. La perfección buscada no es otra cosa que un resumen de una serie de cualidades imprescindibles para ser un hombre digno de ser admirado. Esta admiración, depositada en los dioses, origina el sustantivo del hombre perfecto (Apolo) y de la mujer perfecta (Venus) en sus múltiples formas escultóricas y no es casual que sólo cuando el pensamiento griego logra discernir las partes nominales de las verbales consigan los artistas dotar de un carácter activo demostrado en una acción pasada que genera una actitud presente.
El “Kurós” que evoluciona hacia los hombres apolíneos, cuatrocientos años antes de Cristo, pasa de estructura sintagmática nominal (“Kurós” —— hombre) a la estructura verbal más irreductible (Apolo —— Doríforo, Diadumeno, Discóforo, Idolino...—— El hombre es) -evidentemente, aunque el significado exacto de "Kurós" es 'atleta', lo empleo como sinónimo lógico de hombre, dentro de su campo semántico-.
Esto supone la maduración intelectual de que la obra de arte, si quiere ser signo de un refente real, también ha de serlo de su presente referencial. El problema de la pose consiste en encontrar la belleza del cuerpo y del alma por medio de su detención en el tiempo, generando un presente absoluto para una tercera persona absoluta.
El Doríforo de Policleto no es “leído” como “ hombre” (o cualquiera de sus sinónimos) ya que su asimetría móvil, su equilibrio de proporciones desplazadas, va más allá de la definición del alma, sino de su existencia en el espacio y en el tiempo presente.
Recordemos a Husserl, para quien la tercera “persona” de presente de indicativo del verbo “ser” es el núcleo irreductible y puro de la expresión (ver Jaques Derrida: "La voz y el fenómeno"). El sentido del verbo “ser” mantiene con la palabra (unidad de la phoné y el sentido) una relación completamente singular. No es una “simple palabra”, porque se puede traducir en diferentes lenguas. No es una generalidad conceptual. “Ser” es la primera o la última palabra en resistir a la desconstrucción de un lenguaje de palabras. Inquiere Jaques Derrida al respecto:
”¿porqué la verbalidad se confunde con la determinación del ser en general como presencia? Y, ¿porqué el privilegio del presente de indicativo? ¿ Porqué la época de la “phoné” es la época del ser en forma de la presencia, es decir, de la idealidad?.”
La presencia del desnudo griego se traduce en su continua vigencia como fuente de expresión, pero su auténtica innovación consiste en la detención del tiempo en un movimiento anatómico que nos explica, como un resumen, la secuencia de movimientos que lo preceden y lo siguen, y es ese momento lo que el escultor quiere atrapar y nombrar.
Sin embargo, la apariencia de realidad que dicho tratamiento escultórico exige, lleva al artista a una observación anatómica y funcional mucho más minuciosa, del mismo modo que los pensadores indagan en las partes móviles del lenguaje, esto es: su aspecto articulado.
Aunque ya Aristóteles había añadido a los elementos básicos nombre/verbo la clase general “conjunción”, no obedecía sin embargo a criterios propiamente gramaticales. Los Estoicos definirán seis partes en la oración: nombre común, nombre propio, verbo, preposición (conjunción), pronombre (artículo) y adverbio.
Dicha clasificación se debe a criterios semánticos. Zenón de Citio, Crisipo, Diógenes de Babilonia son, al fin y al cabo, herederos de Platón y Aristóteles, pero profundizan al establecer el triángulo semántico palabra-significado-cosa.
En la representación visual la obra de arte aspira a ser un resumen del triángulo semántico dotado de ambigüedad, puesto que su significado se corresponde con la palabra y la cosa propia. Por eso la primera gramática propiamente dicha, el “Techné grammatike” de Dionisio de Tracia, se basa en un conocimiento práctico de las manifestaciones artísticas del lenguaje en la obra de poetas y prosistas, lo que supone un estudio general de la literatura (y por tanto del arte).
Vemos, por tanto, cómo las artes son, incluso en los orígenes de nuestra cultura, formas de expresión a la vez que medios de investigación del lenguaje idioléctico.
b) Del idiolecto icónico al idiolecto fotográfico.
Habría que desarrollar en profundidad un estudio comparativo de la evolución de los estudios lingüísticos y los avances de los estilos artísticos, para esclarecer esa búsqueda de las formas artísticas que parece desembocar en la práctica de la fotografía, cuya aparición histórica se debe a una necesidad social. O lo que es lo mismo: la búsqueda de los antecedentes históricos de la representación fotográfica. El hecho de buscar una prehistoria de la fotografía supone:
1.- La fotografía es una forma de (re)presentación (¿o reproducción?) visual a la que el hombre ha accedido a través de otros medios plásticos; o, dicho de otro modo, la fotografía en su acepción más común es aquella imagen que se realiza por medio de una cámara fotográfica.
2.- La fotografía aparece donde y cuando, por primera vez, un hombre quiere reproducir cualquier fracción de la realidad tal y como la luz se la presenta, o, lo que es casi lo mismo, reproducir la luz tal y como las cosas se la presentan.
3.- El papel histórico de la fotografía (refiriéndonos exclusivamente al hecho consumado de la fotografía como utilización gráfica de materiales fotosensibles), aunque habría que estudiarlo desde distintas vertientes (social, artística, antropológico) se nos presenta principalmente como catalizador de una revolución en la comunicación social y en las formas artísticas propuestas por la vanguardia.
Estos planteamientos no llevarían a aceptar que el arte anterior a la aparición “oficial” de la fotografía ya tendía a la actividad propia de la fotografía: la observación de la realidad a través de la acotación del espacio y del tiempo.
Leornardo, Caravaggio o Velázquez, eran fotógrafos sin cámara. Si la hubiesen tenido, la habrían utilizado, pero sus respectivos momentos históricos, además de no permitírselo científicamente, sencillamente no se lo exigían.
La aparición de la fotografía altera las pretensiones de las artes plásticas como reacción irreflexiva a la paradoja que plantea como forma de representación y como arte figurativo.
La invención de la fotografía plantea de forma brutal el problema de la hegemonía de la palabra como forma de expresión y comunicación.
Podríamos encontrar, incluso, cierta similitud con la aparición, en la sociedad occidental, de la Imprenta.
Si bien es cierto que Güttenberg aporta el revolucionario sistema de tipos móviles, no es menos cierto que en China la imprenta era algo muy antiguo que, sin embargo, por razones socioculturales no dio el paso que faltaba para acelerar el proceso de comunicación cultural.
El pensamiento occidental puede verse el ombligo con una inmediatez inimaginable en tiempos de los libros manuscritos. El tesoro cultural extiende sus dominios y se hace más asequible. Las palabras llegan más lejos y a más sitios en menos tiempo y las réplicas se aceleran.
La importancia del medio de comunicación de masas que posee la imprenta cobrará su mayor significación histórica en la Revolución Francesa como vehículo del cambio social.
La Fotografía, por su parte, ilustra el cambio económico y social que conlleva la Revolución Industrial.
Los elementos que constituyen la imprenta ya existían, pero su concurrencia sólo podía darse en un entorno social que lo solicitaba, y éste no estaba en China.
Algo semejante podríamos decir de la fotografía, y muy especialmente en relación a las diferentes formas de representación.
3-Fotografía y representación
Quiero abordar en este apartado los aspectos “fotográficos” de las formas de representación y reproducción a lo largo de la historia, así como la dimensión representacional de la fotografía.
Para ello me he permitido hacer una recensión de un texto crítico que cuestiona severamente la capacidad de representación de la fotografía. Me refiero, en “La experiencia estética, Ensayos sobre la filosofía del arte y la cultura”, a "El ojo de la cámara” de Roger Scruton (ver bibliografía), para quien toda forma de arte ha de representar la realidad, cometido que considera imposible para la fotografía, fiel impronta de lo que el objetivo ha captado.
Scruton utiliza su argumento para negar la capacidad representacional del cine, constituido por un soporte fotográfico que no representa nada, sino que refleja, esto es: presenta, una representación dramática previa a la acción de fotografiar dicha representación. Para Scruton es imposible hacer Arte a través del medio fotográfico, que todo lo más es un vehículo de reproducción.
El símil que emplea es el de un espejo que siempre refleja lo mismo, y, aunque no comparto la tesis expuesta, esta definición me parece, además de hermosa, harto significativa.
Fotografía de Abelardo Morell |
En el capítulo IX del citado libro (Fotografía y Representación) alude Scruton al tema de la polidisciplinaridad del arte y la creación visual, a través de la revisión de las críticas acerca de la independencia del cine como forma de arte. Sin embargo, al igual que los críticos a los que alude, se limita a establecer las posibles conexiones con su inmediato antecedente en el aspecto exclusivamente dramático: el teatro. Creo que aunque la dimensión dramática del cine no debe confundirse con su innegable aportación teatral, del mismo modo ambos participan de las técnicas literarias sin ser literatura.
En el caso del cine, además, y sobre todo en las últimas décadas, tendríamos que citar la importante interacción de medios como el teatro, la música, la fotografía, la pintura, el cómic, la literatura y lo que llamaré “las otras formas de realismo” sobre las que me explicaré y haré especial hincapié más adelante.
En cuanto a la interacción de las artes citadas, baste reflexionar sobre la indagación y renovación musical de maestros que han consagrado buena parte de su obra a la gran pantalla, la música por y para el cine, perfectamente aislable tanto como recurso cinematográfico cuanto que fenómeno musical aislado. Estamos hablando de talentos como Leonard Bernstein, Elmer Bernstein, Jerry Goldsmith, John Williams, Ennio Morricone, Lalo Schiffrin, Nino Rota y un larguísimo etcétera que yo resumiría en Bernard Herrman.
Los estilos pictóricos interrelacionados con característicos planteamientos fotográficos han repercutido considerablemente en aspectos plásticos exigidos por las intenciones dramáticas ergo estéticas de la obra, o no se podría concebir negarle un estilo cinematográfico propio a Vincente Minelli (¿Qué decir de la interacción entre las "audiovisiones de Tim Burton y la música de Danny Elffman en "Pee-Wee´s big adventure, donde la partitura llega a mezclar la herencia de Bernard Hermann y la de Nino Rota? -concretamente "La strada" y "Psycho"-).
El planteamiento de Scruton es intencionadamente abrupto:
“Una película es una fotografía de una representación dramática. Se sigue que si hay algo que pueda llamarse obra maestra cinematográfica ello se debe -como en el caso de 'Fresas silvestres' y 'La règle du jeu'- ante todo, a que se trata de una obra maestra dramática”.
No puedo compartir semejante criterio por dos razones primordiales:
1.- Toda forma de manifestación artística posee, sea de forma potencial o efectiva, una irreductible dimensión dramática, provenga o no de las convenciones propias del lenguaje teatral (la dimensión dramática de Rubens, o de Caravaggio, es difícil de poner en duda, y la plástica a la que recurren como recurso dramático innumerables producciones teatrales puede tener inspiración teatral, pictórica o a saber - literaria, musical,coreográfica...).
2.- La dimensión dramática de una obra de arte no tiene como fin ni como rasgo característico justificar, ni mucho menos calificar o cuantificar, la calidad de aquella.
El problema crítico que plantea la fotografía nace de su enfrentamiento con la forma de reprodución (evitaré el término 'representación mientras lo considere justificable por la duda planteada por Scruton) que la precede: la pintura.
Es evidente que si admitimos, como hemos apuntado en páginas anteriores, que la fotografía no es sino el medio (o forma de expresión) perseguido por la pintura a lo largo de su historia, una tesis como la de Roger Scruton negaría incluso la dimensión representacional de la pintura.
Sin embargo, Scruton atribuye a pintura y fotografía la única propiedad “mediante la cual la pintura representa el mundo, la propiedad de compartir en cierto sentido, la apariencia de su objeto [....], se ha pensado [...] que debido a que la fotografía comparte más efectivamente la apariencia de su objeto que la pintura, constituye un mejor modo de representación".
Incluso podría pensarse que la fotografía ha reemplazado a la pintura como medio de representación visual. Lo que el autor menciona en estas líneas es la terrible polémica que la aparición de la fotografía supuso acerca de la función socio-cultural de la pintura y su propio objetivo: captar la experiencia de las cosas y observarlas. La irrupción histórica de la invención efectiva de la fotografía desencadena una serie de reacciones que, a lomos de las vanguardias artísticas, ponían en tela de jucio la pureza de la pintura cuyo propósito fuera copiar las apariencias.
La difícilmente superada marca alcanzada pro el medio fotográfico provoca una búsqueda de la pintura “pura” en aquella más cercana en su esencia en cuanto arte: la pintura abstracta. Este repentino complejo histórico que sufre la pintura todavía hoy no ha sido superado y es el principal factor que excomulga a los fotógrafos de la comunidad de culto al mundo simbólico del arte al que siempre perteneció la pintura.
Llegados a este punto, debemos aclarar que el mismo Scruton elude la palabra “representacion” (paradoja metodológica, por otra parte) para referirse más concretamente a la búsqueda de un rasgo común a pintura y fotografía.
El empeño, pese a todo, en utilizar el término, convierte la redacción de Scruton en un discurso confuso que llega a extremos que, tras agotar la capacidad discursiva del traductor, tambalea la nuestra propia:
“Para entender lo que quiero decir al afirmar que la fotografía no es un arte representativo, es importante separar tanto como sea posible a la pintura de la fotografía, no constituye uno al que la fotografía pintura y fotografía reales, sino a éstas en su forma ideal, ideal que representa las diferencias esenciales entre ellas. La fotografía real es el resultado del intento de los fotógrafos por contaminar el ideal de su arte con los propósitos y métodos de la pintura”.
Tendríamos que cuestionarle a Roger Scruton, en primer lugar, su negativa a un objetivo común de las artes o, lo que en realidad es similar, a una multiplicidad de objetivos de cada una de las formas artísticas posibles. En segundo lugar habría que aclarar una pequeña confusión, yo creo, entre método y técnica.
Es cierto que es característica una tendencia pictioralista dentro de la fotografía de principios de siglo que nos mostraba paisajes, desnudos y otras escenas que se ajustaban a la estética pictórica precedente, contando con la ventaja del dominio de la luz de una forma inmediata, siempre y cuando tal circunstancia fuese aceptada como una ventaja.
Lo que es evidente es que este dominio de la luz y del detalle era un objetivo del arte pictórico patente en los prerrafaelitas que dotaban a sus afectadas composiciones de un verismo efectista que en muchos casos, harían parecer a muchas fotografías una visión impresionista de la escena.
Sin embargo, la preocupación por tanscribir a las dos dimensiones el efecto tridimensional de la luz y la sombra es muy antiguo y constituye un cúmulo de intentos (a menudo exitosos) de grafiar o dibujar la luz, es decir: de fotografiar. Si añadimos la preocupación por los fenómenos ópticos que transmiten la sensación de profundidad espacial, nos encontramos también ante el componente óptico de la fotografía.
Cuando Caravaggio pinta “La conversión de San Pablo” o “Los Peregrinos de Emaús” es evidente su preocupación por presentar una representación de ambas escenas resumiéndolas en ambos casos a un momento significativo (y no hay otra intención en cualquier bodegón de Zurbarán). Para Scruton, un fotógrafo no representa a través de la fotografía en sí, sino a través de la representación que fotografía, cuyos detalles aparecen irremisiblemente en el soporte fotosensible, sin que pueda omitir ni añadir nada (si desechamos el trabajo fotográfico en el cuarto oscuro), pero la identificación de lo representado con su representación no sólo depende de los códigos visuales asimilados por el espectador, sino del código universal de nuestra representación óptica de la luz. Caravaggio acentúa la sensación de realidad con la ubicación de ciertos objetos cuya única función es ésa a través de un único vehículo: la luz del momento.
La luz permanente, y artificial, de los candelabros traducida tal y como se ve. Así, un frutero parece caerse de la mesa al estar sobresaliendo de su borde, en la escena de Emaús. Caravaggio ¿se limita a presentar (y reproducir) una representación dramática? Seguramente. Pero la representación sólo es visible a través de la plasmación que ofrece el lienzo.
Si aceptamos que un fotógrafo en su estudio no representa, sino que se limita a reproducir lo que ve, aceptamos que en el momento en que se ejecuta la fotografía podemos ver la representación, y no es así; sólo podemos percibir un montaje, un vehículo para aquella, como también es un vehículo la cámara y el soporte fotográfico.
Cuando Nadar ejecuta un retrato no se limita a capturar la imagen en claroscuro del retratado sino que busca una imagen que lo represente, que recoja datos del personaje más allá de lo meramente óptico. La imagen que representa al retratado está en la fotografía y no en la imagen que aquel ofrece en el momento de realizarla, puesto que su tridimensionalidad ofrece posibilidades infinitas de puntos de vista situados en otras tantas esferas concéntricas, en tanto que Nadar sólo escoge una de esas posibilidades.
Lo mismo hace Caravaggio en 'La conversión de San Pablo'. La escena sólo es reconocible en el lienzo, pero éste también nos indica que se han dispuesto un caballo y dos modelos en el espacio para producir esa sensación. Si pudiésemos contemplar la escenografía compuesta por el pintor no veríamos el momento bíblico representado y éste, en el lienzo, es verosímil a través de elementos tratados de forma NATURALISTA pero no realista, puesto que el personaje de Saulo representa la caída a través de la expresión corporal, porque el artista está utilizando una “exposición” tan larga que si quiere presentar, o representar, la realidad de los hechos a través del efecto de la luz, no le queda más remedio que congelar el momento de forma simbólica.
Cuando la pintura minimaliza su investigación de la luz, en el movimiento impresionista, intenta liberarse de sus limitaciones técnicas con respecto a la captación del instante, del tiempo, que, por aquel entonces, la fotografía comenzaba a ostentar, a mostrar, a enseñar. Su enseñanza. La representación no reside en ningún momento de las fases de su elaboración, sino en la intención que el resultado final trasluce.
A este respecto, Scruton basa su discurso en una intencionada ambigüedad en lo que se refiere a la diferenciación entre “intencion” “causa/casualidad” a partir de una confución léxica y semántica:
“...el cuadro establece una relación intencional con su asunto debido a un acto representativo, el acto de artista, y al caracterizar la relación entre la pintura y el asunto estamos describiendo la intención del artista [....] la creación de una apariencia que, en cierto modo, lleva al espectador a reconocer su asunto”.
Debemos pensar que conocemos lo que se nos ha presentado y reconocemos lo representado (creo que no me limito a un simple juego de palabras) y en la fotografía reconocemos lo representado aunque sólo si se nos había presentado precisamente de algún modo.
Para Scruton “la fotografía es un reflejo de algo. Pero aquí la relación es causal y no intencional [...] que el sujeto es, grosso modo, tal como aparece en la fotografía”.
Sólo diré que cualquier fotógrafo sabe que entraña no pocas dificultades huir de una fotografía que no desvirtúe de algún modo la imagen presente del objeto, tanto como su imagen mental, producto del resumen de sus imágenes posibles (o, más bien, de las ya fotografiadas por la memoria).
Aceptar que el sujeto es, “grosso modo”, como aparece en su fotografía es erróneo, si no se especifica la cuestión del punto de vista. El sujeto, visto desde el punto de vista (y con la misma iluminación) que el objetivo de la cámara (siempre y cuando hablemos de una 28 a 50 mm aproximadamente) puede ser identificado o no con la imagen resultante, pero ello no quiere decir que no exista un proceso de selección previo al disparo, al parpadeo, similar al de una sola pincelada con el pincel que la produce.
En la experiencia de la pintura, Scruton distingue tres “ objetos” de interés:
1.- Objeto intencional.
2.- Objeto representado.
3.- Objeto material.
Sin embargo, el ejemplo al que recurre ( el cuadro de un guerrero en el que yo veo un dios) identifica, en el objeto 1, al dios definido por mi experiencia; en el objeto representado, el guerrero definido por la intencionalidad del pintor, y el objeto material, en el cuadro.
Yo no puedo evitar el vislumbrar una posible apología a los "temas" contenidos en una obra literaria, las cuales generan tres obras:
1.- La del lector.
2.- La del autor (hipotética, a partir de la del lector, subjetiva)
3.- La obra (en términos absolutos-hipotética, o, cuando menos,abstracta).
O dicho de otro modo
a) La lectura de un lector en un tiempo /un lugar /un estrato social, unas circunstancias particulares.
b) La lectura de “ la obra” a través de una suplantación histórica.
c) La obra no leída. La obra en estado potencial.
La obra potencialmente implica el resumen de todas las lecturas posibles y ésto me vuelve a recordar el problema de la verdad cabalística de la palabra no pronunciada. La propia literatura, en diversas manifestaciones, ha demostrado su capacidad de entregar al lector una lectura múltiple pero no caleidoscópica. La forma intencionada de manejar el lenguaje escrito, buceando en sus propias reglas, produce casos de redacción tan significativos como en Benjamin, Tolkien o Meyrink.
La verdad cabalística se esconde tras la multiplicidad de representaciones/traducciones de una verdad/palabra, análogamente a todas las fotografías excluídas por un sólo guiño de la cámara.
La trama de “El Golem”, de Gustav Meyrink, es una excusa para profundizar en el problema de la realidad oculta tras la palabra y la imagen mental que origina. La vanidad de la palabra se llena de múltiples posibilidades mentales, figurativas o no, y , en este sentido, se le puede considerar un pionero de la “fotografía” del pensamiento a través de la exclusión de los aspectos puramente léxicos de la palabra, de su “apariencia pura”.
Para Scruton, la “apariencia pura” del cuadro, separada “del sentido intencional del cual está imbuída”, se tornaría inequívoca. Sin embargo, afirma que no nos es posible hacerlo debido a dos razones:
1.-Nunca podemos separar nuestra experiencia de la actividad humana de nuestra comprensión de la intención.
2.-En el caso de un cuadro, estamos tratando con un objeto que constituye manifiestamente la expresión de un pensamiento.
A este razonamiento podríamos objetar que el pensamiento figurativo, entendido como resumen de todas las figuraciones admite tres posibilidades ( no observadas por Scruton), a saber:
genérico*
pensamiento figurativo : estructurado
formal puro
Scruton, desde una óptica Kantiana, considera errónea la consideración de la percepción como inferencia: “únicamente podemos obtener un conocimiento de la existencia si algunas veces tenemos un conocimiento de las cualidades “inferidas”. El punto resulta también aplicable a la intención: no vemos los gestos y movimientos de algún otro y después inferimos a partir de ellos la existencia de las intenciones; por el contrario, [....] no podemos escoger ver lo que sea como manifestación de una intencion”. (Me permito subrayar lo que considero la clave del razonamiento de Scruton). “ Nuestra capacidad para ver la intención depende de nuestra capacidad para interpretar una actividad como característicamente humana y, en el caso del arte representativo, está implicada nuestra comprensión de las dimensiones y convenciones del medio”. Lo que origina lo convencional en su sentido estricto es el hecho, que Scruton menciona a través de E.H. Gombrich, de que “El arte pone de manifiesto el “saber común” de una cultura”: Comprender el arte supondría separar aquello que se debe al medio de lo que se debe al hombre.
Caravaggio: "San Jerónimo". Es este uno de tantos ejemplos en el que el tratamiento barroquizante de la luz no sólo esclaviza al artista al detalle, sino que produce una congelación del movimiento, en una actitud, deteniendo el tiempo en un instante 'genérico', lo que nos remite a la representación de la que ha tenido que partir el pintor para ejecutar su forma pictórica. Al igual que en una fotografía, la aparición de los mínimos detalles (en relación a la capacidad óptica del ser humano y su apreciación de la iluminación de la textura de los cuerpos) de los elementos del cuadro nos hacen ser conscientes del artificioso montaje, aún cuando éstos, como es el caso de pintores como Caravaggio o Velázquez, hagan lo posible por ser ejecutados de la forma más escueta posible.
Mafa Alborés: "Estudio de contraluz", técnica mixta (acrílico, acuarela, gouache, pastel, tintas) sobre papel.
La Fotografía no debe ser concebida como reflejo de la realidad, pues posee unas convenciones prestadas a menudo por la observación de la pintura, a menudo engañosa combinación con la reiteración de efectos ópticos exclusivos de la fotografía. ¿La reproducción de una representación o la representación de una reproducción? La pintura fotorrealista se basa en la observación del detalle no como aparece en la realidad, sino como se presenta en las fotografías.
Las imágenes de esta página, son fotocopias de fotografías de reproducciones en acrílico de fotografías. El resultado final ¿qué representa? ¿A los retratados? ¿Sus actitudes? ¿Sus acciones? La elección de momentos muy concretos, acentuando la instantaneidad, nos acercan a la asimilación de lo que vemos como producto de una cámara fotográfica. En la imagen superior, sitúo a Germán Coppini en un espacio predominante del plano. Su actitud facial y la gama cromática son realistas sólo a través del conocimiento del medio fotográfico, que propicia la artificialidad de la luz. En verdad las aceptamos como tal sólo porque las limitaciones de las películas fotográficas dan resultados semejantes muy amenudo, pero la ejecución de un movimiento como este equivale a tocar un instrumento con un “tempo“ difícil.
M. Alborés : "El animal invisible-1" (acrílico sobre papel)
La reproducción pictórica de la fotografía produce una acentuación del absurdo encerrado en el caligrama fotográfico. La escultura, o el modelado, la pintura y la fotografía pueden crear un juego representativo que parece remitirnos a la apariencia habitual de las cosas, pero en realidad no hacen sino copiar sus respectivas convenciones sémicas, aceptadas gradualmente como paradigma de verosimilitud. La pintura hiperrealista, en ese sentido, genera entre otros, un estilo fotorrealista que explota la hipersignificación de las convenciones fotográficas.
M. Alborés : "John Wayne oculto tras un árbol" (fotografía de la serie 'museo de cera')
Durante mi actividad como ayudante de decoración para el museo de cera, el entorno de trabajo me hablaba de los límites de la desinformación visual.
Cuando el museo se comprometió con el zoo de Barcelona para la recreación de un bosque en una instalación zoológica, Guanarteme Cruz y yo hicimos múltiples pruebas con distintos materiales para imitar la textura de la madera. Víctor Alarcón, director artístico del proyecto, había prometido a los conservadores del zoo una calidad de textura capaz mostrar detalles mínimos, como la incisión del nido de cierta avispa parasitaria que habita en los árboles. Alarmados por la innegable habilidad comercial de Alarcón, sus colaboradores más inmediatos en aquel momento observamos al detalle la textura óptica y táctil de las cortezas de árbol, para que las gentes del zoo viesen que no se trataba de fanfarronería de decorador (las figuras de cera, al fin y al cabo, son la mejor tarjeta de presentación del museo). Una de las pruebas que realizamos en polyéster (a partir de un molde de silicona de una corteza real), una vez coloreado y matizado con pigmentos naturales en polvo, parecía tan real que decidí fotografiarlo junto a una cabeza de cera, concretamente una de las copias del retrato de John Wayne ehhibido por el museo. La vista acusa inmediatamente la artificiosa textura del busto de cera en contraste con la naturalidad de la falsa madera, porque su textura es una impronta exacta del original.
recorte de "La Vanguardia", 2/10/97
Escultura de cera que representa a Diana de Gales en una muestra del museo Tussaud en Melbourne, la primera realizada por el museo fuera del reino unido.
Escultura de John de Andrea |
"Private Intimicy" (escultura de John de Andrea) |
La ejecución escultórica a partir de cuidadosos moldes del natural critica, a su vez, a la escultura como forma de representación, acusando su connotación de 'huella', de impronta del volumen, cuya escala alternativa y detallista, la textura (ayudada por el color de las superficies), engaña al ojo con criterios de objetividad nacidos a partir del medio fotográfico. La fotografía de uno de los múltiples puntos de vista de esta obra de John de Andrea presentaría, para Scruton, sólo una parte de un caleidoscopio de reflejos de un reflejo tridimensional.
M. Alborés : "Ésto no es" (acrílico y técnica mixta sobre papel)
La pintura puede establecer juegos a través de la apariencia fotográfica, recuperando para la imagen relista convenciones que le habían sido robadas por el collage
La foto de una antigua escultura de piedra puede ser confundida con la foto de una reproducción en escayola pigmentada de dicha escultura. ¿hasta qué punto no son perfectamente intercambiables?
(foto de Mafa Alborés: serie "Museo de Cera")
Scruton argumenta como diferenciación entre pintura y fotografía el problema de la apariencia, que en la fotografía considera inevitablemente idéntica a la de su asunto, anulando toda posibilidad de representación.
Creo que su argumento tiene una validez considerable, pero no contempla todo el proceso correctamente. No obstante, considero más oportuno señalar las ideas que su discurso me sugiere antes de explicitar mi propia argumentación.
En primer lugar, y volviendo al tema de la incidencia de la fotografía en la transformación del arte moderno, es precisamente el problema de la apariencia el detonante para la polémica sobre la “ artisticidad” de la fotografía.
La imagen fotográfica capta de forma inmediata, aunque se produzca de forma casual, la apariencia convencionalmente exacta de su asunto. Cuando digo “convencionalmente exacta” quiero expresar “convencionalmente aceptada como exacta”, puesto que tal exactitud es tan limitada como la del dibujo y la pintura.
Si bien es cierto que multitud de detalles son omitidos por la pintura ( sea por incapacidad, pereza o criterio personal del artista) no es menos cierto que sin una educación visual son difícilmente asimilables los elementos primordiales de captación de una imagen. Los códigos de representación han evolucionado desde nuestra prehistoria hasta hacernos comprender como vemos y qué vemos.
La divertida visión antropológica de Nigel Barley ("El antropólogo inocente") nos muestra cómo un nativo dowayo no ve nada en una fotografía, no sólo porque no ha visto ninguna, sino porque su cultura visual se basa en imágenes de acusada estilización simbólica, de conspicua iconicidad.
Los claroscuros del papel no le muestran nada, y un esfuerzo visual inútil para reconocer un leopardo fotografiado, lo es también para distinguir su propia imagen y la de su esposa, pues las luces y las sombras no tienen sentido en un pequeño trazo de papel, aunque sea posible que incluso un individuo de tales condiciones “aprenda el truco” y su primer éxito sea reconocer una gallina a los pies de su esposa, cuya imagen, en cambio, no ha advertido .
La cultura occidental no habría asimilado la fotografía, a un nivel meramente óptico, si no hubiese asimilado las imágenes que las demás artes plásticas le habían suministrado a lo largo de su historia.
De lo que no me cabe duda es que un dowayo habría confundido una escultura realista con una persona, entre la maleza, pero confundir no es lo mismo que reconocer.
3-1-La imagen zoológica como paradigma icónico.
Cuando los hombres de las cavernas pintaban las paredes de sus viviendas alcanzaban altísimas cotas de sensibilidad en la anotación de sus observaciones sobre la naturaleza que, sin duda, les resultaron muy útiles para el reconocimiento de aquella.
La perfección en la ejecución de los animales es posible que se debiese a motivos didácticos, ya que el aprendiz de cazador debía reconocer la pieza de caza después de haberla visto (REPRESENTADA por un cazador experimentado) presentándose en forma gráfica sobre la piedra. La apariencia que ofrecía la imagen visual de un bisonte pintado sobre la roca era, posiblemente, más completa que un limitado vocabulario descriptivo, lo cual hacía innecesario un estudio detallado del cuerpo humano, cuya figura, era una mera referencia estratégica. El interés para un hombre primitivo de la representación de una escena de caza residía probablemente en su preubicación como herramienta de matanza. Su propio cuerpo representado no le ofrecía una fuente de curiosidad, pero sí cualquier visualización de su fuente de alimento: el gran animal cargado de energía vital envidiable y temible a la vez; en definitiva admirable y digna de ser representada para su observación.
A este respecto apunta Kenneth Clarck que la energía es el primero de los temas del arte,
".... en la pintura prehistórica están relacionados todos con animales [...] los hombres son insignificantes comparados con los formidables toros”[...]“ Estos artistas primitivos consideraban el cuerpo humano, ese rábano bifurcado, esa estrella de mar indefensa, un vehículo pobre para la expresión de la energía, en comparación con el toro de músculos pronunciados y los antílope aerodinámicos".
Pero ¿No sería más bien una reafirmación de la propia energía con fines didácticos, una extremada sinceridad gráfica? Al fin y al cabo, la potencial víctima era el musculoso toro. ¿No es más evidente una clase magistral sobre la caza del toro en la que éste, centro de interés, ha de ser reproducido lo más fidedignamente posible? ¿Dónde está el límite de reproducción y representación en éste y en cualquier caso? Al fin y al cabo, cualquier cazador podía ver su cuerpo y el de sus semejantes, sin embargo ¿Cuántas oportunidades tenía de contemplar de cerca un gran ungulado que no estuviese ya desollado?
En cambio, una imagen presenta claramente los puntos anatómicos de interés para el cazador. Incluso podemos observar que no es casual la presentación del animal de perfil.
¿Por dónde, si no, ha de ser atacado el animal? ¿Por dónde, además, ha podido ser visto? De espaldas es peligroso, por lo imprevisible, o cuando menos, inútil. De frente, temerario. El toro de perfil muestra su flanco vulnerable. Acostumbrarse a su presencia significa contemplar atentamente su imagen y, si es preciso, magnificar sus proporciones frente a las humanas.
El artista primitivo representaba con signos convencionales dotados de dirección (señalada por las flechas y las lanzas) los datos ya asumidos aún pictográficamente (las figuras humanas), pero no podía evitar el “recrearse en la recreación” del centro de interés, hasta el extremo de, mucho antes del perfeccionamiento de la representación dinámica, preocuparse por la representación de la relación espacio / tiempo (el movimiento) en una sucesión detallada de patas en el cuerpo de un minucioso jabalí, y esto ocurría hace quizá treinta mil años, en una caverna de la España septentrional, posiblemente la primera “instantánea” conocida. Si además meditamos sobre el aspecto característico del animal, no es difícil imaginar cuán difícil es ver a un huidizo (y por ende fácilmente agresivo) jabalí en reposo, frente a la más normal imagen erguida y apacible de un bisonte en la llanura, cuyo gran tamaño permite verlo desde una distancia prudencial.
En cambio, en otras representaciones, el salto del antílope con las patas extendidas, menos fugaz a la vista, era ya aceptado como imagen de dicho animal en movimiento. Sin embargo, la posibilidad de ver escenas de la existencia, que han de condicionar el comportamiento ( y que por tanto influyen en la voluntad) del espectador conlleva la posibilidad de aprovecharse del engaño ya no meramente visual, sino estrictamente gráfico. ¿Qué permanencia tiene este hecho en la representación gráfica posterior? ¿Qué ocurre cuando la apariencia no es comprobada, o no necesita serlo, como semejante?
Animalidad y parecido
Anthony Hopkins |
Si volvemos al discurso de Scruton, nos encontramos ante el Kantiano razonamiento que afirma que “el cuadro ideal no tiene por qué presentar una apariencia idéntica a la de su asunto [....], no es necesario que el artista se esfuerce por presentar una copia exacta de la apariencia del mismo”. Esta afirmación me lleva a detenerme aquí y preguntarme: ¿qué es una apariencia exacta? ¿no es acaso la apariencia una copia de una fracción espaciotemporal de la esencia? Y más si pensamos en un ejemplo como el que escoge Scruton: un retrato (concretamente el del Duque de Wellington). ¿No es factible, acaso, una descripción exacta de un “momento” peculiar y desconocido del objeto (alias sujeto, alias asunto)?.
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El problema del parecido y el reconocimiento de caras es más complejo de lo que pueda parecer, y de hecho, parece ser que tenemos un área cerebral específica para reconocer rostros (los autistas no la tienen igualmente activa, y han de reconocer los rostros como inspeccionarían cualquier otra categoría de objeto).
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La existencia de la fotografía ayuda a reforzar estos planteamientos al poder apreciar las sutilezas cambiantes de un mismo rostro en distintos momentos o desde diferentes ángulos.
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Y si hemos llegado a este punto desde la imagen animal como paradigma icónico es porque nuestra animalidad condiciona nuestro modo de percibir las cosas, especialmente nuestra propia animalidad, o si lo prefieren, espiritualidad.
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Percepción Facial
¿Qué procesos intervienen en la percepción de una cara? ¿Percibir una cara es lo mismo que percibir un objeto cualquiera? ¿Por qué los testigos usualmente recurren a rótulos generales o únicamente describen los rasgos más sobresalientes cuando se les pide que describan a una persona? Los estudios en Psicología de la Percepción pueden aportarnos algunas respuestas a estas preguntas.
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Específicamente para la percepción de caras, Bruce y Young (1986) propusieron un modelo general que abarca desde el instante en que se ve un rostro familiar hasta su reconocimiento y la evocación de su nombre. La primera fase consistiría en la codificación estructural de las características faciales que permitirá la construcción de una representación visual.
Para ello, el sujeto realizaría un análisis simultáneo y en paralelo de diferentes tipos de información facial: a) de la apariencia facial o patrón facial que implica la identificación del estímulo visual como perteneciente a la categoría de las caras; b) de las características particulares del rostro y su distribución espacial particular mono-orientada que permitirán reconocer semejanzas o diferencias entre rostros; c) de las expresiones faciales; d) del lenguaje facial: movimientos orolinguofaciales, lectura labiofacial.
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Figura 1. Modelo de reconocimiento de caras de Bruce y Young (1986)
La segunda fase implica el reconocimiento facial, a partir de la representación generada, mediante su comparación con las huellas de memoria de caras previamente aprendidas y almacenadas. En el caso de que se encuentre una huella de memoria facial de configuración similar a la representación se produce un sentimiento de familiaridad y se activa el acceso a su reconocimiento. Esta tarea es realizada por las unidades de reconocimiento facial que serían un almacén de las huellas de memoria de caras previamente conocidas y que establecen una conexión entre la representación y la memoria semántica o nodos de identidad personal.
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El siguiente paso, sería la activación de la memoria semántica relativa a las personas. El sentimiento de familiaridad producido por el reconocimiento del rostro sólo nos asegura que la cara que vemos ha sido previamente conocida. Por ello, es necesaria la activación del nodo de identidad personal para acceder a las memorias semánticas relativas a la persona que vemos (profesión, lugar y época en que la conocimos, dónde vive, etc).
Una vez generada la representación facial, despertado el sentimiento de familiaridad, hecho el reconocimiento facial y activada la memoria semántica sólo queda acceder al nombre. Para ello se requiere la activación del sistema léxico. A la activación de la representación verbal se puede acceder a partir de la representación mnésica visual (el rostro) o de cualquiera de las representaciones semánticas del nodo de identidad personal. Finalmente, el acto de reconocimiento queda completado por la realización articulatoria del nombre seleccionado.
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Esta variabilidad de las caras las confiere una cualidad que las distingue de cualquier otro estímulo, de cualquier otro objeto. Así, las teorías que tratan de explicar qué procesos cognitivos intervienen en la percepción de un objeto no parecen ser suficientes para explicar la percepción de una cara. Para explicar cómo se perciben los objetos, Treisman (1986, 1993) propuso la Teoría de Integración de Características en la que la percepción de un objeto se basaría en la percepción de las primitivas o unidades básicas del objeto en cuestión en una primera fase preatencional, para después integrar esos componentes y dotarles de significado comparándoles con los prototipos de objetos que conocemos (un camión), para por último identificarlos como objetos singulares (el camión de mi vecino).
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Figura 2. Resonancia magnética funcional (RMf) que muestra la localización de las áreas cerebrales implicadas en la percepción facial (Rossion y cols., 2003).
Biederman (1987) desarrolló una propuesta parecida a la de Treisman (1986) salvo que las formas básicas sería volumétricas o tridimensionales, a las que denominó geones. Cilindros, conos, pirámides, etc. serían los componentes básicos de esta propuesta. Según Biederman la percepción de los objetos comenzaría con el reconocimiento de sus componentes (geones). Los geones se caracterizarían por ser identificables desde diferentes perspectivas debido a que contendrían propiedades invariantes para el sistema visual y por lo tanto serían discriminables unos geones de otros desde distintos puntos de vista. Además, estableció su resistencia al ruido visual; esto es, aún estando parcialmente enmascarados seríamos capaces de reconocerlos.
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De acuerdo con estas propuestas, la pregunta clave sería si la cara como un todo podría considerarse un elemento básico susceptible de facilitación en su procesamiento por estructuras neurológicas específicas o si los elementos básicos son los rasgos que componen la cara. Algunos datos podrían apuntar en la dirección de que el elemento básico podría ser la cara como un todo: la existencia de neuronas específicas para el procesamiento de información facial y el hecho de que podamos reconocer una configuración muy básica de cara como tal.
Procesamiento holístico o por rasgos
Podríamos considerar dos posibles estrategias diferentes al codificar una cara: a) rasgo a rasgo, de acuerdo con un esquema previo (Penry, 1971); o b) de forma global u holística y no procesando sus rasgos específicos por separado (Kuehn, 1974).
Figura 3. Algunos rasgos faciales por separado.
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Figura 4. Las caras se percibirían de forma holística.
Heering, Houthuys y Rossion (2007) también encontraron que el procesamiento de las caras se veía facilitado en comparación con el procesamiento de un objeto, efecto que desaparecía cuando se presentaban caras mal alineadas (ver figura). Además, establecieron que la capacidad para percibir las caras de un modo holístico se desarrolla con la edad, y parece ya consolidada a la temprana edad de 6 años. Estudios con niños diagnosticados de autismo (López, Donnelly, Hadwin y Leekam, 2004) muestran que su déficit en la integración de información les podría impedir la percepción holística, y una muestra de ello es que no les afectan variables como la descomposición de las caras en rasgos, su desalineación o inversión respecto a la posición normal.
Figura 5. Ejemplo de estímulos de caras bien alineadas y mal alineadas del experimento de (Heering, Houthuys y Rossion, 2007).
Figura 6. Puntuaciones medias en sujetos de diferentes edades al procesar caras mal alineadas (adaptado de Heering, Houthuys y Rossion, 2007).
En la misma dirección apuntaron los datos obtenidos en una investigación que realizamos en la Universidad Complutense de Madrid (Arévalo, Barrio, Blanco y Manzanero, 2007) donde se evaluaba la identificación holística o por rasgos al procesar una cara. En la condición holística se presentaron 10 secuencias de 6 caras cada una, para a continuación mostrar una cara para discriminar si estaba presente en la secuencia anterior. En la condición por rasgos se presentó una cara y seguidamente 6 ejemplos de cada rasgo para identificar el correspondiente a la imagen previa. Los resultados mostraron que el reconocimiento holístico incrementa la probabilidad de aciertos en comparación con el reconocimiento por rasgos (89% vs. 66%), aunque no difieren en la probabilidad de falsas alarmas (8% vs. 6%). Los resultados más llamativos fueron que el reconocimiento holístico facilitaba la discriminabilidad respecto al reconocimiento por rasgos (d’=4.83 vs. d’=2.26), al tiempo que favorecía respuestas más conservadoras (los sujetos tienden al NO) mientras que en el reconocimiento por rasgos los sujetos tienden a respuestas más liberales (ß=33.65 vs. ß=0.44).
Figura 7. Porcentaje de aciertos para las condiciones por rasgos y holístico (Arévalo, Barrio, Blanco y Manzanero, 2007).
Figura 8. Puntuaciones de discriminabilidad (d’) para las condiciones por rasgos y holístico (Arévalo, Barrio, Blanco y Manzanero, 2007).
Figura 9. Puntuaciones del criterio de respuesta (β) para las condiciones por rasgos y holístico (Arévalo, Barrio, Blanco y Manzanero, 2007).
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No obstante, algunos autores (por ejemplo, Bruce, 1988) proponen que lo más útil para identificar a una persona podría ser un método sintético que implicaría un análisis del conjunto de la cara como un todo y de los rasgos relevantes de la misma. En esta dirección, diferentes investigadores proponían que la percepción de caras se realizaría mediante un procesamiento en paralelo, de forma que todos los rasgos se percibirían simultáneamente (Bradshaw y Wallace, 1971). El reconocimiento posterior se realizaría mediante rasgos faciales y holísticamente (Mathews, 1978). Si el proceso fuera como en el caso de la percepción de objetos, siguiendo las propuestas de Treisman (1986) o Biederman (1987) este procesamiento dual se daría en fases diferentes. En primer lugar se procesarían los rasgos y en una segunda fase la cara como un todo.
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Figura 10. Intente reconocer los rasgos de la cara de la figura 4 sin volver atrás.
Procesamiento conceptual
Al Pacino |
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Pero es más, el procesamiento de una cara es muy distinto al procesamiento de un objeto cualquiera y parece que se realiza de una forma mucho más conceptual. Patterson y Baddeley (1977) diseñaron un experimento donde los sujetos utilizaban a) una estrategia de análisis de características para cada una de las caras presentadas (narices grandes o pequeñas...), o b) evaluaban cada cara en términos de dimensiones semánticas de personalidad (agradable o desagradable...).
Los resultados mostraron que los sujetos que habían categorizado las caras en términos de características de personalidad discriminaban más efectivamente las caras que los que las habían categorizado en términos físicos.
Sin embargo, no parece que sea efectivo para mejorar el reconocimiento enfatizar una estrategia conceptual. En este sentido, Baddeley y Woodhead (1983) no encontraron diferencias cuando a los sujetos se les proporcionaban datos biográficos de las personas a identificar en comparación con proporcionar sólo su nombre, por lo que concluyen que dar una descripción detallada y rica de la personalidad de la persona no parece tener efecto sobre el posterior reconocimiento.
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Por otro lado, algunos datos (Sporer, 1989) indican que los sujetos que intentaban visualizar las caras sobre la base de sus descripciones verbales, y podían utilizar sus propias notas sobre las caras como un reconocido indicio de recuperación, realizaban peor la prueba de reconocimiento que los sujetos que simplemente intentaban visualizarlas antes de la prueba de reconocimiento. Estos resultados apuntarían una ventaja del procesamiento visual de caras sobre el verbal, que podría ser debido a la carencia de descripciones verbales distintivas utilizadas por los sujetos. Este argumento se ve apoyado por los protocolos de los sujetos en la fase de codificación que contenían descripciones verbales generales no distintivas (“pelo largo”, “parece un sacerdote”, “parece viejo”, etc.). Aunque, en otras investigaciones (Lyle y Johnson, 2004; Manzanero, López y Contreras, en revisión) se ha encontrado que describir la cara de la persona objetivo reduce las falsas alarmas (más adelante nos centraremos en el efecto de la descripción previa sobre el reconocimiento posterior).
Figura 11. Diferentes rasgos faciales utilizados en las investigaciones sobre el procesamiento por rasgos obtenidos del programa FACES para la construcción de retratos robot. En el ejercicio anterior la respuesta correcta para todos los rasgos es la a).
Percepción de caras y frecuencia espacial
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Desde un punto de vista visual una cara no sería más que un patrón determinado de distintas intensidades de luz. De este modo, podríamos analizar una cara por la diferente orientación, frecuencia y amplitud de sus componentes. La capacidad de distinguir los rasgos de las personas a distinta distancia y con distintos grados de iluminación estará en función de la frecuencia y el contraste de los rasgos, y la sensibilidad que el testigo tenga para la combinación de ambas dimensiones en lo que se denomina como la función de sensibilidad al contraste (FSC). Cuanto más grande sea la distancia a la que se presenta la persona a identificar mayor será la frecuencia espacial, cuanta menos iluminación menor será el contraste; por lo tanto, el incremento de la distancia y el decremento de la iluminación disminuyen la posibilidad de percibir algunos rasgos faciales.
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Figura 12. Función de sensibilidad al contraste, donde se han representado distintos canales para el procesamiento de cuatro rangos de frecuencia. Las imágenes muestran qué frecuencias analiza cada canal y su repercusión en la percepción facial. La suma de todas ellas daría lugar a la percepción del estímulo original.
¿Habría entonces algunas frecuencias que actuarían a modo de ruido dificultando la identificación de una cara? Harmon y Julesz (1973) encontraron que cuando a las caras sometidas a un filtro de paso bajo de banda se les añadía frecuencias cercanas en el espectro se interfería en su reconocimiento más que cuando se añadían frecuencias más lejanas y por lo tanto más altas. Estos resultados llevaron a Harmon y Julesz a proponer la existencia de una frecuencia crítica para la identificación de caras. Según Tieger y Ganz (1979) las frecuencias espaciales intermedias serían la clave. Utilizando imágenes de caras de 10 ciclos por grado de ángulo visual, las máscaras de enrejados sinusoidales de 2.2 ciclos interferían más que enrejados de mayor y menor frecuencia.
Figura 13. La imagen de arriba se ha manipulado con un filtro de frecuencias de paso bajo (izquierda), de paso de banda (central) y de paso alto (derecha).
No obstante, han surgido algunas opiniones en contra de estos resultados. Según Riley y Costall (1980) no habría un rango de frecuencias crítico para la identificación de caras dado que cualquier ancho de banda debería establecerse no en ciclos por grado de ángulo visual, sino en ciclos por cara. Sergent (1986) argumentaba que además los resultados de los trabajos sobre la frecuencia espacial dependían del tipo de tarea que se pidiera a los sujetos, lo que le llevó a concluir que el papel de la información procedente de una cara será relevante en función de la tarea que se solicite a los sujetos. En este sentido, podemos hipotetizar que probablemente una estrategia holística sería adecuada para la identificación de una cara, sin embargo, una estrategia basada en procesar los rasgos podría ser adecuada para una descripción física de la misma y el uso de técnicas de generación de retratos-robot. Así podría indicarlo el hecho de que una reciente investigación realizada con policías y civiles (Manzanero, Grandes y Jódar, 2009) mostrara que los primeros son mejores que los segundos al describir, pero tan malos como estos al identificar, lo que indica una disociación entre los dos tipos de tareas.
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Dustin Hoffman |
Dustin Hoffman |
Eva Santolaria |
David Hyde Pierce |
Eva Santolaria |
David Hyde Pierce |
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Uno de los lemas lanzados hace años por el grupo poético Rompente, encabezado por el polifacético Antón Reixa, tenía forma de enigmático e irónico acertijo: “si se lle saca unha foto a un cadávere e sae movida ¿Quén ten a culpa? ¿ O fotógrafo ou o cadávere? “ Creo que la respuesta es evidente; el fotógrafo ve, el cadáver no. Hablar del punto de vista de un cadáver, además, es científicamente imposible, a no ser desde el campo de la óptica de sus ojos muertos.
Pero si hago una fotografía y afirmo que en ella veo lo mismo que vi cuando accioné el obturador, es muy fácil que los que me rodean observen la foto y digan: “Es verdad. Es la misma lámpara, la misma silla, la misma ventana con la misma luz”.
Y es más: si retiro el cadáver que había dentro del arcón y lo siento en la silla, puedo rodear su cabeza desde atrás, con mis brazos, y situar la misma cámara ante sus ojos. Puedo disparar. Y, después, a la vista de la copia, comentar:
“Es la misma lámpara, el mismo espejo, la misma luz, la misma mesa. Es lo mismo que el cadáver veía cuando disparé la foto”.
En caso de que un escéptico me comentase, sonriendo, “es mentira, un cadáver no ve nada”, yo, seguramente, abandonaría taciturno la reunión preguntándome qué es lo que ve un cadáver.
Un verbo transitivo y un sujeto imposible. Sintácticamente funciona y, contemplando la foto, pienso que puedo decirme: “Un cadáver ve ésto”, o lo que es equivalente, al menos, si no es lo mismo, (que lo dudo): “Esta foto es lo que ve un cadáver”. Y “Esta otra es lo que yo veo”.
Al menos una, de estas dos últimas oraciones, es mentira.
4-Representación y mentira.
Patricia Picinini (fotografía y escultura) |
No. No pretendo profundizar aquí en el estudio de la mentira. Lo debo dar por hecho en múltiples trabajos de estudiosos muchísimo más cualificados que yo; tanto que podrían mentir a cualquiera.
Lo que sí creo evidente es que, en nuestra vida social, el radio de acción de la mentira está en función de nuestra capacidad de representación y de comunicación, en la medida en que la mentira es uno de los dones de cualquier modalidad de representación. Nuestro primer pensamiento al referirnos a la palabra “MENTIRA” se refiere a la mentira verbal, especialmente la emitida en forma oral. Sin embargo eso es sólo el ACTO de la mentira, mentir. Pero el concepto de MENTIRA es más extenso.
El importante papel que la mentira asume en nuestra existencia es, en su mayor parte, ignorado, precisamente, por la propia naturaleza de los servicios prestados por su ejercicio. No sólo los mentidos han de ignorarla, sino que, para poder ejercerla al máximo nos sentimos obligados a probarla en nosostros mismos con lo primero que se nos ocurre: la mentira, precisamente: su naturaleza y sus mecanismos. No es preciso entrar en matices para comprobar que la idea general que sobre la mentira nos hemos formado, incompleta, es inexacta.
Fotografía de Alexander Timtschenko realizada en un decorado |
A menudo, para observar y estudiar la realidad de la mentira será
preciso correr o: como dice J.M. Sutter “levantar el velo de nuestra conciencia” ("Le mesonge chez l'enfant, Presses Universitaires de France/Luís Miracle, Bcn 6a ed. 1969).
Lo cual significa acceder a nuestro subconsciente. La psicología y el psicoanálisis han demostrado que semejante dificultad no es insuperable. No obstante, volvamos sobre nuestros pasos y limitémonos a definir y delimitar el alcance de la mentira.
“Mentir es mantener una idea en desacuerdo con la verdad, para inducir a error al prójimo”. Esta definición, tan criticable y completa como cualquier otra, asume un marcado carácter intencional de la mentira (sea ésta intencionada o no) que se puede ampliar en muchos sentidos. Y es que la definición y descripción de la mentira constituye, ante todo, un problema semántico. El acto de mentir, en el sentido de Inducir a error, se reduce a mentir a uno los indicios, las esperanzas.
Pero también alcanza el ámbito de la mentira a “falsificar una cosa”, fingirla, mudarla o disfrazarla, haciendo que por las señas exteriores parezca otra. Si lo llevamos al terreno de la comunicación en su cotidianeidad social, mentir es decir una cosa de otra o no conformar con ella y la esencia social de la mentira corroe las bases del pacto social, puesto que mentir es faltar a lo prometido, quebrantar un pacto. Y, como “mentir pide memoria”, el mentiroso hábil evita ser descubierto amparándose en hechos consumados del pasado. Si creo que me equivoco en algún momento, diré:”¡Miento!”, pero, ya que “el mentir y el compadrar, ambos andan a la par”, no será difícil adivinar mis observaciones sobre la mentira fotográfica.
Lo que me mueve a observar la posibilidad de este fenómeno es reafirmar la capacidad de representación de la fotografía, puesto que, si hacemos que algo represente lo que no es, incurrimos en mentira. Luego, en caso de que una fotografía pueda mentir a alguien, es claro que REPRESENTA algo que está en conformidad con lo que ese alguien percibe, pero no con lo que ese algo ES.
A menudo, especialmente cuando se trata de niños, lo que a primera vista pudiera parecer mentira no es tal, sino el resultado de una percepción incompleta o apreciación defectuosa.
Muchas culturas han llegado incluso a considerar la mentira una virtud, y creo, en muchas ocasiones, que la nuestra se incluye en este grupo.
La palabra es el campo más exaltado de la mentira, pero, evidentemente, nuestras palabras reemplazan o son reemplazadas por gestos, por escritos; o por silencios: es la mentira por omisión. Ya hemos mencionado que, a menudo, es a nosotros mismos a quien tratamos de engañar. Yo diría que casi siempre lo conseguimos, pero es una opinión personal y no creo en ciertas opiniones personales. En cualquier caso ¿ no se supone que es a los demás, a los otros, a quien dirigimos nuestra segunda intención? Lo que es cierto, y todos comprobamos antes o después ( o incluso ahora mismo), es que engañamos mucho mejor cuando nosotros mismos creemos nuestras fabulaciones.
Ahora bien, si argumentamos que hay quien se automiente en soledad por una más tranquila convivencia con la propia conciencia, no debemos olvidar que esta “conciencia” no es individual y personal.
A semejanza de la conciencia moral infantil, “queda en introyección pura y simple del juicio de la sociedad: es el “otro”, presente en nuestro interior, quien debe ser engañado” (Sutter, íbidem).
La mentira es, por naturaleza, un acto social. Su engaño intencionado la distingue del verdadero error.
La cuestión que me planteo es la siguiente. Si, como Roger Scruton, aceptamos que, dentro de los fenómenos de la realidad, podemos afirmar que la fotografía es uno de tantos, semejante a la reflexión especular o la opacidad de los cuerpos, es evidente que la fotografía no miente.
Sin embargo, la fotografía, más que una reacción fotoquímica, la entendemos en infinidad de ocasiones como elemento decisivo de diversos actos sociales, porque la dimensión social de la fotografía es algo más que los errores que condujeron a su invención.
En este punto me pregunto si es cierta la idea, más o menos generalizada, de que la ironía, y la ficción artística, se sitúan fuera de los dominios de la mentira, sencillamente porque aceptamos que ambas tienen por fin hacernos conocer la verdad de otra forma y mucho mejor de lo que pudiera conseguirse con una afirmación directa y objetiva. El problema consiste en encontrar la afirmación de esta índole más significativa, si existe, y añadir, si existen, las que le siguen en orden de objetividad para buscar entre todas ellas una fotografía, una de esas ironías que, a principios de nuestro siglo, desviaron la trayectoria del arte y la comunicación.
4.1-Fotografía y Mentira.
La intención de engañar es tan esencial en la mentira que es posible mentir diciendo la verdad a un interlocutor que debe atenerse a las apariencias. Tropezamos con la ambigüedad de la noción de lo verdadero, problema inmenso lejos de haber sido resuelto.
Nuestra aprehensión de la realidad es muy imperfecta y nuestros medios de expresión disponibles no nos permiten traducir fielmente su imagen de por sí inexacta. El aprovechamiento, para ello, del fenómeno fotográfico, nos da una idea del alto grado de credibilidad, y no en todos los casos, de la fotografía, pero nada más.
Joan Fontcuberta/Pere Formiguera (Fauna Screta) |
Tal vez podríamos analizar las imágenes fotográficas a nivel de comunidades y encontrar particularidades en su aspecto o en su utilización y, seguramente, habría acusadas diferencias en las imágenes documentales utilizadas para un mismo fin.
La realidad es la misma. ¿Mienten las fotografías? Bajo mi criterio, la respuesta es sí. Lo que intentaré explicar más adelante es el hecho diferenciador, en el caso de la fotografía, como en toda forma de representación (artística o no ): el autor de la obra no es necesariamente el autor de la mentira, si es que sólo se produce una.
Decir la verdad es emplear el sistema de correspondencias socialmente admitidas entre la realidad y ciertas formas de expresión; mentir es apartarse de ellas deliberadamente. Si excluimos la fotografía de este campo, paradójicamente, la dotamos de un poder excesivamente tentador para ser despreciado.
Si pensamos que el sistema de correspondencias formado por los
mensajes que recibimos y los que emitimos y por los referentes reales que los originan no se halla, como vemos, sólidamente establecido más que para cosas muy simples, muy concretas ¿ porqué insistimos en simplificar la historia de algo tan “engañoso” como la fotografía y concretar su aparición a finales del siglo XIX?
La fotografía demuestra su intrínseco engaño a través de la publicidad. Rápidamente alguien me objetará que la publicidad es engañosa y la fotografía sólo es uno de tantos vehículos que utiliza para construir su lenguaje. La presencia más común de la fotografía en publicidad suele ir acompañada de texto.
Este texto, supuestamente, o certeramente, en relación con la fotografía con la que se interacciona prolonga tiránicamente un sentido de su amplia significación buscando un tono y una voz interior convincente a través de su forma tipográfica, forma visual concebida para y por la imagen fotográfica que (la) acompaña. El caligrama se convierte en una paradoja más encubierta (¿o acaso más evidente?) por la presentación de “lo que yo veo tal y como es”, por que lo que yo creo una porción de la realidad que yo veo ha sido cuidadosamente escogida y/o realizada para inmediatizar su diálogo conmigo. Por lo tanto, como en todo caligrama (la forma más sencillamente expresiva del lenguaje reproducido), sigue aprovechándose del antiguo hábito del lenguaje que hace preguntarnos ¿Qué es ese dibujo? ¿Qué es esa foto?
La lingüística moderna le ha cambiado al “artículo” su denominación por la más funcionalista “determinante”. El viejo artículo determinado sería hoy un determinante, y el indeterminado (sonrían conmigo) un determinante indeterminado.
Creemos que la pregunta primordial es: ¿Qué es la fotografía? ¿Qué es una fotografía? Pero cierta reflexión sobre la paradoja planteada por cualquier pictograma nos hará empezar a comprender que, aunque asumimos saberlo, somos incapaces siquiera de contestar con profundidad sobre esa fotografía sin referirnos a cosas que realmente no están en el soporte fotográfico, ni en el momento de la escena fotográfica.
El viejo hábito conlleva el uso del presente del verbo ser, la frontera entre la nominal y lo verbal, una abstracción tan antigua que nos lleva a las pinturas rupestres que, entonces y ahora, nos dicen “esto es un bisonte”. Como diría Foucault, un viejo hábito cuyo fundamento se haya en que toda la función de un dibujo “tan esquemático”, tan escolar como éste, radica en hacerse reconocer, en dejar aparecer sin equívocos ni vacilaciones lo que representa.
Por más que sea el el rastro del paso, en una hoja o en un cuadro [1], de un poco de mina de plomo o de un fino polvo de tiza [2], no reenvía como una flecha o un dedo índice apuntado a determinada pipa que estaría más lejos, o en otro lugar; es una pipa [3]. Cuando Magritte nos dice “Esto no es una pipa”, a través de su enigmático caligrama, de inmediato reaccionamos ante la convivencia de verdad y mentira contenidas en la imagen. ¿Recibo el mensaje de un pictograma fotográfico como una combinación de fotografía y texto o recibo lo que ambos representan por separado?
El hombre de Marlboro representa todo un mundo de ensueño que seduce a quienes lo comparte, y no sólo para que compren una determinada marca de cigarrillos, sino para que fumen “así” en su ensueño. Pero también representa todo un elogio al dominante carácter patriarcal, machista y colonizador, de la sociedad americana a la que la agencia Philip Morris pertenece. Para ofrecer esa imagen seductora del mundo relacionado con el mero hecho de fumar un cigarrillo, enmarca al prototipo del triunfador americano en un entorno paisajístico fotografiado de un modo muy concreto, heredero del cine “western”, que bebe, a su vez, de la fuente de los pioneros de la fotografía americana, quienes lo primero que captaron (en forma de colección promovida desde organismos oficiales) fue precisamente la tierra, lo único que el Estado ofrecía a los hijos y nietos de los pioneros del modo más ampuloso y seductor posible, para decir al pueblo a través de aquellas imágenes “Este es tu país”. Ese paisaje fotografiado es fotografiado para invitar a fumar una marca de cigarrillos “para señoritas” cuyo fracaso comercial llevó a Philip Morris a adueñarse, en todos los sentidos, de la marca de tabaco, para convertirla en una recopilación de imágenes tópicas de uno de los sueños americanos.
Se me ocurre, para expresarme con más claridad, sugerir una sucesión de fotografías de Michael Evans, Joe Benson, Szarkowski, Adams, Allan Sekula, Douglas Crimp, etc. componiendo un audivisual al ritmo de “The Magnificent Seven” de Elmer Bernstein. Tal vez nos provocaría una sonrisa. Si lo hiciésemos, acto seguido, con una colección de postales de la Andalucía de los años sesenta, la risa estaría al borde de su aparición, pero sobre la risa hablaré más adelante.
Quedémonos tan sólo, con el hecho consumado (y consumido) de las astronómicas ventas de Marlboro en todo el mundo a través de una fotografía que sigue diciendo: “Esto es tu país” y por tanto “el de la foto podrías ser tú o tu hombre”, colonizando a quien fuma cigarrillos "para señoritas" cuyo fabricante era incapaz de vender a ese sector preconcebido. Si una imagen vende tanto es porque representa algo importante.
5-La realidad inscrita.
Volvamos a Magritte. Su frase “esto no es una pipa” constituye una de sus primeras reflexiones sobre “el cuadro dentro del cuadro”, de los que son significativos “los paseos de Euclides” y la serie de obras que llevan por titulo “la venganza”. Cuadros que muestran cuadros, cuadros que se pueden permitir un pictograma en el que el texto que acompaña a la imagen sugerida por “esto no es una pipa”, que, paradójicamente, es una pipa, o el conjunto complementario del conjunto de las pipas imaginablemente posibles.
Esa operación es un “caligrama secretamente constituído por Magritte y luego deshecho con cuidado. Cada elemento de la figura, su posición recíproca y su realización se derivan de esa operación anulada una vez realizada”.
Sin embargo, “Los paseos de Euclides” y “La venganza”, en cuanto que frases, han sido omitidos; son títulos, elementos elípticos de un hipotético caligrama.
“Esto no es una pipa” es la representación escrita de un pensamiento, así como el dibujo representa una pipa pensada. Pero la milenaria tradición del caligrama desempeña el triple papel siguiente:
COMPENSAR el alfabeto
REPETIR sin recurrir a la retórica
ATRAPAR las cosas en una doble grafía
Hacer decir al texto lo que representa el dibujo y viceversa. Es, por tanto, tautología.
“El caligrama se sirve de esa propiedad de las letras de valer a la vez como elemento lineales que podemos disponer en el espacio y como signos que hemos de desplegar según la cadena única de la substancia sonora. [...] En su calidad de signo, la letra permite fijar las palabras; como línea, permite representar la cosa. De este modo, el caligrama pretende borrar lúdicamente las más viejas oposiciones de nuestra civilización alfabética: mostrar y nombrar; figurar y decir; reprodicir y articular; imitar y significar; mirar y leer”
(Foucault: "Ceci n'est pas une pipe", Fata Morgana, Montpelier 1973)
Magritte lo aprovecha al máximo en la elección de los elementos. La representación esquemática de una pipa es muy sencilla, y la palabra que representa (tanto en francés como en castellano) tiene una articulación sencilla y clara, tanto acústica como gráficamente. Ante un dibujo que nos lleva a decir inmediatamente “ésto es una pipa”, la presentación simultánea de su negación en forma gráfica se desgañita en mudos gritos, acusando la razón, nuestra binaria razón.
Representamos las cosas porque éstas representan algo para nosostros que, explícito o no, constituye la esencia que subjetivamente intuimos de las cosas. Pero la verdadera esencia de éstas, es ajena a nuestra representación. Representamos, en realidad, la representación de las cosas. La pipa de Magritte representa a todas las pipas posibles y puede ser identificada con su nombre, pero, esencialmente, no es una pipa. La evolución de la expresión de esta idea ha evolucionado, hasta nuestros días, desde muchísimo antes que Magritte naciera. Pero su revelación equivale a escuchar una palabra como algo que ya habíamos oído, de tanto repetirla hasta la saciedad; algo que habíamos ignorado hasta el momento pero que siempre había estado sonando como la música de las eferas.
J. Kosuth: "Una y tres sillas", 1965.
Ahora bien. ¿Qué ocurre si sustituímos el dibujo por una fotografía? ¿Cómo funciona un caligrama fotográfico? Joseph Kosuth plantea el problema en su obra “Una y tres sillas” (“One and three chairs”, 1965). Ya hemos aludido a la novela “El Golem”, de Gustav Meyrink, en la cual la utilización del lenguaje dentro del lenguaje, mirando detrás de las palabras nos sumerge en un mundo en el que se nos pone alerta, de modo cabalístico, del hecho de que los objetos, al entrar en contacto con su imagen, entran en contacto con su nombre.
Este mismo principio rige la realidad de Magritte, en tres escalones; si liberamos la representación Magrittiana de su contexto surrealista, Kosuth expone una confrontación lingúístico conceptual, según P. Sager ("Nuevas formas de realismo"), entre el objeto real-silla, la silla- definición léxica y la silla-reproducción fotográfica.
Yo querría ir un poco más lejos que Peter Sager en esta apreciación. Es evidente, dado el título de la obra, que el propio Kosuth estaría de acuerdo con Sager; sin embargo hay algo, ya presente en las tautologías visuales de Magritte, que creo que debemos tener en cuenta; y es que del propio “objeto-real” emana la negación de sí mismo al contemplar la obra. Es oportuno recordar que ya René Magritte nos acusa el alto grado de realidad que otorgamos a los objetos cotidianos, que , al ser reconocidos en una representación de
los mismos, nos hacen exclamar inmediatamente: “esto es un lápiz”, “esto es un cuchillo”, “esto es una pipa”.
Sin embargo, tanto las pipas de Magritte como las sillas de Joseph Kosuth nacen de dos objetos cuya presencia real no existe más que por la utilización del verbo ser en una extensión de sí mismo, ya que el conjunto de objetos que el hombre construye artificialmente para su utilización han sido nominalizados, previamente a la experimentación de su existencia material, a partir de su función práctica. Las sillas, las pipas, no existen en el mundo real, al que difícilmente tenemos acceso cognoscitivo amplio, puesto que su única existencia es lingüística. Primero el hombre ha de abstraer la idea del acto físico de sentarse, después podrá definir los “lugares aptos para sentarse” (mera acotación de “lugar”, que a su vez es una mera acotación del espacio).
Aunque nos imaginemos la más antigua articulación lingüística, es fácil pensar que, cuando el hombre comenzó a desarrollar su capacidad para construir herramientas, ya había utilizado objetos aptos para usos concretos.
Hablábamos, al principio, de cómo, en los albores de la historia de nuestra cultura, los primeros pensadores “inventan” la lingüística definiendo sustantivo y verbo, esto es: distinguiéndolos.
Cabe pensar que, análogamente, el hombre hubiese tardado mucho en distinguir que, entre todo aquello que él comenzaba a nombrar, desde el origen lingüístico de todas las cosas, adquiría distintas funciones lingüísticas al venir definidos por objetos o bien por acciones. El “Génesis” es una inmejorable representación lingüística del origen lingüístico del universo. Lo que primeramente nombra (clasifica) el hombre son los objetos que ve en la naturaleza. Estos, en relación a él (sujeto de sus acciones en relación a dichos objetos) son traducidos en formas nominales que presentan un orden nominal en el universo del cerebro humano, instrumento de representación del universo.
Cuando el hombre empieza a escoger cómo y dónde sentarse, empieza a escoger la aptitud de las cosas para ser el complemento de dicha acción. La forma de las cosas y la sustancia de que están hechas asesoran o no su nominalización desde un origen verbal relacionado con el espacio. Al principio de todo ésto, no había sillas. Había tierra, rocas y árboles, agua y hierba, hasta que el hombre vió la silla de Kosuth implícita en una piedra, o en un tronco. Después, al comenzar a adaptar estos objetos a una función inventó otros objetos. Y una piedra fue un mazo, y un palo fue un mango, y un cáñamo una atadura, hasta que un día los tres juntos formaron el primer mazo con mango de la historia.
La silla no es un objeto real. Es un objeto lingüístico producto de abstraer las condiciones de alto, largo y ancho que un objeto precisa para ser una silla. Tampoco existen las pipas si no en la realidad lingüística, si no sabemos sus nombres. Si ignoramos su función, una pipa puede ser un (pequeño) mazo, una (pequeña) vasija, un (mal) cuchillo, o un trozo de madera.
Existiría otra cosa, pero no una pipa. Sólo cuando con satistacción pronunciemos la palabra pipa saboreando el humo sabremos lo que es una pipa y cómo se usa: bastará sujetarla con los dientes y comprobar que nada más fácil que limitarse a decir “pipa”. Si no puedo fumar de la pipa pintada en el lienzo es que, evidentemente, no es una pipa. Puedo sentarme en una de las tres sillas de Kosuth, pero al ser colocada como parte integrante de una representación de “silla”, demuestra que sólo lo es asimilando su nombre y su imagen. Sin embargo se trata de una de tantas sillas, una de tantas definiciones de silla y una de tantas imágenes posibles de esa silla en concreto. Joseph Kosuth no define “silla”, la conjura.
Porque el neoyorquino Kosuth es un antirrealista y lo expresa a través de formas hiperrealistas. Acude al fotorrealismo como uno de los elementos, porque la paradoja de realidad y representación que plantea la fotografía ya había sido revisada por Magritte de forma implícita en la pintura y análogamente (Pero centrándose en el fenómeno fotográfico frente al pictórico) Howard Kanovitz revisa el tema en obras como “Projected Streed Scene”, análisis crítico de la percepción fotográfica y de la utilización del material fotosensible como representación de las leyes que rigen el aspecto visual de la realidad y su codificación lingüística.
Kanovitz analiza principalmente el problema de la presencia del modo que Peter Sager describe con minuciosidad: “La superficie de una pared, idéntica a un cuadro, de una escena de interior pintada, es confrontada, en cuanto resultado de la representación de la pintura fotorrealista, con dos moldes fotográficos pintados que demuestran su propia óptica realista en su luz y perspectiva: La diapositiva o proyección cinematográfica proyectada directamente en la pared de una escena callejera animada en forma de instantánea, y, a su lado, pintada a pistola o a pincel del mismo modo liso, una serie de seis fotos sujetas con clavos con cinco situaciones diferentes del mismo interior [...] Kanovitz ilustra sistemas ópticos y sus diferencias, critica estáticamente el espacio visual. Muy alejado de la unidimensionalidad del realismo tradicional, relativiza mediante el perspectivismo fotorrealista la autenticidad de la reproducción de la realidad fotografiada y pintada. Dibbets no actúa de forma diferente con sus rectificaciones de la perspectiva hechas por él mismo en el medio fotográfico [...]"
Sager alude al artista conceptual holandés que, en palabras de K. Homnef, "analiza el tiempo a base de unidades de movimiento: él convierte en espacio sistemas temporales". Sus nítidas series fotográficas de interiores guardan un paralelismo parcial con ciertas obras de Kanovitz, pero, a diferencia de éste, documenta con reproducciones un proceso acaecido en un espacio real, aunque es verdad que abandona y transforma la vista de la perspectiva central de la realidad óptica. Sin embargo, Kanovitz, “permanece en el ámbito de la representación espacial y la praxis euclídico-ilusionista”.
Mientras no hago hincapié en el ilusionismo euclidiano de Magritte aprovecharé para retroceder un poco hacia el punto en que hablábamos de Gombrich y del papel que juega la convención en nuestra comprensión del arte visual. Siguiendo su premisa, la convención más destacable en Kanovitz (como en Don Eddy, Franz Gertschz, Chuck Close, y un largo etcétera que nos llevaría a las fotodescomposiciones temporales de David Hockney) es la que se refiere a nuestra aceptación de la fotografía como realidad a raíz de la semejanza con la realidad que el aspecto técnico de la fotografía ha perseguido siempre, y sigue persistiendo.
No obstante, la historia del arte occidental nos demuestra que esta meta también ha sido perseguida por las demás artes visuales, y, de un modo muy significativo, a partir del Renacimiento y su investigación de los aspectos ópticos de pintura, dibujo y escultura. Se profundiza en el tratamiento del espacio resuelto a través de la traducción cromática de la luz, el dibujo y la composición se ajustan a principios geométricos y ópticos traducidos en leyes de perspectiva; análogamente, la escultura estudia fenómenos paralelos en las tres dimensiones. Su más indiscutible representante, Miguel Ángel, ajusta las proporciones de su colosal David para ser óptimamente contemplado desde el primer contrapicado, consciente de serlo, de la historia, y su serie de esclavos insinuados en la roca constituye la más adelantada crítica de la percepción fraccionada que se haya ejecutado nunca.
La tradición del estudio del arte a través de fragmentos es una de las circunstancias que constituyen los cimientos de nuestra cultura visual, capaz de reconocer la realidad y sus leyes, en un simple fragmento.
Estos condicionantes llegan hasta tal punto de seducción intelectual que olvidamos que Miguel Ángel, en los fragmentos clásicos, no identificaba la realidad sino una calidad de realidad. Su David fue apoyado, para su ejecución, en la observación de la realidad, pero, de forma muy especial en el torso, contiene la recreación de un trozo de la forma de representación visual más realista del momento: la escultura griega, concretamente el fragmento de Mileto o del joven de Critios que Kenneth Clark señala en “El desnudo”: si hubiese quedado sólo este fragmento, nos habríamos asombrado ante el rigor con que Miguel Ángel había aceptado su fracaso al ser observadas en fracciones puesto que tal unidad es una meta a menudo difícil de alcanzar.
Es significativo que sea en los “desnudos vestidos” (que buscan su realce plástico en la añadidura de detalles, vestigios del volumen y el movimiento, que acusan o sugieren el efecto de una instantánea) donde Clark haga una observación como la siguiente:
“... esta tradición del “desnudo vestido” produjo una Afrodita famosa. Ha llegado hasta nosotros en varias réplicas[...] de las cuales las que son fragmentarias resultan bellas y torpes las completas”.
El mismo efecto producían a los artistas del Renacimiento, época en la que “no podían hacerse cimientos, no podía cavarse un terreno, sin que apareciesen a la luz fragmentos de un mundo ideal. Era como si cada día los sueños de la noche anterior fuesen a encontrar una confirmación concreta pero casual”. Conocemos la “Galatea” de Rafael a través de una composición de fragmentos más o menos acertados de las reproducciones que de ella se han hecho, pero, además, el mismo Rafael había estudiado para su ejecución los fragmentos supervivientes de las decoraciones pintadas que podían verse entonces en la Domus Aurea de Nerón, y había adoptado sus leves sombras y su rubia tonalidad. La historia del arte es una cadena de revisiones fraccionadas de revisiones fraccionadas, en busca de una visión original.
La inmediata aceptación en nuestro siglo de la fotografía no como una revisión de la realidad sino como una visión directa provoca una atropellada reacción por parte del arte para considerarla no una forma sino un recurso.
5.1-La realidad fragmentada y restituída. La realidad reinscrita.
Antes del Renacimiento el Arte se había limitado a explotar la comprensión de sus convenciones. Ahora, en cambio, el Arte observaba la comprensión de las convenciones de la realidad en busca de espejismos tan perfectos y llenos de movimiento como los ejemplos del arte griego, que constituía una reflexión sobre las interacciones de los elementos orgánicos en el tiempo, en el instante (la presencia que lleva implícito el presente de indicativo de “ser”). Esas “fracciones temporales” que los renacentistas admiraban, aún sin comprender, eran más evidentes en las leyes que parecían emanar de sus pedazos. Las fotografías reafirman y desintegran a la vez este efecto de la percepción. Creemos ciegamente en su integridad como unidades pero evidencian que son un trozo de realidad. Nuestra tradición se alimenta de retales. El arte antiguo nos ha llegado en estado fragmentario, y nosostros hemos adaptado virtuosamente nuestro gusto a esa necesidad que ha hecho que el Laocoonte, una obra que constituyó fuente de elogios desde el Renacimiento, haya dejado de producir efecto en los últimos ochenta años. El mismo Kenneth Clark cita como causas de este hecho la “complicada integridad” de esta obra y su retórica. “Hemos llegado a considerar el fragmento más vívido, mas concentrado y más auténtico”.
Razón importante de ello es que, a medida que el mito que origina una representación se oculta tras una apariencia cada vez más realista y detallada, las partes ausentes se convierten en mitos de soluciones formales, generando la luz mítica que ilumina los fragmentos supervivientes. El “fuera de campo” no es concebible en una pieza de arte clásico si no se fragmenta; el 'fuera de campo' de la fotografía incluiría la escena real que reconocemos en el plano. La mitificación de la realidad que provoca la fotografía es brutal por su naturaleza fraccional.
Si volvemos al ejemplo del Laocoonte, podemos recordar que, en la misma época en que los artistas renacentistas investigaban la representación en pedazos de copias romanas de obras griegas, este conjunto escultórico era ya mítico a través de la descripción literaria de Plinio (“obra de arte preferida por encima de toda otra en pintura y escultura”) hasta el punto de intentar dibujar cómo había sido, en un afán de reproducir una reproducción de la realidad y de un mito. Ahora la obra ausente constituía el mito.
Su hallazgo constituyó un tremendo impacto para el arte del Renacimiento porque constituía la materialización de un mito y además estaba prácticamente entera.
“Sucedió el miercoles 14 de enero de 1506, en un viñedo próximo a San Pietro i Vincoli, y a las pocas horas estaba Miguel Ángel en el lugar [...]... había encontrado pocas fuentes autorizadas en el arte clásico, que era su única norma cuando se trataba del desnudo . Y entonces, de una cámara subterránea, maravillosamente intacta, apareció la autoridad que necesitaba. [...] Incluso a esta distancia del tiempo hay algo milagroso en todo el acontecimiento, porque después de siglos de excavación, el Laocoonte sigue siendo una escultura antigua excepcional, y una de las pocas que anticipan las necesidades de Miguel Ángel”.
(K. Clarck : "El desnudo")
No debemos olvidar que el otro descubrimientos antiguo que conmocionó al genio italiano fue el “torso de Belvedere”. De hecho, la influencia del arte antiguo en Buonarroti viene en muy gran medida de “los fragmentos estropeados, los gigantes caídos, medio enterrados”, “frutos del accidente y de la sorpresa en beneficio de la exaltación del “pathos” en sus cuadros". Si bien una de sus fuentes la encontramos en las estampas japonesas (la cultura japonesa conlleva incluso la ritualización del instante) no cabe duda que lo que transmitió a Degás la revelación de la instantaneidad fue, sin duda, la fotografía.
Claudio Bravo: "Eva" (lápiz sobre papel)
Portada y contraportada del disco "The Refrescos", producida por Polygram Ibérica S.A.
Diseño de Bernardo J. Vázquez y M. Alborés.
Dirección artística, diseño gráfico y modelos tridimensionales de M. Alborés.
Fotografía de Antonio López.
La escultura, el modelado, junto con la pintura y la fotografía pueden crear un juego representacional como el que explota este diseño de portada discográfica. Los miembros del grupo musical, por imperativos del diseño de promoción establecido por Polygram, debían aparecer representados en la carpeta, criterio que los músicos no compartían. La solución final muestra en portada una foto que aparenta un collage que oculta los rostros de los protagonistas, pero no sus ojos, tras sendas hojas de periódico. En la contraportada decidí presentar a los músicos fotografiados, pero éstos preferían caricaturas. Decidimos reproducirlas en volumen y fotografiarlas, con lo que el juego establecido con la portada adquiría mayor interés. Finalmente, incluímos un cómic con las caricaturas dibujadas en la funda interior.
Klaus Kammerichs: "Tour de France", 1971 (detalle).
Klaus Kammerichs: "Tour de France", 1971.
René Magritte : "Los paseos de Euclides"
M. Alborés : "No hay nadie" (fotografía de la serie 'museo de cera')
6-La ventana y la naturaleza. El paisaje.
Según Roger Scruton , “ante una fotografía, uno menciona las particularidades del asunto: ante un cuadro, únicamente el aspecto observable captado en el cuadro”. Sin embargo, podemos objetar a Scruton el hecho de que hace referencia a una visión única posible de ambos.
Por añadidura, parece ignorar la responsabilidad del fotógrafo sobre el asunto, cuya materialización a menudo es obra suya, sin ejercer estrictamente de escenógrafo. Scruton no considera fotografía, siquiera, a aquella que reproduce una representación (foto “creativa”- moda, publicidad, fotomontaje, efectos de estudio y laboratorio, decorados, falsos fondos...). Estoy de acuerdo en que el producto técnico de la fotografía no es estrictamente una representación, pero la elección del asunto, común a pintor y fotógrafo, constituye un innegable de autoría que implica una representación en la estructura profunda del artista, y cualquier fotógrafo efectúa dicha operación análogamente a cualquier artista plástico, sólo que el material que utiliza es diferente. El objetivo sustituye al ojo. La luz de los objetos substituye a la pintura. Ésta representa la luz ( y el color) señalando un contraste de valores. Las sales de plata señalan la luz representando el contraste de valores que observamos en la realidad, sustituyendo al pincel. El carácter variable de dicha valoración implícito en las combinaciones de diafragmas, focales y velocidades de exposición, dotan a cada fotografía de un carácter de búsqueda que consigue resultados tan acertados o casuales como en la pintura.
En ambos casos es fácil hacer sonar la flauta. La “melodía” resultante sólo podrá ser apreciada en base a su coincidencia con la convención “musical” del espectador. La paradoja que plantea la representación fotográfica es que confundimos sus convenciones con las de la realidad visual y ésto es muy limitadamente cierto por diversas razones. En primer lugar, nos aferramos a uno de los sentidos más engañosos que poseemos. La palabra “espejismo” adquiere muchas más connotaciones que su significado original, y no concebimos fácilmente un equivalente al espejismo a través de nuestros restantes sentidos.
La ilusión óptica tiene un nombre bien común, pero no suele ser aplicada a fenómenos basados en el mismo principio. El problema radica en que, convencionalmente, nuestra cultura representa la realidad por culpa de una cuestión de mera semejanza agravada por el hecho de que la reproductivilidad de la fotografía hace que, como objeto real, un copia se nos presente idéntica a otra, por lo que creemos que ambas son reflejo fiel de la realidad, cuando en realidad lo son de una abstración. El idiolecto fotográfico no es real, es imaginario, al igual que nuestra representación del discóbolo de Mirón a través de todas las copias y fragmentos de copias que conservamos, pues lo único que retenemos es el instante representado.
La fotografía incrementa el efecto de nuestra realidad inscrita en otra semejante aniquilando falsamente el mito de la caverna Platónica. Nuestra cultura fotográfica (incluyendo su dimensión cinematográfica) se ha apoderado de nosotros y reconocemos cualquier “ realidad” a través de la fotografía o sus derivados y equivalentes ( cine, TV). Evidencia nuestra unidad de pensamiento-producto visual. Fotografiamos con un simple guiño todo cuanto nos rodea y reconocemos en el proceso los mitos que las imágenes contienen, en un instante, en una pequeña ventana.
Cuando Magritte critica irónicamente la teoría gnoseológica Euclidiana en “los paseos de Euclides” nos dice con sutil brutalidad que estamos condenados al encierro en lo alto de nuestro cuerpo y que disponemos de una única ventana. El paisaje que la ventana nos ofrece puede ser tan equívoco como equívoca es la realidad de un cuadro. ¿Es realidad lo que hay detrás del cuadro? ¿Y qué decir del que lo contiene?
Desde que el hombre es hombre (fecha cuya exacta ratificación es polémica) ha tenido ocasión de ver la naturaleza a través del hueco que le ofrecía un lugar resguardado. Hoy podríamos decir que rara vez el hombre urbano prescinde de las ventanas que rodean su casa, su oficina bancaria, su bar, su automóvil., su casco integral, su televisor.
Al principio, la más tosca ventana que ofrecía una simple cueva, le ofrecía un trozo de la naturaleza reconocible y aislable. El sedentarismo supuso adoptar una ventana que le ofreciese una naturaleza lo menos inhóspita posible.
Sin embargo esa era la única relación que el hombre tenía con el espacio que veía por su ventana. Un hombre feliz es un hombre al que le gusta lo que ve desde su ventana. Es posible aislar la interpretación del todo que el hombre ha hecho siempre al mirar por su ventana. Lo que entendemos por paisaje, en cierto modo, se manifiesta aquí, precisamente. En el hecho de acotar la problemática de nuestro entorno haciendo como si nos alejáramos de la ventana que constituyen nuestros ojos y la viésemos más pequeña. Aquí dentro estoy seguro y lo poco que veo no me inquieta o me agrada.
Sin embargo, la relación con nuestro entorno nos ha condicionado nuestro juicio sobre él. “Estamos rodeados de cosas que no hemos hecho y que tienen una vida y una estructura diferente de la nuestra [...] pensamos en ellas como componentes de una idea que hemos llamado naturaleza” (K. Clarck).
La mayor o menor hostilidad de la naturaleza condiciona nuestro propio concepto de ésta. Puede significar peligros, cambios imprevisibles, obstáculos para la supervivencia. Lo que nuestros ojos ven. Lo que todos nuestros sentidos captan, es un pedazo de naturaleza considerado como un todo de límite inconcreto. hasta donde alcanza la vista. Cuando nuestro hombre imaginario vio que un lugar no ofrecía variaciones bruscas y le ofrecía sustento lo escogío como residencia permanente. Siempre que dispuso de un refugio con una ventana al exterior pudo intepretar el estado de las cosas mirando a la ventana y procuró que las señales que la ventana le presentasen fuesen favorables.
Ver el bosque a lo lejos supondría estar lejos de sus peligros (tranquilidad) ver sustento cerca supondría saber asegurada la subsistencia (tranquilidad). La ventana le informaba del presente. Le daba el parte del tiempo o le decía si la fruta era abundante. Le comunicaba tranquilidad o intranquilidad y le permitía fraccionar la intensidad de sus sentidos. Podía limitarse a las señales que provenían de la ventana.
La ventana encierra. por así decirlo, el resumen de la realidad que
interesa al ser humano. Cuando éste comienza a trabajar la tierra,
modifica su entorno y lo adapta a sus necesidades. Lo que su ventana le muestra ha sido puesto por él en buena parte. La creación de huertos y jardines constituye el primer paso para la creación del paisaje, esto es, un fragmento de naturaleza hecho para recrear los sentidos. El mito del jardín está presente en múltiples culturas y simboliza el anhelo de una naturaleza favorable. No obstante, el “paisaje”, tal y como ahora lo entendemos, derivándolo o identificándolo con la pintura del paisaje y, más recientemente, con la fotografía de paisaje, es un concepto que aparece en la Edad Media.
El arte del paisaje “marca las etapas por las que ha pasado nuestro concepto de la naturaleza” (K. Clarck), pero si consideramos que el género estético del paisaje no existiría sin la teorización del que es objeto en el Renacimiento bastará con que releamos estas pocas páginas que he escrito y atisbaremos una contradicción con lo que hasta ahora he expuesto.
Si la humanidad ha querido desde siempre “fotografiar” la realidad, ¿porqué entraña tal complejidad la representación de lo más inmediato? Podríamos intentar responder a esta pregunta del modo siguiente: el paisaje encierra un compromiso excesivamente fuerte como pasa ser representado sin una reordenación, pues, como decíamos anteriormente, el hombre se convierte en tal cuando relativiza su concepción del entorno y lo reordena lingüísticamente.
Fotografía de Alexander Timtschenko |
Como no puedo extenderme más en el análisis del paisaje (y, al fin y al cabo, el presente trabajo no es más que un mero apunte para el texto que sigue a este bloque) intentaré limitarme a tocar aspectos menos trillados (y, por tanto, he de reconocerlo, menos comprometidos) de nuestra herencia cultural a través del paisaje.
6.1-El paisaje como acotación artificial de la naturaleza. El paisaje artificial y re-representado.
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Ya que no todo el mundo se dedica a ello (y menos dándole vueltas teóricamente mientras están en pleno “tajo”) intentaré plantear ciertos aspectos que se me ocurren al respecto, y creo que con cierto conocimiento de causa.
Decoración del Terrario del zoo de Barcelona por DLG |
Y, pregunta consecuente, ¿Qué tiene que ver ésto con el “paisaje” tal y como lo hemos ido definiendo? Intentaré retroceder y recomenzar mi discurso antes de que alguien piense que peco de incoherente.
El género paisajístico ha sido fuente de inspiración e investigación a lo largo de la historia del arte. Un estudio en profundidad del tema llenaría páginas y páginas, y siempre nos quedaría algo que decir al respecto.
El aspecto que particularmente quiero estudiar a partir de este trabajo preliminar es el de paisaje re-representado.
No podemos aislar el estudio del paisaje pictórico o fotográfico del concepto del paisaje a través de la literatura y la cultura en general.
Decoración del Terrario del zoo de Barcelona por DLG |
La necesidad de aprehensión del paisaje es tan variable como entornos socioculturales, geográficos o históricos nos imaginemos.
Lo que realmente me parece atractivo del tema es el hecho de que el hombre no se ha limitado a reproducir la naturaleza a partir de ésta, sino que, inevitablemente, ha reproducido reproducciones (valga la redundancia) paisajísticas que no ha podido evitar tener en cuenta en cada nuevo paisaje creado.
Decoración del Terrario del zoo de Barcelona por DLG |
El paisaje por el paisaje adquiere otras connotaciones que se alejan de la idealización a la que me quiero referir, pero los paisajes en los que se representan momentos míticos o históricos condicionan de tal modo nuestra percepción de dichos momentos, que adquiere, paradójicamente, una importancia significativa mucho mayor en lo que a temporalidad (en su sentido más amplio) se refiere.
Volviendo al ejemplo de Velázquez, nada mejor que las palabras de Miguel Ángel Asturias para expresar ese aspecto al qu apunto:
“A nuestro pintor no le gusta el paisaje por el paisaje mismo. Lo usa como sostén y complemento de sus retratos. Paisajes que se extienden por toda la lejanía del horizonte realzan la totalidad pánica de la visión del cuadro y envuelven en su magnitud a los personajes. Los retratos velazqueños de cazadores [...] no son tales por el atuendo de los personajes, sino por la presencia de la tierra baldía y áspera que los circunda, por el tembloroso existir de liebres y perdices y por las encinas inmóviles que constituyen el eje mágico de estas telas”. “ De esta novedad en el tratamiento del paisaje (novedad dentro de España [...] nace la perfecta fusión entre figura y ambiente, esto significa la conquista del espacio que envuelve a los personajes como irradiación de ellos mismos, como su exacto y perfecto receptáculo. Ortega y Gasset ha escrito con todo acierto que “en Velázquez el ambiente aéreo deriva de las figuras mismas y no de su contorno, espacio o ámbito”.
El paisaje es, ante todo, la presentación de un entorno que no debe ser entendido meramente como un “dónde” sino que más bien constituye el “cómo” de las cosas que contiene o implica. El paisaje, aún el más realista imaginable, lleva implícito por comparación el paisaje mítico, el Jardín, cuya forma idioléctica se ve conjurada en cada representación del mismo.
El mito es inherente al paisaje porque éste representa a la naturaleza, cuyo rostro oculto genera el mito. Hablábamos al principio del origen comunicacional del mito y llegamos ahora a su fuente más primitiva: el paisaje.
El porqué de las cosas es un enigma cuya formulación ha cambiado desde los orígenes de la humanidad. La impotencia ante las fuerzas de la naturaleza han hecho que la geografía condicionase, a través del clima, la fauna y la vegetación, los miedos físicos del hombre.
Los entornos naturales no franqueados contenían peligros desconocidos que, a través del, en principio, práctico sentido de la previsión, mundos crecidos en la fantasía cobraban existencia y se superponían al conocimiento real de las cosas, e influían en el desarrollo intelectual de una comunidad. Cualquier ser vivo está condicionado por el entorno natural que lo rodea.
Su forma de “ser” está irremisiblemente unida a su forma de “estar”, y ésta, es tan obvio, que no voy a decirlo.
Actualmente poco queda de natural en el paisaje que podemos ver en el mundo civilizado. Lo que creemos “naturaleza tal cual” no es “tal”, sino que ha sido modificada por el hombre. Más allá de las edificaciones se extienden bosques creados y destruidos por nosotros, campos de cultivo, repoblaciones vegetales y cinegéticas. En el pasado, todo un mundo por descubrir entrañaba tal cantidad de misterios que era inevitable que las diversas formas de representación fantasía y realidad se mezclasen irremediablemente.
La visión del paisaje no puede ser comprendida sin su relativización cultural. Pensemos, por ejemplo, en la visión del paisaje Oriental ofrecida por Walter Scott en “El Talismán”, fruto de un afán de buscar mitos en un tiempo y en un espacio lejanos. De hecho, si pensamos en la evolución de la relación del mundo anglosajón con su propio entorno paisajístico podemos entrar en otra dimensión del problema no menos interesante.
Los densos bosques selváticos que cubrían Irlanda, Escocia e Inglaterra en la Edad Media, fueron abriéndose a lo largo de la historia para dar paso a las extensiones de pastos y pequeños bosques que hoy en día caracterizan la campiña inglesa, un paisaje hecho por el hombre a su medida.
Sin embargo, aquellos tiempos pasados de míticos bosques llenos de criaturas desconocidas y fantásticas cultivaron una relación tan extensa de relatos orales, narraciones de viajeros y campesinos, que, desde entonces, la naturaleza y el entorno paisajístico se verían irremisiblemente afectados por esa otra visión que provenía, ni más ni menos, que de buscar una interpretación a fenómenos desconocidos o sólo conocidos parcialmente.
Podríamos hablar de este fenómeno de mitificación del paisaje en cualquier cultura del mundo, pero el legado céltico al mundo anglosajón ha desarrollado tal cantidad de vocablos constituyentes de un nuevo paisaje lingüístico que hace falta años y años de paciente labor para recopilarlos y ordenarlos. Thomas Keightley ( Fairy Mythology) Kurt Ranke (Encyclopïdie des Märcheus) o Katharine Briggs dan fe de este extensísimo mundo de paisajes transformados por el fenómeno del mito, y, más concretamente, de las criaturas míticas que lo intercondicionan. Posiblemente, la representación verbal más completa del paisaje mítico de la cultura anglosajona sea el “sueño de una noche de verano” de William Shakespeare, pero, antes y después de Shakespeare, es toda la comunidad la que confecciona de boca en boca un paisaje que oculta un mundo detrás de cada piedra, dentro de cada árbol y en cada una de sus hojas.
Los bosques más frondosos y las montañas más inaccesibles son escenario y “leit motiv” de innumerables historias y leyendas que, en su mayoría, no son más que una relativización de los aspectos más humanos de la vida confundidos con lo sobrenatural.
Muchos autores literarios han utilizado esta relativización del paisaje para expresar con mayor fuerza el mensaje moral de sus narraciones. El hombre podía, así, enfrentarse a situaciones que resumían los deseos, temores, afectos y logros de toda una comunidad representada por un héroe capaz de superar los peligros contenidos en un paisaje peculiar y a la medida de su propia capacidad de héroe. Particularmente, he creído oportuno mencionar a tres autores que han utilizado el recurso del paisaje artificial para una crítica de nuestra noción de la realidad. Considero que los tres, en sus diferentes momentos históricos, son decisivos en su aportación pese a la disparidad de sus planteamientos. Se trata de J. Swifft, L. Carroll y J. R. R. Tolkien. Los tres me servirán como eje explicativo y, en particular, Lewis Carrol me ayudará a exponer ciertos conceptos sobre la representación visual que me he ido dejando en el tintero. Por esta razón, daré al reverendo Dogson un apartado especial más específico para cumplimentar el tema del fotógrafo como autor, pero esto será otro cantar.
M. Alborés: "La ventana" (lápiz, tinta, gouache y pastel sobre papel)
M. Alborés: "sin título", fotografía de la serie 'museo de cera' |
M. Alborés:'museo de cera' |
M. Alborés:'museo de cera' |
M. Alborés:'museo de cera' |
Ya los antiguos egipcios trabajaban técnicas escultóricas similares a las empleadas en las figuras de los museos de cera que hoy conocemos. Las condiciones de iluminación exigen la aplicación de recursos pictóricos para el logro de una apriencia verosímil basado en el aspecto, traslúcido como la piel humana, de la cera. (M. Alborés, foto de la serie 'museo de cera')
M. Alborés: 'Retrato de Steve McQueen'
En su discurso, Scruton menciona el ejemplo del retrato pictórico frente al fotográfico como crítica a la fotografía como forma de representación, y, por tanto, de arte (si consideramos éste como una forma o modo de representación). Por lo tanto, bajo el punto de vista scrutoniano, el control de ciertos accidentes ópticos y mecánicos son la única causa de que estas imágenes de Steve McQueen no lo representan, sino que lo reflejan, lo reproducen. No muestro una actitud muy noble al hablar de estas imágenes como de Steve McQueen, porque he escogido, deliberadamente dos imágenes de una figura de cera, que reproduce la imagen de Steve McQueen. También Scruton tiene en cuenta esta posibilidad, encontrando que la representación está en la figura, no en la foto que la reproduce. Sin embargo, las distintas posibilidades de composición e iluminación de la imagen de dicha figura pueden servir tanto para reproducir el aspecto de una figura de cera como para componer un retrato del autor. Seguramente, Scruton nos diría que, en tal caso, iluminación y ángulo se comportarían como ruidos en la comunicación del contenido. Si cosigo encontrar a una persona cuyo físico aspire a emular un sosias de McQueen, también podría utilizarlo para ello. Parecer y representar no son sinónimos.
7-Anexo temático:
El paisaje y el pensamiento anglosajón.
En todas las culturas amparadas en sus respectivas creaciones literarias existe un caudal vivo y cargado de encanto. Un caudal de antiguos cuentos y leyendas, de héroes y personajes deambulando por paisajes que seducen a niños y guardan para los mayores, como dice S. Clot, “el atractivo sonriente de unos viejos amigos”.
Mi intención en estas líneas no alberga ninguna pretensión histórica ni ningún rígido método analítico. No quiero estudiar el folklore, ni el alma céltica que arrastro desde niño, ni analizar el genio anglosajón. Mi intención no es discutir las fuentes primeras ni determinar la parte que aportaron los diversos investigadores.
Es tarea para eruditos discutir si los cuentos sobre el rey Arturo tienen un origen bretón, si han sido contados a ambos lados del Estrecho, escritos en inglés o en francés, traducidos, imitados, copiados, refundidos, desarrollados, o, problablemente, cambiados para al final encontrarse todos en la obra de Malory en el S. XV.
Lo único que pretendo es apuntar la decisiva importancia del paisaje como protagonista de la literatura inglesa y cómo esta incide en el pensamiento anglosajón a lo largo de su historia. No podemos entender el paisajismo de Turner si no comprendemos las connotaciones que el paisaje adquiere en el arte plástico inglés a través de sus demás manifestaciones artísticas. Sólo tenemos que pensar en todas las leyendas extranjeras que Inglaterra se apropió y que sólo ella ha hecho célebres (ver S. Clot:, "Cuentos y leyendas de Gran Bretaña")
Shakespeare, como siempre, ejemplifica el poder de la literatura inglesa para darnos a conocer el fin trágico de Romeo y Julieta o el furor celoso de Otello a partir de oscuros cuentos italianos. Sin embargo, la superioridad anglosajona para reajustar la efectividad de las claves de una narración no se debe a un talento espontáneo de sus creadores, sino construye un paisaje a la medida de la fantasía como representación de la realidad.
La Dama de la Fuente, la Dama del Lago; los bosques y montañas que deben cruzar y vencer los Siete Paladines, son producto de la significación céltica que adquiere la naturaleza y el paisaje que éste produce, en el que ningún árbol, ninguna colina, está desprovista de espíritu e intrahistória propios. Un paisaje de símbolos que se superpone a cualquier paraje que acoja un acontecimiento significativo.
Cuando Tennyson, el poeta laureado de la era victoriana, busca la expresión del ideal de su tiempo, no hace más que dotar de brillantez mítica a los paisajes y personajes de los viejos cuentos de Mabingion y de Tomás Malory.
¿Y qué decir de la suntuosidad otorgada a estos mismos parajes, confundidos entre el mito y el recuerdo histórico, por el misticismo del arte de Burne-Jones, Watts y Rossetti? Las aventuras de Robin de los Bosques tocan la vida histórica de Inglaterra de una forma peculiar: los oprimidos buscan alianza en el paisaje más desfavorable, el bosque selvático de Sherwood, para utilizarlo como ventaja victoriosa. Sobrevivir al paisaje más temible supone vencer en su interior a todas las fuerzas del mal usándolo como aliado. En tiempos de la dominación normanda, la tradición sajona está conservada por los hombres libres del bosque, “niños mimados de un pueblo oprimido que encuentra su revancha en las baladas alegres y maliciosas donde e opresor burlado y vencido es el hazmerreír de todos” (S. Clot)
Esta sociedad de vencedores normandos y de vencidos sajones, de caballeros, de burgueses, y de campesinos describe y es resumida a su vez en los Cuentos de Canterbury, fruto del comportamiento de la gente que en el S. XVI, amparándose en una tradición narrativa que brotaba de cada piedra, de cada terrón, intentaba olvidarse de la lentitud de los viajes contando o escuchando cuentos salidos del mismo paisaje que atravesaban, haciéndolo al igual que los turistas contemporáneos reunidos tomando café en el hall de un hotel, unidos por el mal tiempo y discutiendo las noticias servidas en bandeja por los periódicos de la mañana.
El paisaje simboliza una identidad nacional al margen o no de sus connotaciones políticas. Me parece significativo que grandes analistas de la realidad inglesa a través de la literatura hayan sido, precisamente, irlandeses, como Swift, Shaw o Joyce, hijos de una antigua tradición de un pueblo cuya cultura no profundizó en el conocimiento de la fauna y flora de sus bosques, que antes de la Edad Media poseían un entorno muy distinto climáticamente. La conquista del paisaje silvestre por el humano está patente en la campiña inglesa, pero el poder de los mitos feéricos viene de la convivencia con múltiples especies zoológicas y una visión imaginativa de un entorno natural frondoso, de inviernos lóbregos y primaveras espléndidas. El bosque marca con sus lindes la frontera entre lo humano y lo animal, ancestralmente totémico, espiritual. Irlanda, Escocia y Gales, ante la invasión Inglesa, acentuaron culturalmente la identificación con ese componente de la naturaleza ajeno a la conquista del paisaje civilizado.
7.1-Swift y la relativización del espacio natural.
Y de Irlanda, precisamente, proviene el autor literario que de forma más original recoge en su obra esa relación con el "otro", el "diferente", las otras posibles humanidades que no hacen sino servir de pantalla de proyección a la dueña de la cultura que las inventa. Se trata de Jonathan Swift, que con sus obras constituye una pieza fundamental de la literatura inglesa, pero particularmente, con "Los viajes de Gulliver", dará testimonio de una cultura necesitada de la existencia de "otros" diferentes con los que medirse, trasladando a una narrativa aventurera los mitos de la cultura de los enanos, elfos, duendes, hadas y gigantes. Una cultura creadora de un paisaje animista.
Repasemos la biografía y el trabajo de Swift brevemente, antes de pasar a comentar un mero pretexto que anticipará los contenidos de la tercera parte de este libro:
El irlandés Jonathan Swift (Dublín 1667/1745) era, sin embargo, hijo de padres ingleses. Su padre murió antes de su nacimiento, lo que sumió su niñez en la pobreza. Su educación corrió a cargo de la generosidad de sus tíos, lo cual supuso para Swift una humillación personal.
Inició estudios de teología en el Trinity College de Dublín, y en 1689 entró como secretario al servicio de Sir William Templi, pariente lejano de su madre. En su casa de Moor Park (Surrey) tuvo acceso a una considerable biblioteca que le permitió mejorar su formación. Por estos años se dedicó a componer odas pindáricas, una de las cuales provocó un despectivo comentario de su primo, el poeta Dryden.
También en Moor Park fue preceptor de Esther (Stella) Johnson, hija ilegítima de Sir William, que años más tarde iba a ejercer una gran influencia en la vida del escritor.
Deseoso de recobrar su libertad, y descontento del escaso apoyo que le prestaba Temple, en 1694 dejó su servicio y volvió a Irlanda, donde ingresó en el clero anglicano (1695) y obtuvo la prebenda de Kilroot, cerca de Belfast.
Sin embargo, al cabo de poco tiempo volvió al servicio de Sir William, con el que permaneció hasta la muerte del mismo en 1699, fecha en la que Swift regresó a Irlanda y, gracias a la influencia de Lord Berkeley fue nombrado párroco de Laracor, en el condado de Meath.
En 1704 aparecieron juntas dos de sus obras satíricas más importantes: “ El cuento de un Tonel” ( The tales of a tub), sátira sobre “ lo corrompido en la religión y en la enseñanza” y “ La batalla de los libros” (the battles of the books) donde escribe en estilo bufo-heróico una disputa entre antiguos y modernos.
Quiero destacar que ya en esta obra demuestra Swift una clara
conciencia de cómo la cultura y su tradición condicionan por completo la asimilación de la realidad, cuyos datos no vertidos en recipientes ya preparados por los preceptos y narraciones tradicionales. En este sentido Swift se aferra desesperadamente a la interpretación resultante de la narrativa antigua, que considera menos transformada y engañosa, más hermosa por más lejana, lo que le hace tomar partido por los clásicos en su batalla de letras.
Conozcamos un poco más de Swift y luego explicaré porqué tiene sentido que hablemos de él aquí:
En los años siguientes, escribió una mordaz parodia de las homilías de Robert Bay, “Meditación de una escoba” ("A meditation upon a broomstick"), publicada en una “Miscelánea de prosa y verso” (1711) aunque la composición se data entre 1705 y 1710; un poema que excepcionalmente, no tiene nada de satírico (Bancis and Philemon, 1707), su “Argument against abolishing christianity (1798) y en el poema “Cadenus and Vanessa” (1726) dedicado a Esther Vanhomring.
Mientras, sus ambiciones le movieron a cambiar de actitud política: después de haber apoyado a los Whigs con toda la violencia de su pluma satírica, en 1710 pasó al partido de los tories, entonces en el poder, y publicó una serie de corpúsculos políticos bajo el seudónimo de Isaak Bickerstaff. Su libelo “La conducta de los aliados” (the conduct of the allies, 1711) tuvo gran resonancia, y en 1713, fue nombrado Déan de San Patricio, en Dublín; pero no tardó mucho en comprender que no seguiría ascendiendo en la jerarquía eclesiástica debido a la hostilidad que le mostraba la reina Ana; Swift siguió, pues, en Irlanda, país en el que, en estos momentos, se consideraba como desterrado, cada vez más amargado, sobre todo después de su retiro definitivo en 1714.
En 1713 había iniciado la redacción del “ Diario para Stella” (Journal to Stella) publicado en 1766 -1768, documento revelador sobre la intimidad de Swift, y reflejo del amor que inspiró a Esther Johnson, con la que parece probable llegar a contraer matrimonio secreto, aunque nunca vivieron juntos.
A partir de 1720 , y esto es muy significativo, había empezado a interesarse por los problemas de Irlanda, y en 1724 publicó uno de sus panfletos más virulentos “Las cartas del pañero”, contra la concesión de un monopolio de moneda fraccionaria. Por estos años, entre 1721 y 1725 redactó lo que había de ser su obra maestra y que justifica que dediquemos en este momento tanta atención al dublinés: “Los viajes de Gulliver” (Gulliver’s Travels, 1726). El paisaje mítico adquiere, en esta obra, una renovación que significa una nueva visión del hombre y del mundo.
Ya hemos insistido en el protagonismos del paisaje como generador de conflictos en toda la tradición cultural anglosajona, pero la conquista del entorno natural había destruído la posibilidad del ejercitamiento heróico tal y como los “Fairy Tales” habían ofrecido hasta el momento.
Las representaciones del paisaje, incluso a nivel pictórico, o en el a menudo olvidado campo de la ilustración (que más adelante mencionaré), habían traducido la imagen preexistente de un idiolecto paisajístico mítico en una nueva visión objetiva de la naturaleza, basándose en los postulados que desde hacía casi dos siglos Italia había donado a la cultura occidental.
Sin embargo, la visión pseudohumanista del Robinson Crusoe de Defoe no era sino un canto a la imposibilidad del inglés de seguir autodemostrando su valía heróica ante el entorno natural, pues este había sido debidamente racionalizado. Personalmente prefiero la odisea vital de Moll Flanders, en la obra de Defoe, pero el Robinson tiene la capacidad de universalizar el deseo humano de superar pruebas, para demostrarse la validez de sus recién adquiridos recursos.
Crusoe es el hombre con recursos, que aspira a la modernidad, que se ayuda de sus conocimientos y su tecnología, de los productos de su industria. El Robinson es un modelo de supervivencia amparándose en el artificio, en la herramienta y el arma (lo que consigue rescatar del barco encallado en los arrecifes), y en este sentido no es el mismo hombre, solo ante la naturaleza, que encarnan el Mowgli de Kipling o el Tarzán de Burroughs, ya que, si Mowgli es el hombre que se cría en la selva para medir su lugar en la naturaleza, Tarzán es el hombre blanco, de casta noble, que demuestra la superioridad de su casta (respondiendo a una ideología mucho más reaccionaria). Ambos son criados por animales sociales (lobos y monos), y costituyen la añoranza humana por la vida salvaje, pero, en cambio, Crusoe no está armado sino de cultura y tecnología.
El juego del que se vale Swift consiste en llevar más lejos el problema de Robinson (su dependencia de los restos de naufragio) sólo planteable fuera del paisaje inglés. Swift ironiza trágicamente la pérdida del paisaje que justifica unas características culturales. Robinson representa el triunfo de su cultura. Gulliver contempla el fracaso de todas las culturas posibles a través del juego del cambio de perspectiva del que el propio Swift es víctima: no es hijo del paisaje irlandés ni del inglés, sino del mítico paisaje céltico lleno de hadas, bogeys, Goblins, nieblas verdes, lamias y toda suerte de transformaciones de criaturas surgidas del fondo del bosque.
La transformación del paisaje ha hecho que los mitos pierdan su presencia, y que el propio hombre pierda su dimensión mítica, sufriendo dolorosamente una realidad que ya no viene del cielo ni del fondo del bosque, sino de los otros hombres.
Cuando Swift es consciente de que el añorado paisaje inglés que anhela ha sido usurpado a los seres feéricos irlandeses, vuelve sus miras a la causa irlandesa, pero su odio al hombre es ya irremediable.
La ironía hizo que su talante mordaz, al no poder ser el inglés que deseaba, lo constituyese al final de su vida, en Dublín, un auténtico ídolo popular, héroe de la causa irlandesa, sumido en la más atroz de las misantropías que, tras la muerte de Stella, le llevó paulatinamente a perder la razón y refugiarse en la locura.
“Los viajes de Gulliver” es, más que una terrible sátira dirigida contra la sociedad inglesa de la época, una denuncia contra todo el mundo civilizado, ese mundo en el que el paisaje sólo adquiría significado a través de sus habitantes, y no al revés, como la base céltica de su cultura, inconscientemente, le había inculcado.
Lilliput relativiza el paisaje reduciéndolo con sus habitantes, hermosos a primera vista al reducir sus defectos, pero de sentimientos pequeños y mezquinos. Sus múltiples actos contemplados desde lo alto muestran claramente sus absurdas intenciones, pero Swift no crea nada nuevo si no es la transformación genial que hace de las criaturas que vivían bajo los helechos del soto-bosque ignoto. Es como si Swift descubriese el truco encerrado en la existencia de los gnomos.
El carácter ejemplar con el que habían poblado las tierras anglosajonas hace que descubrirlos sea a la vez destruirlos. Un bogey (bogey o bogart, término gaélico equivalente al gallego trasno, o trasgo, diablillo feérico, duende astuto y malicioso) representa la malicia humana traspasada a los acontecimientos arbitrarios que surgen de la naturaleza. Un liliputiense también, pero su carencia de rasgos fantásticos que lo dote de una existencia fantástica lo hace a la vez odioso como humano e inexistente como bogey, porque ha tenido que ser imaginado en una tierra extraña, el único modo de concebir un paisaje en el que todavía haya misterios encerrados.
Swift prueba desesperadamente todas las posibilidades y convierte a Gulliver en un liliputiense en tierra de gigantes, en la que cualquier porción de nuestra realidad cotidiana se transforma en paisaje.
Recordemos el descenso que realiza Gulliver por el cuerpo de una gigantesca mujer cuyos mínimos detalles en su piel constituyen auténticos accidentes geográficos, identificados -recordemos la naturaleza representada en la pintura gótica- desde muy antiguo con lo casual e imperfecto. En sus demás viajes, Gulliver se introduce en el paisaje originado por distintos puntos de vista acerca del mundo: el artístico, el matemático, el mitológico y, siempre, el absurdo.
La experiencia de Gulliver en Brobdignag, en cierto modo, supone la constatación de que, como inglés, él mismo fue uno de esos gigantes en Liliput, y cómo Liliput no era un Estado más mezquino su propio país, cuya opresión sobre Irlanda equivaldría a la condición de la isla flotante de Laputa (o Lupata, como preferían rezar las traducciones de A. Cunqueiro para no herir la sensibilidad de los jóvenes lectores de la obra -otro ejemplo de involuntaria literatura infantil, como la Alicia de Carroll). Los avances de la ciencia son ridiculizados en Balbinarbi, y la tiranía de la élite cultural se hace patente en la tierra de los Houyhnms.
Swift es terriblemente consciente de que antes había dos medios de conocer el paisaje: recorriéndolo o imaginando el recorrido. Ahora ya sólo queda el imaginarlo en lugares ignotos, pero no puede evitar reírse amargamente de las fantásticas visiones de Marco Polo. Lo peor de todo era ser consciente de no haber pertenecido jamás a los paisajes de Virgilio y haber perdido el mapa para llegar a Camelot.
7.2-El paisaje especular. Lewis Carroll y su tiempo.
Mencionábamos, al hablar de la relativización del paisaje mítico anglosajón, la labor de esos artistas gráficos condenados a la segunda división del mundo del arte: los ilustradores. El mundo feérico anglosajón, al recoger tradiciones culturales del resto de Europa, como ya hemos dicho, encuentra en sus bosques lugar para ubicar a estos seres bajo la hojarasca, entre los helechos y el sotobosque o en las ramas de los árboles. Esta imagen prodigiosa del bosque, común a todos los pueblos cuyo asentamiento es cercano a las densas extensiones de arboleda, está motivada por la dificultad que entraña internarse en un espacio tan sobrecargado de cosas difíciles de distinguir. Muchas criaturas huidizas, a menudo peligrosas, otras veces absurdamente tímidas, dan pié a la reconstrucción, a partir de una imagen fugaz, de un guiño, a la reconstrucción de seres montados con piezas de otros seres, con la ayuda adicional de la penumbra móvil de la vegetación.
7.2.1-Naturaleza e imagen. Especulación y animalidad.
Este fenómeno es patente incluso en la cultura más avanzada cuando el desconocimiento visual de algo lo recrea de forma absurda. Si repasamos las representaciones pictóricas del episodio de Jonás y la Ballena, veremos que los pintores se limitaban a aumentar de tamaño cualquier pez que las más de las veces habían visto servido en un plato. Múltiples representaciones de escenas mitológicas se permiten la licencia de recrear seres fantásticos aún tratándose, supuestamente, de animales reales.
Los delfines de Rubens, con agallas y escamas, no son más que rubios o meros rescatados de la cazuela. El conocimiento detallado de los elementos de la naturaleza fue a menudo desarrollado a través de ilustraciones y grabados muy lejanos de la realidad, y una de las grandes aportaciones de la fotografía a la cultura contemporánea fue la visualización aceptablemente exacta de animales y plantas.
Cuando mencionábamos a Swift, no insistimos tal vez lo suficiente en el hecho de que, en aquel tiempo, un liliputiense no era un ser más extraordinario que un masai o un pigmeo, difícilmente asimilables como seres humanos, y más si tenemos en cuenta que el campesino de la época creía en la existencia de gnomos, duendes y hadas, o , cuando menos, formaban parte de su concepción de las cosas aún sin creer en ellos.
Esta cultura tan rica en mitología doméstica en el plano oral y escrito, produjo un sinfín de imágenes a cargo de pintores e ilustradores como Richard Bovet, en el S. XVII (entre otros muchos) y un auténtico sinfín en el tránsito entre el S.XIX y el XX (T. Crofton Croker, Arthur Rackham, Wilma Hickson, J. F. Campbell, Jacobs, Steel, Williams Ellis, Croker o el mismísimo Tolkien).
7.2.2-La expansión colonial y los otros mundos
La inglaterra victoriana estuvo marcada por una prosperidad burguesa basada en el comercio alimentado por las colonias . Los exóticos productos que probaban la existencia de tierras lejanas y distintas alimentaban la fe en descubrimientos nuevos salidos de entornos diferentes, a la vez que germinaba una sociedad industrial por y para la burguesía.
El puritanismo de las costumbres de esta sociedad burguesa ofrecía, como válvula de escape del tedio, la publicación de libros con grabados que recogían las historias que hablaban de parajes lejanos, no en el espacio, cada día más conquistado, sino en el tiempo, eternamente indómito. Los “viajes de Gulliver” mantenían su vigencia, como un clásico cuya sustancia iba mucho más allá de dos siglos atrás, pues el mismo fenómeno ocurría con los cuentos y leyendas del pasado, pero relegados al papel de lecturas de iniciación, de juventud ensoñadora, cuya temática, no obstante, era patente en los pintores prerrafaelitas e incluso en los primeros fotógrafos pictioralistas.
Francis Frith (paisaje incluyendo la tienda de revelado) |
Francis Frith |
La literatura, análogamente, infiltraba, como réplica al naturalismo social de Dickens, nuevos planteamientos en dos vertientes: el análisis social, mordaz en casos como Wilde o Bernard Shaw, o bien mediatizando la narración en paisajes cargados de intrahistoria mítica (caso de Meredith o Hardy, o, más tardíamente, la búsqueda del mito en tierras lejanas en el tiempo y/ o en el espacio (G. Eliot, Conan Doyle, Joseph Conrad, Stevenson o Kipling).
Era lógico, por tanto (y de lógica vamos a hablar) que una obra como “Alicia en el país de las Maravillas” tuviese tanto éxito en una sociedad árida de canalizar su necesidad de un paisaje a la vez fantástico y cercano.
El artificio paisajístico de Wonderland es fácilmente asimilable por un público que sabe leer desde su infancia histórica el paisaje de símbolos, pero su auténtico impacto radica, además de su actualización a base de elementos típicos de la vida victoriana, en la disposición de las cosas a través de la lógica del lenguaje y el pensamiento, no siempre en concordancia con la disposición de la naturaleza.
Asimismo, la particular visión que Carroll (que trataré con más profundidad en un próximo apartado), hereda sin duda del paisaje literario tradicional, produce una excepcional caricatura gracias a una relativización del espacio análoga a la de Swift, pero sin salir del jardín de casa.
Los avances de la óptica, de importante aplicación científica, inspiran a Carroll la visualización de bosques de césped y flores, por no hablar de su revisión del bosque tras cuyos árboles todo puede aparecer.
En “A través del espejo” el bosque mítico adquiere una novísima revisión del paisaje de símbolos. El bosque en el que las cosas no tienen un nombre es, de hecho, el propio universo, en la medida que se aparta de las criaturas manipuladoras de símbolos que etiquetan porciones de él, porque, como Alicia había recalcado pragmáticamente, “es útil para la gente que les pongan nombre”. La conciencia de que el mundo por sí mismo no contiene signo alguno (que no existe conexión alguna entre las cosas y sus nombres, a no ser a través de una mente que encuentre las etiquetas útiles) es, huelga decirlo, el nombre, una apreciación filosófica trivial, pero ¿no constituye el nombre una definición? ¿No esconde toda definición una delimitación, una descripción del contorno de las cosas? Carroll solo puede jugar con su bosque literario porque ya habría sido definido previamente. Si no, por lógica, no existiría.
Recreación del universo de Carroll para Museo de Cera de Barcelona |
7.3-Tolkien y el paisaje artificial.
Si quisiera resumir lo más brevemente posible la disertación que he desarrollado hasta aquí, lo mejor que podría hacer sería recomendar a buenos entendedores la lectura del cuento "“HOJA” de Niggle", de J.R.R. Tolkien.
Pese al carácter extremadamente simbólico de este exquisito cuento, es, posiblemente, la obra más esclarecedora del modo de entender la existencia por parte del autor.
Un hombre tiene que hacer un viaje, pero lo pospone constantemente porque tiene cosas que hacer: ha de acabar un cuadro que había comenzado representando una hoja y que se ha ido complicando hasta conformar un árbol, que poco a poco exige un cielo, unas montañas lejanas, un paisaje.
Sus quehaceres caseros y el constante y desigual intercambio de favores con su vecino le impiden finalizar el cuadro antes de que vengan a buscarlo para emprender el viaje al que la Administración le obliga. Tras un período de “rehabilitación social”, el pintor ( Niggle) es enviado a un lugar en el que reconoce el paisaje de su cuadro, mucho más avanzado, para ser “acabado”. Su antiguo vecino está allí para ayudarle. En el prólogo de la edición de Minotauro de 1981, J.C. Santoyo y J.M. Santamaría nos apuntan la fundamental idea de Tolkien: la necesidad de que la obra de arte tenga “la consistencia interior de la realidad”:
“La pereza, la falta de firmeza de Niggle, son transformados” del otro lado del túnel” en prontitud, orden, servicio, lo que cambia a la vez la visión fugaz del artista en “subcreación” o creación derogada. La “Hoja” de Niggle es así parte de lo que Tolkien llama el Arbol de los Relatos, de follaje innumerable, en el que cada hoja es todas las hojas”.
Debemos tener en cuenta el momento biográfico anterior a la gestación de esta obra, un período tenso y cargado de preocupaciones. La sombra de la guerra oscurece a Europa y no augura nada bueno a Gran Bretaña.Tolkien, temeroso de verse afectado directamente por la catástrofe, presiente, tal vez, la necesidad de hacer balance de su vida y su carrera hasta aquel instante.
"'Hoja', de Niggle", es algo más que una justificación de su propio trabajo literario. Es una justificación de la función social del arte, bajo el particular prisma de un peculiar católico romano, en un mundo que no es sino una preparación para un Más Allá al que el artista puede acercarse y entrever su grandeza gracias a sus dotes de percepción. El arte constituye para Tolkien la posibilidad de construir un paisaje en el que nuestros deseos no se vean reflejados, sino cumplidos.
Su paralelismo con Carroll puede fácilmente ser establecido pero existe una clara diferencia entre el paisaje del País de las Maravillas y el de Fantasía. El uno es racional, el segundo espiritual. Carroll establece relaciones insólitas entre las cosas. Hace del paisaje inglés de mitos y leyendas un decorado artificioso, onírico y no obstante lógico, aun cuando su lógica posea fines lúdicos. Tolkien, al igual que en su obra gráfica y pictóricam no hace del mítico paisaje inglés un recurso, sino que la revisa y lo renueva. Continúa la tradición con un sentir nuevo, pero es un justo heredero de Malory, aunque no debemos olvidar que ya Carroll le había mostrado el otro lado del espejo, en el que se reflexiona sobre la realidad condicionada por el lenguaje y la percepción, que, a la inversa que en Carroll, son el recurso para construir el paisaje de Tolkien.
“La labor de Niggle es, desde un estricto punto de vista social, plenamente válida, pues sirve de nexo de unión entre el mundo superior, esa región ideal que acabamos de mencionar, y la oscura y fría realidad de nuestro vivir cotidiano. El artista es el vigía encaramado en la cofa más alta del palo mayor, que desde allí transmite incluso los más leves atisbos de tierra a los míseros galeotes hundidos en la sentina. Pero esta misión no deja de tener sus peligros.
El camino de Fantasía es intrincado y, por si fuera poco, suscita y genera incomprensión en este mundo racionalista y utilitario que nos ha tocado vivir. No son pocos los galeotes que critican al vigía y no comprenden que también es arriesgado mantenerse en la cofa expuesto al sol y al frío, tratando de distinguir la línea de la costa entre la bruma o la proximidad de tierra firme por el vuelo de las aves. La incomprensión y hostilidad de sus convecinos es uno de los tributos que debe de pagar todo aquel que destaca [...] Para él Fantasía, el intento de acercarnos a ese Reino y de cominar sus sendas supone un medio de lograr nuestra realización como personas y nuestro acercamiento y encuentro con el Más Allá” (Santoyo)
Los paisajes de Tolkien, tanto los literarios como los pictóricos, recrean geografías perdidas en un pasado imaginado por la historia y por la lírica. Lo que resulta asombroso es la claridad conque Tolkien asume el tema de la representación y su condición fraccionaria (el culto al fragmento) y cómo lo expone a través del paisaje, en el que la armónica unión de los elementos posibilita que cada uno de ellos contenga la obra completa, convirtiendo así a ésta en un todo que se incluye en EL TODO que la justifica.
Desde el punto de vista de Tolkien, el arte del paisaje implica la previsualización de un paisaje superior, más perfecto y dotado de todo cuanto llena nuestras necesidades y espectativas. De un modo particular, se ve irremisiblemente atraído por los significativos accidentes geográficos descritos en la tradición legendaria inglesa, viajando con la imaginación a lo que incluso para Malory había sido un pasado mítico, dotando al paisaje del don de definir en el tiempo y viceversa.
“El señor de los Anillos” y “ El hobbit” constituyen ejemplos de esa sabia recreación del paisaje, ignoto no por su lejanía espacial sino temporal "'Hoja', de Niggle" no sólo supone la demostración por parte de Tolkien de su clara conciencia del, llmémosle (ya que he utilizado de un modo particular el término) idiolecto paisajístico (un paisaje cultural subliminal) sino que además nos ayuda a vislumbrarlo en el corpus literario anglosajón y análogamente en el de otras culturas.
La Metáfora del Paisaje de Niggle no solo implica una relación entre el arte del paisaje y una realidad metafísica, sino también una perición de perfección a la Realidad Natural que va más allá de un reproche. El paisaje de Niggle exige un amorosa comprensión de los dones de la Naturaleza que el mismo Niggle, en su febril actividad artística,inconscientemente, había ignorado. Tolkien nos pide comprensión con la Naturaleza, una sana curiosidad que nos ayude a ponerla de nuestra parte.
8-Naturaleza y artificio
El paisaje que nos rodea ha sido metamorfoseado por nosotros y la existencia de reservas naturales convierte a la 'Naturaleza Espontánea' en una pieza de Museo, cuyo mayor atractivo, por desgracia, es la simple curiosidad que mueve al turista a visitar parajes distintos a los de su vida habitual, para retenerlos en un resumen memorístico o, “mejor” aún, en una fehaciente prueba fotográfica de su estancia en aquellos lugares. Una curiosidad similar a la que suscitaban los bestiarios y jardines botánicos de antaño.
Decoración de una sección del zoo de Omaha |
Hablábamos, al principio de esta reflexión sobre el arte del paisaje, del hecho de que el hombre crea el género paisajístico a partir de una nueva visión de la Naturaleza que excluye el miedo a ésta y a los sacrificios que la extracción de sus frutos exige.
Un hombre que admira un entorno paisajístico lo hará sólo si no lo teme o si no lo trabaja (afirmación extremada, tal vez, pero significativa; es posible admirar una naturaleza hostil y dura, pero indudablemente no es sencillo) . Si su curiosidad le lleva a conocer entornos nuevos deberá vencer temores y sacrificios. Actualmente le basta con ver reproducciones carentes de riesgo y esfuerzo para satifacer su curiosidad, meramente contemplativa.
No voy a referirme a los Jardines y Parques Nacionales o Reservas Naturales nada más que para hacer la reflexión siguiente: su presencia no es natural. Sus entornos reúnen características escogidas por el hombre para decidir su conservación. La naturaleza creó lo que en ellos hay, pero constituyen una acotación artificial. De momento no voy a profundizar más en el tema, pero creo que se puede concluir qu representan distintas visiones posibles de una idea de la naturaleza que los hace asemejarse a Jardines creados artificialmente, en los que árboles y lagos son ubicados donde resulta más apropiado, conveniente y hermoso. Ya no son Naturaleza. Son una mera representación cercana a la reproducción, por muy exacta que esta sea.
La Naturaleza como Espectáculo sería un tema de tesis lo suficientemente extenso como para acotarlo, en este momento, en un mero apunte que quiero iniciar con una mención a los parques zoológicos.
La idea socialmente (o, más bien, institucionalmente) aceptada por la cultura occidental es que los “zoos” persiguen el fin primordial de proporcionar cultura y esparcimiento al gran público, además de suministrar material de trabajo a instituciones científicas para sus investigaciones fisiológicas y ecológicas.
Sin embargo, si los “zoos” modernos abandonan el antiguo concepto de la jaula y el barrote, es bastante evidente que buscan ofrecer un espectáculo más atractivo (y rentable) antes que instalar a los animales en las condiciones más parecidas a su ambiente natural.
Acuario en Nueva York de finales del s. XIX |
8.1-Breve introducción a la historia de los zoológicos.
El primer parque zoológico registrado por la Historia, lo creó alrededor del 1100 a. de J.C. el fundador de la dinastía Chou en China. Los bestiarios de los emperadores romanos dejaban pequeños a los gigantescos zoológicos actuales con sus centenares de leones, tigres y panteras, que alimentaban los espectaculares juegos circenses.
En los aviarios, acuarios y colecciones zoológicas que mantuvieran reyes y príncipes durante la Edad Media tienen su origen los modernos jardines zoológicos.
Uno de los primeros concebidos como instrumento auxiliar para el estudio de la historia natural fue el Jardin des Plantes, establecido en París en 1793. El Regent’s Park, nombre con que se conoce el “zoo” londinense se creó en 1826. El Hagenbeck Tierpak de Stellingen (Alemania) fue el primer parque zoológico moderno que adoptó la modalidad de exhibir animales de distintas especies en un cercado común, al tiempo que e convirtió en un gran centro distribuidor de animales. De hecho, Alemania ha llegado a contar hasta veinte grandes jardines zoológicos, algunos tan famosos como el Tioergarten berlinés.
En Norteamérica, el primero se instaló en Philadelphia en 1874, para dar paso, por citar los más importantes, al National Zoological Park (Washington, P.C. 1889) al New York Zoological Garden del Bronx Park y al de San Luís, ambos fundados en 1913. El Brookfield Zoo de Chicago se inaguró en 1920 y el de SanDiego en 1921.
A lo largo de este siglo se han instalado zoológicos en todo el mundo: Chapultepec ( México), Buenos Aires, concepción, Santiago de Chile, Belén, Viena, Roma, Lisboa, Zurich, Basilea, Amsterdam, Rotterdam, Gizen, Jartum, Pretoria, Johannesburgo, Alipore, Calcuta, Bombay, Karachi, Tokio, Osaka, Shangai, Sidney, Melbourne, Adelaida, PErth, Auckland, Wellington...
En nuestro país destacan los de Madrid y Barcelona, éste famoso gracias al único gorila blanco conocido, pero también hay recintos de no menor importancia en Vigo, Valencia, Fuengirola y otras localidades. Personalmente recuerdo en mi niñez haber visitado el de La Madroa, de Vigo, recién abierto con poco más de unos lobos, algún oso, un zorro y bastantes cabras. Hoy en día su fauna es más extensa y confirma que, de alguna manera, el número de especies acogidas por el zoo de una localidad sirve como medida para determinar la relevancia económica o cultural de dicha localidad, y, al fin y al cabo, uno de los posibles pasos en la carrera política de cualquier miembro del partido que ostenta el poder local, es precisamente la gerencia del zoo, cuya proyección pública determina el estado de salud de las instituciones culturales.
Pero el tema que me ocupa es el de los paisajes artificales construídos para estos recintos. Es cierto que la reconstrucción de paisajes se da en otro tipo de actividades herederas del mundo de los estudios cinematográficos y las ferias de recreo, como Disneylandia y sus derivados, pero en este sentido no existe un interés tan directo con respecto al tema del paisaje artificial, porque responden a orígenes narrativos y lúdicos. Tal vez hablaré de ellos en otra ocasión más oportuna, en el tercer bloque de este escrito, "El animal invisible", en el que me centraré de forma más específica en lo que atañe a la visión del animal y la naturaleza.
8.2-El paradigma fotográfico y la mentira en la estética de la divulgación naturalista.
Antes de empezar mi disertación, plantearé de antemano y abruptamente mi conclusión: la evolución de este tipo de “construcciones paisajísticas” está condicionada por la existencia de la fotografía. Más adelante trataré de explicarme al respecto, pero antes retomaré el hilo del comentario que hacía al final del capítulo, en el que me refería a la mentira en relación a la fotografía.
Efectivamente, ya me refería en el mencionado capítulo, aunque no estrictamente sobre el tema excluído del paisaje, a la tergiversación de la realidad que provoca la fotografía en base a su aceptación como imagen real.
Esta credibilidad de la imagen fotográfica nos da la oportunidad de prescindir de la presencia real de las cosas para admitir su existencia a través de sus imágenes fotográficas. Anteriormente a la fotografía, la pintura, el dibujo, la litografía y el grabado también servían para transmitir la imagen de algo a alguien que no lo tiene presente.
La fotografía se ha erigido como forma ideal de transmitir imágenes porque se ampara en su supuesta neutralidad. Quienes nunca habían visto un león ante sus propias narices, tal vez habían visto una reproducción en un grabado de un libro, o en una pintura, pero en esta imágenes se seleccionaban, inevitablemente, espectos considerados como significativos del animal. La llegada de la fotografía trajo la ilusión de poder ver la imagen de un león (continuemos, pues, con este ejemplo) tomada directamente, sin la intervención subjetiva del artista.
Con respecto al paisaje, hemos de recordar que, incluso antes de la aparición de la técnica de la fotografía existía ya la posibilidad de afirmar que, como ahora, era una verdad aceptada que entre el conjunto de espectadores con una educación media, el paisaje es generalemente concebido como un concepto que permanece al margen, indiscutiblemente, de política e ideología y que se refiere siempre a valores atemporales.
Mencionábamos, también, a la fotógrafa Deborah Bright (al respecto de su artículo "Of Mother Nature and Marlboro Men"-ver bibliografía-) quien observa que las imágenes de las tierras (en particular las Norteamericanas), tanto a nivel conceptual como histórico o literario “han sido utilizadas para evocar la constancia universal de una geológica y mítica América al parecer más allá de sus presentes vicisitudes”. Sin embargo, señala Bright, es una explicación demasiado simple de la cuestión, ya que las imágenes del paisaje no pueden ser percibidas sencillamente como un antídoto contra la política, “como un Salve Pastoral que nos arrulla de nuevo a través de algún primitivo sentido de nuestra propia insignificancia”.
La modernidad del término “paisaje” en la historia del arte occidental lo demuestra en cierto modo. El género paisajístico adquiere su más álgido momento de prestigio en los siglos XVII y XVIII.
En la tradición aristocrática clásica de la pintura, los paisajes eran principalmente campos para nobles actividades (jardines cuidadosamente cultivados arropaban a los dioses y héroes que los popularizaron). Con el triunfo social, en el S.XVIII, de la burguesía mercantil en Holanda, apareció un nuevo tipo de paisaje.
Aparentemente se trataba de un paisaje más “natural” que celebraba la propiedad privada: molinos de agua y de viento, barcos mercantes atracados en el puerto, tierra de cultivo, granjas... el estado burgués.
La pintura inglesa de paisaje, en el S.XVIII, seguía el modelo Holandés, aunque suplantaba la fórmula de su calidad con la agudeza científica de las ciencias empíricas y su descendiente, la tecnología.
La palabra “paisaje” en inglés, se refería entonces, específicamente a las pinturas Holandesas, y sólo más tarde denotó la idea más amplia de vista, panorámica o perspectiva.
Así, tal y como decíamos anteriormente, tanto si es noble, pintoresco, sublime o mundana, la imagen paisajística conlleva la impronta de su “pedigree” cultural. Un paisaje determinado incluye un enunciado seleccionado y construído. Tal construcción basada en selectos elementos incluidos o excluídos del cuadro ha siso el origen de la mayoría de las anotaciones de la crítica a lo largo de la historia del paisaje, pero el significado histórico y social de dicha selección de elementos rara vez ha sido abordado o incluso intencionadamente eludido.
Deborah Bright señala con gran agudeza algunas de la motivaciones sociopolíticas que condicionan la selección de los elementos a través del trabajo de los grandes fotógrafos que inauguraron su historia más personal y cuyas imágenes, según Bright, concebidas bajo la visión del ideal del colono americano ya no reflejan solamente el espíritu de una cultura, sino la imagen emblemática de un estado, imagen en la que la mayoría de la población nacional no sólo no se ve reflejada sino que percibe opresión (negros, hispanos, judíos, homosexuales).
No voy a repasar un tema excelentemente abordado por D. Bright, pero me sirve para establecer cierto paralelismo con el culto a la “Naturaleza salvaje” (que en Norteamérica, curiosamente, coincide con la eliminación del “ problema Indio” y el florecimiento de la Industria Fotográfica)
Podemos, como digo, parangonar el fenómeno del culto a la Naturaleza de la América de finales del siglo XIX con la actual renovación en la cultura occidental de una magnificación de la vida natural salvaje, en ambos casos motivada por la toma de conciencia de su exterminio.
Los zoológicos nacieron, en cierto modo, caracterizados por la misma nostalgia rezumante de una vida que se había convertido en algo artificial y obsoleto. La curiosidad y el esparcimiento en una naturaleza controlada motiva la asistencia a reservas naturales, jardines botánicos y parques zoológicos. En todos ellos se busca, además de lo no cotidiano, el reencuentro con un entorno natural, un paisaje, perdido en la memoria. Prueba de ello es que los más modernos parques zoológicos creen haber agotado la fórmula de exponer ejemplares animales como representación de la naturaleza ajena, sino que éstos han pasado a ser figurantes en escenarios que reproducen sus entornos naturales de origen. Mientras las selvas del mundo son devoradas por la maquinaria occidental, el hombre reconstruye trozos significativos de estos paisajes artificialmente.
A los primeros zoos les bastaba como atracción la simple presencia de los animales, evidentemente ya no en su estado natural. Más tarde, la media de la población occidental había visitado un zoológico o, cuando menos, había visto fotografías de los animales y sus entornos de origen.
No insistiré en la importancia documental de la fotorafía en este sentido, que, poco a poco, completó esa imagen que de los animales se tenía en los paisajes que condicionaban sus catacterística. El cine y la televisión han hecho que (en una sociedad que ve los animales, principalmente, pinchados en el tenedor o ladrando a sus pies) forme parte de nuestra cultura visual la captura de un antílope por un gran felino en un país lejano, con una vegetación, un clima y una geografía determinada y reconocible.
La imagen fotográfica conlleva una apreciación aparentemente minuciosa del detalle. Su calidad en aumento se basa en la mayorapreciación del detalle.
Ahora sabemos mejor que nuestros antepasados, aún cuando los leones desaparecieron de Europa hace más de mil años, que estos animales son algo más que un gran gato con melena, sino que su color terroso se aclara en su hocico, que poseen una peculiar caída de párpado y que se mueven de un modo particular. Conocemos sus hábitos y costumbres. Los hemos visto cazar y copular. Todo ello a través de imágenes fotográficas que evocan un mito paisajístico de la actualidad: la sabana africana.
Del mismo modo, a través de la visión de entidades tan fácilmente calificables como National Geographic asistimos a la misma colonización cultural en todos los rincones del mundo. La reverenciada exactitud de las reproducciones fotográficas ha hecho que los espacios que acogen a los animales de los zoológicos del mundo sean insuficientes en detalles de un modo evidente, hasta el punto de que no basta dar al animal un entorno cómodo, sino reconocible como su propio entorno a la vista de sus espectadores humanos. No se trata de rodearlo de su vegetación autóctona sino de situarlo en un decorado naturalista (no natural).
Si, por ejemplo, el zoo de Barcelona quiere asumir esta nueva concepción de galería tridimensional de paisajes (ya lo hacen zoológicos como el de Berlín, Londres o Nueva York) es posible que tenga dificultades para exponer sus ejemplares de lemúridos de Madagascar en una porción de bosque malgache. ¿Cómo disponer a corto plazo de un baobab, de un baniano, o del resto de árboles y plantas autóctonos? ¿Qué decir de sus elementos geológicos y climáticos? Es demasiado complejo a no ser que se reproduzca artificialmente, poniéndose la meta, propia de un espectáculo, de crear en el espectador la ilusión de entrar en las profundidades de la naturaleza malgache.
Ignoro si los makis de cola anillada apreciarán la diferencia, pero es evidente que el público accederá a un paisaje de que poseía referencias fotográficas, y son éstas el modelo de recreación, y comtemplará ante sus ojos las formas orgánicas de una baniano y de una baobab aunque su extraordinario parecido con un árbol de verdad contenga un conglomerado de polietireno, arpillera, fibra de vidrio y poliéster. Da igual. El efecto de la imagen fotográfica ha sido conseguido, por si fuera poco, en tres dimensiones. Y, como en el cine, se ha añadido, además del movimiento de los animales (y mecanismos de efectos especiales disimulados entre la combinación de vegetación natural y artificial) el de la húmeda bruma (lluvia micronizada - riego aéreo a base de ultrasonidos-) y los sonidos de la jungla (efectos sonoros con equipamientos digitales sofisticados) incluso se incluye (en el que yo tomaba parte activa al comenzar a desarrollar este discurso) el añadido de pequeños efectos dramáticos como proyecciones que simulan fugaces vuelos de murciélagos.
Ya no es suficiente convertir las reservas naturales en parques de atracciones donde contemplar el vuelo de un buitre o un insólito “geiser”; alguien se ha dado cuenta de que el público más ávido de naturaleza en conserva es urbano, que prefiere tenerlo todo más y más accesible cada vez. ¿Qué quién se ha dado cuenta? Bueno, entre otros muchos, el hombre para el que trabajé en la instalación "Madagascar", el director artístico Victor Alarcón, que parece convencido de encontrar un camino profesional interesante en el mundo de los espectáculos de difusión cultural, viables a través de instituciones como los museos de ciencias o los Zoológicos. He de aclarar que, anteriormente, Alarcón había creado ambientaciones y decorados para el teatro y el cine, así como para el Museo de Cera de Madrid y el de Barcelona, creado por su padre, Enrique Alarcón.
Merece la pena apartarnos un poco del tema y hacer un poco de historia.
8.3-Inciso: La escenografía al servicio de la fotografía y el cine. El caso ejemplar de Enrique Alarcón en el cine español.
Si repasamos la filmografía española, desde los años cuarenta a casi los ochenta, comprobaremos que gran parte de su producción, incluyendo algunos de los films más importantes, nombran en sus títulos de crédito al director artístico Enrique Alarcón, sin lugar a dudas el hombre que más ha sabido, en nuestro país, acerca de la recreación de espacios reales e ilusorios, que es, además el único personaje catalogable como auténtico director de arte en todo la historia de la cinematografía española, a excepción, quizás, de Gil Parrondo. Un creador de imágenes fotográficas a través del artificio cuya capacidad de representación harían tartamudear a Roger Scruton.
Vayamos al pasado, no tan lejano, en el que la estética española del esperpento Valle- Inclanesco convive con el folletín, en una industria cinematográfica destinada a cicatrizar las huellas de la guerra civil. Hace años, antes de que el llamado “cine de autor” acabase definitivamente con el sistema de estudios cinematográficos en nuestro país (unido a la aplastante competitividad comercial de los estudios norteamericanos) cuando los artesanos españoles eran, posiblemente, de lo mejor en el ramo de los decorados para cine (y extraordinariamente baratos para los productores americanos, como atestiguarían muchas producciones a finales de los años cincuenta y durante los sesenta).
Concluída la guerra civil, el régimen de Franco condicionará rigidamente el tono y la ideología de los temas de nuestro cine, uno de cuyos exponentes es el mismísimo generalísimo (bajo seudónimo). Sin embargo, incluso bajo ese férreo condicionamiento, logra surgir una sólida generación de profesionales cinematográficos. Es la época de realizadores como Rafael Gil o José Luís Sáenz de Heredia, de las producciones de Cifesa o Sevilla films.
Los profesionales españoles de la época no sólo tenían que hacer frente a la omnipresente censura, sino que debían suplir con ingenio la patente falta de medios.
El director artístico crea la ambientación de una película. Junto a sus colaboradores diseña el vestuario, compone los espacios interiores, localiza los exteriores y adapta las necesidades de cámara al estilo marcado por el director. En nuestro país, además, necesitaba dosis extra de imaginación.
Estudiante de arquitectura antes de la guerra, Enrique Alarcón se inicia en el campo de la dirección artística de la mano de Pierre Shildneck, gran decorador ruso que Ufilms, filial de la Ufa alemana, había traído a nuestro país para la formación de técnicos españoles.
Condicionado por el momento sociopolítico, el trabajo de Enrique Alarcón muestra, junto a una extrema e inventiva solvencia profesional y una contundente versatilidad y dominio del espacio, su capacidad para recrear minuciosos ambientes de corte popular. Su trayectoria resulta ejemplar, tanto por la perfecta aplicación de recursos clásicos como por el desarrollo de imaginativas innovaciones.
La presentación fotográfica de un incendio de “La Venganza”, de Bardem, quizás bastaría como argumenteo contra Scruton, que si hubiese visto una fotografía de rodaje de la escena, habría comprobado que ni la parafernalia necesaria, ni la foto fija que muestra el truco, representan nada, sino que sólo reproducirían el trabajo de los técnicos y asistentes de rodaje. Sólo la fotografía resultante, para la que ha sido diseñada un paisaje nocturno iluminado por las llamas, representa algo: un incendio.
Esta noción de recreación de la realidad la traspasó Alarcón, a modo de “reconversión industrial”, en los años setenta, muertos los estudios cinematográficos, a la creación del Museo de Cera de Barcelona, después de haber dirigido la construcción del de Madrid, que pronto pasó tambien a su cargo en cuestiones de decoración.
8.4-El director artístico y los nuevos medios.
Hijo de una tradición profesional dedicada a la recreación de la realidad, Víctor Alarcón apuesta por una renovación de los objetivos de su capacidad profesional, que también ha experimentado en el cine y en el teatro, así como en soluciones creativas, lo más renovadoras posible, en el “tradicional” marco del Museo de Cera, y muy concretamente, en la recreación del paisaje mítico céltico (al que anteriormente nos referíamos) en el espacio “ El Bosc de le Fades”, ingeniosa solución para un café-bar (imperativos económicos) no exento de encanto Kitch (eufemismo de 'hortera') que reproduce una pequeña arboleda en el límite de lo real y lo extraordinario, y que incluye una fuente y una gruta con un manantial de agua. La reproducción escultórica de los árboles ha exigido un acabado que antaño, probablemente, no hubiese sido tan exigente, a no ser instalando árboles reales.
Sin embargo, el acabado de textura, y el tratamiento de la luz a través del color (tarea que me fue encomendada) han perseguido dotar a esto árboles con “rostro” de una calidad verosímil (especialmente a la mirada de una cámara fotográfica), incluso al tacto.
Sin embargo, el Bosque de la Hadas, es un lugar abierto a la fantasía. ¿Qué ocurre si planteamos un proyecto como un bosque malgache que ha de ser habitado por lemures malgaches vivos?
Para empezar, las exigencias materiales nos limitan en la medida que un animal mordisquea su entorno no debería aficionarse al poliéster, pero el tema que me interesa no es ése sino la dimensión del proyecto.
Espacios similares han sido reproducidos en el Zoo de Nueva York, y asombran a los visitantes con su realismo, pero éste, evidentemente, tiene un límite. ¿Qué es necesario para que alguien crea estar en una selva sin estarlo, es más, sin haber estado nunca? Y yendo un poco más lejos ¿Podemos hacer que la visualización sea lo más agradable, lo más bella posible? ¿Cómo? Al fin y al cabo, tratándose de un decorado, es inevitable un criterio de selección, un criterio artístico.
Un pintor selecciona, arbitrariamente si quiere, los elementos que distribuye en la superficie del cuadro. Un fotógrafo busca un ángulo de visión y una perspectiva que reúnan los elementos significativos del paisaje que quiere representar, contando en ambos casos con la complicidad del espectador que no sólo reconoce dichos elementos, sino que se ve influído por su distribución. Esta, en la naturaleza, sigue un criterio que, tradicionalmente, al hombre se le ha antojado caprichoso, aún cuando todos sabemos que no es así, ya que nos parece caprichoso, caótico, todo tipo de ordenación cuya ley de orden desconocemos en profundidad.
En el caso concreto de esta ambientación en el zoo barcelonés, las exigencias espaciales tienen un marcado carácter arquitectónico pues, en un espacio relativamente pequeño hay que disimular paredes, techos, columnas adosadas y vigas maestras, función otorgada a la reproducción de un baniano (especie de higuera tropical cuyas ramas proyectan raíces aéreas que constituirán nuevos troncos).
Los árboles que lo rodean son reales, como el musgo que los cubre, que se mantiene vivo gracias a la lluvia micronizada. Sin embargo, estos árboles (o, más bien estos fragmentos de árboles que soportan un conjunto de hojas naturales fosilizadas con silicona combinadas con hojas y ramas artificiales) no han sido traídos de Madagascar sino de Lleida, de un bosque autóctono catalán. Sólo su distribución simulará la densidad de la vegetación de Madagascar (día a día, dicho sea de paso, más escasa, tanto en Madagascar como en la mencionada instalación -el paso del público es un importante factor de erosión-).
Las paredes rocosas se habrían resuelto a base de grandes fragmentos basálticos de una cantera de Girona (única cantera de basallo de la península), pero al final, el polyéster ha sustituído a la piedra.
La fusión entre elementos naturales y artificiales exigen del acabado de estos últimos una semejanza a su referentes relativa al grado de observación que el público tiene de ellos. Las formas rocosas de Madagascar y el aspecto de un baniano real podrían fácilmente parecer artificiales, lo que exige por un lado, despreocuparse de lo insólito del aspecto de las reproduciones, pero por otro procurar que, pese a todo, se parezcan a los minerales y plantas que estamos acostumbrados a ver.
Es significativo pensar que una planta extremadamente lustrosa y sana nos puede hacer pensar que es de plástico, mientras que las plantas artificiales suelen imitar, no solo la anatomía de sus referentes naturales, sino también sus defectos y achaques más frecuentes. He visto durante años en más de una casa floreros cuyo contenido estaba eternamente un poco mustio.
El efecto conseguido con el conjunto se asemeja a una fotografía tomada en Madagascar, pero nada más. La decoración, en estas casos, se comporta como la fotografía: muestra un fragmento de algo que interpretamos visiblemente como real, pero su profusión de detalles se aprovecha de nuestra ignorancia, creando una mera ilusión, cuyo atractivo principal reside en atravesar la ventana de las fotografías y películas, bien documentales o bien de exóticas aventuras tarzanescas.
Cualquiera que haya leído las reflexiones de Roland Barthes sobre la fotografía (o, mejor dicho, las fotografías) tanto si comparte su criterio estético como si no lo hace, se habrá sentido identificado con el conmovedor sentimiento que Barthes experimenta al contemplar las fotografías del pasado, en busca de aquello que todavía permanece en el presente.
Al igual que los fragmentos de esculturas griegas conmovían al hombre renancentista, las fotografías constituyen el conocimiento fragmento del pretérito perfecto del siglo veinte y un conjunto de espejismos del siglo diecinueve. Pequeñas ventanas al pasado cuyos oxidados goznes imposibilitan su abertura, ocultándonos la visión de aquello que rodea unos cristales pequeños y poco más que traslúcidos.
La seducción fantasmagórica de estas imágenes nos produce dos efectos paradójicamente contradictorios: por un lado, nos hace ignorar la dimensión técnica y artística de las que dichas fotos surgieron, no pudiendo interesarnos más que por las gentes y lugares que se asoman al presente. Por otra parte, su calidad de reliquias del pasado les otorga un carisma que, como a un simple plato del Siglo I a. C., las incluye en la categoría de objetos que alcanzan el honor de ocupar un espacio en los Museos de Arte.
El genio artístico de Fidias sólo podemos entenderlo bajo la subjetiva mirada de nuestro presente. Fidias, ante todo, era un escultor, un artesano de oficio. La consideración sobre lo que era el arte para sus coetáneos es, en realidad un misterio. Poco sabemos de lo que Fideas era, aparte de escultor.
Debo confesar que no puedo contemplar del mismo modo una obra de la que no sé nada acerca de su autor, al margen de su calidad, que otra a la que superpongo una abstracción de los datos biográficos y artísticos de éste.
Mis sentidos son más activados por la curiosidad al contemplar un film de Franco, un óleo de W. Churchill, un cuadro de Miles Davis o una fotografía de Diane Keaton. A menudo, la autoría (en su sentido más profundo) del conjunto de una obra basada en una actividad concreta, oscurece e ilumina a un tiempo nuestra observación de esa obra. No conoceríamos los lienzos de John Houston si su genio cinematográfico no provocase una amplia investigación sobre todas sus actividades vitales. Sin embargo, pese a la calidad de su obra pictórica, no puedo evitar relegarla a un segundo plano de sus aptitudes artísticas, produciéndose una reacción que tilda a estas pinturas como pertenecientes a una “segunda división” de la liga del Arte pictórico, cuando lo son ,solamente, en principio, del arte potencial de Houston.
El legado musical de Walt Disney o de Charles Chaplin sufren injustamente un olvido similar al de las acuarelas de Hitler. Las pinturas del fürer, aunque mediocres, no son tan malas como para recibir las duras críticas de ciertos artículos que explotaban el morbo de la autoría de estas obras, a modo de castigo histórico a tan siniestro personaje ¿Qué decir de las pinturas de Tolkien, las facultades canoras de Lee Marvin? El genial bailarín Fred Astaire no pasará a la historia como el gran cantante que fue. La voz, en cambio, niega a Sinatra la entrada en el paraíso de los bailarines de bodevil americano. El Noam Chomsky lingüista oculta al filósofo, y el genio polidisciplinar de Abu Ali at - Husain ibn Abdullah ibn Sina sólo es conocido a través de la historia de la medicina como el médico Avicena.Pocos conocen a cierto fotógrafo llamado Santiago Ramón y Cajal.
8.5-La estética de Lewis Carroll y el paisaje artificial. El fotógrafo como autor. C. Dogson ante el espejo
Helmut Gernsheim, máximo historiógrafo reconocido de la fotografía, debió verse afectado por sentimientos similares a los descritos cuando, en 1949, como describe Brassaï "... cayó en sus manos un aficionado de la era victoriana que, para su sorpresa, identificó como Lewis Carroll. Por este hecho, el escritor y poeta dejó entrever al hombre, al aficionado a la manuscrito titulado “Alicia en el país de las Maravillas”". Pero, como dice Tueedledee en “A través del espejo”, “si así fue, así pudo ser; si así fuera, así podría ser; pero como no es, no es. Eso el lógica”.
Y es que Carroll, Charles Lutwidge Dogson, burgués de vida ordenada, apacible profesor de matemáticas en la Universidad de Oxford y de lógica en la High School de la misma localidad, era un Leonardo da Vinci victoriano cuya filosofía, llámese lógica, en todas sus actividades es, en palabras de Wittengstein (extraídas de un artículo publicado en el nº 109 de 'Philosophische Unterschuunge') “una lucha contra el embrujamiento de nuestra inteligencia por el lenguaje”. Carroll no es un literato, es un domador de lenguajes. Alfredo Deaño, cuando nos introduce a la obra lógica de Carroll, alude a la conciencia que Carroll tenía del hecho de que “una obra no tiene solamente -o no tiene por qué tener tan sólo- el sentido que su autor haya querido atribuirle” (Carroll, L.: "El juego de la lógica", Alianza Editorial 1972)
Sea como fuere, no podemos hablar de Carroll como autor fotográfico ignorando sus otras actividades, porque perderíamos dos de los aspectos más interesantes de la fotografía en general:
1- Su dimensión lúdica. La fotografía como afición o
divertimiento.
2- Su carácter documental, su registro automático de da-
tos materiales del pasado.
Carroll ejemplifica el término “fotógrafo” a través del potencial autor que todo aficionado lleva dentro, pero, además, es seducido por la aparición de la fotografía en su vida (como cualquier otro fotógrafo en sus comienzos) cuando ésta hace su aparición en la vida de la sociedad accidental (como todos los fotógrafos coetáneos suyos, pioneros del nuevo arte).
La originalidad de Carroll como fotógrafo estriba en que no otorgó una dedicación profesional a la fotografía de modo similar a su dedicación literaria, cuya grafía de modo similar a su dedicación literaria, cuya profesionalidad nunca fué intencionada, sino casual.
Hace un tiempo, no mucho, me sedujo una fotografía reproducida en un libro histórico-antológico de grandes autores.
En la fotografía, una muchacha de largos cabellos, una joven mujer de mirada inexplicablemente triste, mira a la cámara con la misma seguridad que una Monna Lisa desprovista de su sonrisa seguiría contemplando a Leonardo.
El retrato, magnífico, es obra de Julia Margaret Cameron. La joven retratada, y ahí radica el obsesivo interés que me inspira esta foto, es Alicia Lidell, la misma Alicia que inspiró el más famoso personaje creado por Lewis Carroll.
Por una parte, este retrato, como los de Carroll, evoca lo que de Alicia hay en su imagen especular literaria, por otra me remite tanto a los retratos de la Lidell realizados por Carroll como al conjunto de retratos realizados por el reverendo Dogson. Alicia es sólo mera especulación. Alicia Lidell fue una mujer concreta, pero lo que de ella podamos saber también entra en el terreno de la especulación histórica. Descubrir su imagen, su reflejo fotográfico, reproducción fiel de su apariencia física, nos conmueve de forma similar (sin ánimo de ser irrespetuoso) al poder seductor de la sábana santa de Turín. Merece la pena reflexionar sobre estos sentimientos.
En un principio, cuando, en los cursos de doctorado del departamento de Imagen de la facultad de Bellas Artes de Barcelona, el profesor M. Laguillo propone como línea de trabajo el tema “El fotógrafo como autor”, sugiere la elección de un autor reconocido para comparar su producción con la de sus coetáneos no reconocidos. La elección de Lewis Carroll obliga en cierta manera a una inversión de dicho planteamiento, ya que Carroll no es reconocido como fotógrafo en su tiempo, sino en el nuestro, y de un modo casi accidental.
Lewis Carroll, como autor, goza del privilegio de poder ser observado como un aficionado de excepción amparado en su talento polidisciplinar, y en su indiscutible maestría de la técnica fotográfica. Su importancia no radica en el legado de estas ventanas a su mundo, sino en el hecho de habernos dejado a la vista las llaves para abrirlas.
La adaptación al teatro de la recopilación de sus cartas a niñas a cargo de Hermann Bonnin y Sabine Dufrenoy (que tuve ocasión de presenciar en el teatre Malic de Barcelona en Mayo de 1993) reproduce un sintético decorado de fantasía victoriana en el que Dogson - Carroll mantiene “monólogos dialécticos” con una representante de sus amigas niñas.
A un lado de la escena, un espejo. Al otro, opuesta al espejo, una antigua cámara fotográfica. Carroll atrapado, en su mundo, entre los límites de la imagen especular y el ojo de la cámara.
En un espejo de uno de los pisos que he habitado en Barcelona, todavía se leía una leyenda toscamente garabateada por un antiguo inquilino: “Aquí te ves como ves que te ves al verte visto”. Aunque desconozco la autoría de esta frase, su lectura me recordó inmediatamente a Lewis Carroll y es que, dejando a un lado (si es posible) la calidad de su obra fotográfica, lo que posibilita que se le considere autor por encima de su carácter de aficionado, es su clara conciencia de las implicaciones filosóficas de la imagen especular, de la simetría implícita en la inversión óptica de la imagen fotográfica, de su relativización del espacio y del tiempo, a través de su expresión mental, lingüística.
Esta proeza intelectual, que se sirve de las ilimitadas limitaciones de la lógica, sirve a Carroll para entrar en el país de las Maravillas reflejando en el espejo, ese espejo que nos hace preguntarnos a qué lado de él nos encontramos. El juego, para Do-do-dogson, es una forma de entender las cosas más que una mera diversión, ya que el fin de ésta es la risa incontenible, la sonrisa espontánea. Carroll controla la risa para retener la verdad que la provoca. La fotografía, la poesía, la narrativa, le ofrecen distintas formas de jugar, pero para los fines de Carroll es necesario no apreciar lo visible de las cosas sin sacar conclusión alguna.
8.5.1-Sobre la risa y la imagen en el mundo fotográfico de Lewis Carroll.
La palabra RISA su concepto y su concepción, su esencia y su causa, están íntimamente interrelacionados con el concepto, con la concepción, la esencia y la causa de la palabra MECÁNICA. Lo mecánico es prontamente irrisorio. Reconocer la forma, ver la realidad desnudo, en su esqueleto formal, provoca hilaridad. Toda actividad se basa en una mecánica, una serie de movimientos con un orden o con varias órdenes. Si yo subrayo mi manuscrito para hacer hincapié en algún aspecto del discurso al lector, tomo una importante decisión si después no lo hago evidente durante su lectura oral. Desentrañar la simpleza de una mecánica a golpe de vista, intuir las leyes físicas que rigen los movimientos que le dan forma provoca hilaridad, puesto que todo nuevo descubrimiento acerca de los “porqués” de las cosas es señalado con una marca, un hito, un mojón; un punto, una línea, una sombra, una luz, una nota, un “ya”, un !Há!, un “ !ajá!, un “!ajajá!, o una incontenible carcajada: una señal rápida. Un acelerado (precipitado) testimonio de identificación del entendimiento. “Ja” significaría “ya”, “sí”, “lo he cogido”; lo entiendo. Recibido.
La risa más breve delata que el cerebro ha archivado con toda certeza un nuevo dato; ha corroborado un conocido. Si algo es aplastantemente reconocible, si su mecánica ya había sido desentrañada con avidez, y grata sorpresa, el “ja” se emite como exteriorización energética de un pretérito y menudo esfuerzo mental.
Por otro lado, lo primero que el Ser Vivo que el hombre lleva escrito en sus genes experimentó, probablemente, fue la comprobación de la presencia mediante la ausencia. La experiencia de un sólo instante, si pudiese existir un instante único, equivaldría a la eternidad, al infinito: la nada. La “distancia” entre un latido de corazón y el siguiente nos ha dado medida del tiempo antes de ser conscientes de nuestra propia conciencia del tiempo.
En este sentido, Lewis Carroll, que relativiza constantemente el espacio y el tiempo en las dos odiseas de Alicia, limitando la risa a una sonrisa de asentimiento, encuentra en las fotografías una congelación del fenómeno especular, un soporte perfecto para establecer un particular juego entre espacio y tiempo.
Los retratos de Carroll son fruto de un juego tan serio que sólo puede ser comprendido por un conjunto selecto de cómplices. Su preferencia por las niñas (un grupo escogido de ellas) no es casual. Su lógica aparentemente neurótica encuentra justa réplica en la inteligencia de sus pequeñas amigas, como comprobaremos con la lectura de su correspondencia.
Dogson ingeniaba todo tipo de gracias para atraer a “sus” niñas, pero lo que buscaba era compartir su risa, y no, sencillamente, provocarla.
Si no se desentraña la simpleza mecánica que provoca la risa, se crea un desconciero, una suerte de pereza mental, que, si no atisba una mecánica, la inventa y provoca la mal llamada risa espontánea ante lo nuevo, lo chocante. Mecánica y forma entrañan cierta equivalencia.
Es frecuente que una fotografía provoque la risa de quien no tiene la costumbre de hacérselas. Lo chocante de su propia imagen vista desde fuera le hace reír. Carroll comparte esa risa con sus niñas, pero no con nosotros. Casi todos sus retratos muestran rostros terriblemente serios y circunspectos que se nos antojan melancólicos, pero que denotan una pose bien asumida. Son retratos muy diferentes de la indagación psicológica y humana de Julia Margaret Cameron, preocupada por armonizar una expresiva espiritualidad (acercamiento al rostro) con una composición armónica (de inspiración pictórica aunque conscientemente fotográfica) de luces y sombras. Esta espiritualidad es entendida como algo sublime, algo serio. Los retratos de la Cameron no sonríen, e incluso ostentan un melancólico brillo en sus ojos. Es cierto que la fugacidad de la sonrisa estaba reñida con las largas exposiciones necesarias en la época (Carroll escribe numerosos textos en los que ironiza sobre este hecho), pero la seriedad de Alicia Lidell me parece distinta en las fotos de Carroll, más sencillas y “naturales” que las de los profesionales. Si observamos el retrato que Cameron realiza a la niña Esme Howard en 1869 intuímos una noción del espíritu que nos recuerda a los personajes de la Brönte. Carroll no viaja a las profundidades espirituales de sus modelos, sino que las convierte en cómplices de un juego personal.
Técnicamente, Carroll huía de los fondos convencionales, y del desenfoque evocador de Mrs. Cameron. Además, era raro que no mostrase el cuerpo al completo, de pies a cabeza, añadiendo a la expresión del rostro una actitud corporal. Sus textos sobre fotografía, escritos en clave de leyenda irónica y traviesa, hacen referencia a la obsesión de Carroll, en palabras de Brassaï, “de que la persona 'entera' entrara en las fotografías”. Del mismo modo, huye de las poses y actitudes que suelen adoptar los fotografiados, disfrazando de absurda nobleza su imagen fotográfica. Sin embargo, encuentra natural el artificio lúdico de una técnica que se presta a ello antes que a su institucionalidad social.
Lo que nunca dejará de fascinarme es la seriedad de esos rostros infantiles en busca de una risa interior compartida. Un fenómeno similar al que se produce en Buster Keaton, un maestro de la risa que nunca se ríe, pues le interesa el motivo de la risa, la verdad que encierra, no la que la carcajada oculta. Esa plena conciencia de la utilidad intelectual del sentido del humor, del juego, es admirable en toda la obra de Carroll, en su vida, y se vislumbra a través de su literatura (de cualquier índole) y de sus fotografías en un tono peculiar.
Espero no ser inoportuno haciendo un nuevo paréntesis temático que me viene a la mente:
La “verdad” es, fácilmente, irrisoria en los medios de comunicación. Basta jugar con la mecánica dialéctica que la sustenta. La efectividad de los mensajes de los medios de masas depende, en gran medida, del “tono” que sus receptores consideran convincente, serio o respetable. Podría decirse que el “tono” de un mensaje vendría dado por la “altura” que alcanza el poder de una forma (una mecánica) antes de ser totalmente irrisoria para un individuo receptor.
Es interesante observar este fenómeno en la forma de exposición de los sucesos periodísticos, por ejemplo, narrados literariamente en su contenido, alterando su forma periodística. Los periódicos especializados en sucesos no son leídos por razones de información, sino por una búsqueda de confrontación con problemas humanos universales, análogamente a la morbosa atracción de una tragedia real como un accidente de tráfico.
Los “Reality Shows” televisivos se basan en un principio similar. Sin embargo, muchos enunciados de sucesos periodísticos, al margen de la tragedia humana que entrañan, provocan la risa al evidenciar su tono-recurso (me refiero a enunciados del tipo "Mata con un hacha a su mujer porque le impide ver el gol victorioso de su equipo en la televisión", o "Los bomberos consiguen extraer del cuerpo de una barcelonesa de cincuenta y cinco años el miembro de su amante de dieciséis, muerto de fallo cardíaco cuando copulaban en la bañera".
Así como el tono determina en un mensaje la risibilidad de éste (más por el tono que establece el receptor que el que pretende marcar el emisor, en muchas ocasiones), la risa tiene un tono, y podríamos decir que el tono también determina la risibilidad de la risa.
Los que hacen reír a unos, irritan a otros. Estos otros se ríen con los que no hacen reír a los primeros y se ríen de los que pretenden ponerse serios. Me viene a la mente el fenómeno de la doble audiencia de José María Carrascal, o de Carmen Sevilla, casos bastante claros de humoristas involuntarios. En el momento de ultimar la revisión de este texto, la televisión, la publicidad y la prensa explotan la desdicha ajena de forma cada vez más evidente. Reírse del que pretende hacer gracia y es penoso, puede llegar a convencer a éste de que es gracioso, o al menos hacer que su ridículo resulte rentable para él o para un tercero. Este tipo de humor basado en el bochorno encaja con una noción de la risa como manifestación de un acto social de censura, heredado genética o culturalmente, tal y como expresa Jáuregui en "El ordenador cerebral". Recientes comedias cinematográficas como "Flirteando con el desastre", "La boda de mi mejor amigo", o "Algo pasa con Mary", explotan esta vena humorística de forma extremada y novedosa, apuntando, casi casi, a lo que podríamos definir como un nuevo género de comedia romántica -lo que yo denominaría 'rosa-gore', o algo así-.
El “tono” humorístico de Lewis Carroll exige un entendimiento de la realidad más cercano a la sonrisa irónica que a la carcajada, pero la sonrisa, en Carroll, como en tantos otros grandes humoristas, es un fin, nunca un recurso.
El retrato de Beatrice Henley destaca entre las demás fotografías de Carroll a causa del rostro risueño de la pequeña, quien, sencillamente, se limita a posar apoyada en una esquina de la casa; sin embargo, los retratos que incluyen algún tipo de artificiosa representación muestran a las niñas serias, 'en su papel'.
La seriedad de los retratos de Carroll nacen de una sonrisa intelectual interior alimentada de la verbigracia típica del humor inglés. La era victoriana simboliza la formalidad y el estricto formulismo social , en contraste con una ociosa prosperidad burguesa. Sin embargo, las poses intencionadamente (y socialmente aceptadas, o más bien, obligadamente) serias de los retratos de la sociedad Victoriana resultan graciosas, un tanto ridículas, pues su truco es evidente a nuestros ojos. En cambio, la seriedad de los retratos de Cameron nos atrapa con su estudiado carisma, y lo mismo ocurre con los de Lewis Carroll, el reverendo Charles Dogson, el hombre socialmente serio y formal que, al otro lado del espejo de sus pupilas, no puede parar de reírse de lo que acontece en el exterior tanto como en el interior.
Las niñas que buscan con el ojo de su cámara, para atrapar su
corporeidad al menos en la superficie de Colodión, son cómplices de una exquisita pederastia intelectual.
Lo que mejor define a Lewis Carroll como autor fotográfico, su marca de estilo, es el reconocimiento de su mundo en su diálogo con sus modelos y la clara conciencia de su artificiosidad, de su engaño implícito, un engaño análogo al de la propia fotografía y al de la propia realidad.
No quiero llegar al final de esta primera parte de mi trabajo sin recordar, una vez más, que no se trata ni más ni menos que de una avalancha de ideas, tal vez oportunas, para entrar en los dos bloques siguientes con una cierta predisposición, pero sin olvidar una cierta ausencia de rigor metódico. Remito, para ello, a la lectura de reflexiones más serias sobre la risa, como "Le rire", de Henri Bergson (Presses Universitaires de France, 1940 -4a ed. 1988) o "Sobre la risa", de Joachim Ritter (1974), en su obra "Subjetividad. Seis ensayos" (Ed, Alfa, Barcelona-Caracas 1986, pp. 53-79).
Si mis lectores han optado por leer correlativamente los tres bloques de este libro, en vez de acudir directamente al tercero, he de convidarlos a pasar a la segunda parte con un espíritu un poco más crítico, aunque sin dejar de recordar que no pretendo más que ofrecer mis propias preguntas alrededor de mi propia actividad como pintor, ilustrador, diseñador y decorador naturalista, esperando que, tal vez inadvertidamente, esta sopa incluya algún ingrediente más alimenticio de lo presumible.
El engaño oculta información, la vela o la deforma, tanto si es intencionado como si nace voluntaria o involuntariamente del receptor del mensaje, quien delataría con su falsa conclusión su propia desinformación.
Hay un fotógrafo invisible en cada foto, pero también un fotografiado invisible tras su imagen, un paisaje invisible, un animal invisible.
Ya veremos.
Julia M. Cameron: "El beso de la Paz", 1869.
Lewis Carroll: "Alicia Lidell"
Julia M. Cameron: Esme Howard, 1869.
Lewis Carroll: "Irene MacDonald"
L. Carroll: "Christie Kitchin"
Julia Margaret Cameron: "Alicia Lidell como Pomona"1872.
(extraída de "Photography as fine art", Shueisha, Tokyo 1982, p.43)
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